Imanol Arias se crió en Ermua, un pueblo industrial repleto de fábricas que empleaban a los inmigrantes, obras en construcción, barro en las calles y camiones. Por aquel entonces no llegaban muchos elencos de teatro, pero cuando lo hacían era una verdadera novedad. El actor español asegura que el teatro fue una gran influencia en su vida pero también la televisión. “Mi familia proviene de una zona muy cercana al País Vasco donde se hablaba el castellano del norte, ese que daba un poco de prestigio. Para mí fue muy importante el teatro pero también las telenovelas históricas y ficciones como El conde de Montecristo, en especial por cómo hablaban. Yo no era un buen estudiante pero sí destacaba por mi expresión, y cuando era niño me narraba a mí mismo la mayoría de las cosas”, recuerda en diálogo con Página/12 a propósito de la gira con la que desembarcará este sábado a las 21 en el Teatro Ópera (Av. Corrientes 860) para interpretar Muerte de un viajante, el clásico de Arthur Miller con adaptación de Natalio Grueso y dirección de Rubén Szuchmacher.

Arias se define como “un continuo narrador, más que un hacedor" y evoca otro recuerdo de infancia: él no tenía bicicleta pero sus amigos lo dejaban dar unas vueltas y, mientras esperaba, les hacía la retransmisión del recorrido imitando el lenguaje radiofónico; cuando le tocaba su vuelta, se radiaba a sí mismo en soledad. Con una sonrisa amplia, confiesa que años después llegó a llamar desde los viejos teléfonos de discado a programas de radio para escuchar lo bien que hablaba. El aparato vocal y la oralidad son recursos fundamentales para un actor, y algo de eso definió su primer acercamiento al teatro. Con los años ese interés se convertiría en “un oficio, una técnica, una vida”. “Hoy vuelvo a concebir el teatro casi como al principio, considero que es la mejor expresión que tengo para mi oralidad. Intento basar el teatro que hago en el texto. Hoy no tengo que inventar un escenario y, a lo mejor, esa tendencia me fue llevando hacia un interés muy fuerte por obras en las que la palabra es la estructura, como la que aquí nos ocupa”.

Interpretar a Willy Loman podría equipararse al desafío que conlleva encarnar a personajes de la talla de Lear: en ellos hay algo mítico y también una demanda de experiencia. Loman es un hombre de 70 años que trabaja como viajante de comercio; cuando pide un aumento de sueldo se lo niegan y lo despiden “por su propio bien” porque ya no rinde como antes. La obra de Miller funciona como metáfora del derrumbe del sueño americano pero, como toda creación artística, habilita reactualizaciones. La primera vez que Arias vio Muerte de un viajante fue en la Televisión Española: un teleteatro protagonizado por el gran actor José María Rodero en una puesta naturalista. La obra siguió interesándole y la vio encarnada por otros intérpretes, entre ellos Alfredo Alcón dirigido también por Szuchmacher en 2009.

“Siempre he querido hacerla pero no sabía cómo. La obra requiere una decisión que tienes que tomar en tu vida: hay que tener cierta edad y un conocimiento del oficio que te dan los años. Además, es bueno que te encuentre en un momento en el que no necesites demostrar nada, que no hayas descubierto en ti una parte novedosa que quieras incluir como recurso –explica–. Llevo 200 funciones y a lo mejor tengo un poco deformada la situación de que esta obra progresa: no tiene un espacio fijo, muchas veces es onírico, entonces la palabra es la que cuenta las cosas. Creo que Miller dijo en algún momento que esto podría llamarse también ‘dos conversaciones cruzadas y un réquiem’”.

Imanol Arias y el resto del elenco de Muerte de un viajante (foto: gentileza Sergio Parra)

El actor asegura que “el teatro es un acto de repetición que se engrandece con esa mecánica repetitiva, como la música”, y explica que por su intenso trabajo en el campo audiovisual fue desarrollando cierta tendencia a corregir las funciones igual que las tomas en un rodaje. “Yo llevaba veinte años haciendo cine y televisión en grandes producciones, entonces me costaba mucho lo teatral porque quería repetir la toma, no sólo en la función sino en los ensayos. Siempre quería hacer otra y me di muchos golpes contra el muro de la no rutina mecánica; hay un arte de la escucha que necesita de una cadencia, un tiempo”.

-Solés referirte al sentimiento de pertenencia que te une a la comunidad artística argentina y a su público. ¿Cómo explicarías ese lazo?

-Sí, es casi una cosa infantil esto de sentir que pertenezco a la familia. Eso tiene que ver con mi llegada al país, el momento. Lo primero que llegó fue Anillos de oro, una serie sobre el divorcio que en España fue un éxito porque se había aprobado la ley. Y luego Camila, claro. Se empezó a rodar mientras asumía Alfonsín y representa un momento que ningún país olvida. Yo soy de la generación de la transición española y mi vinculación primera con los medios, al no ser tan conocido, tenía más que ver con el movimiento de los ’80 en Madrid, las libertades democráticas, nuestra pertenencia al Partido Socialista o Comunista europeísta. Y la segunda película que hice fue Tango feroz, un canto a la libertad con una democracia ya mucho más consolidada. Alfonsín había hecho lo que tenía que hacer y el país había empezado a juzgar. Argentina no sólo entró en otra etapa sino que se convirtió en uno de los pocos países que lograron eso.

El año que viene se cumplirán 40 años del estreno de Camila y Arias asegura que aquella producción sigue siendo recordada: “hay documentales sobre María Luisa Bemberg por su trascendencia, no sólo por esta película sino por todo lo que hizo; cada vez que hay un movimiento de mujeres en Argentina, Camila es un símbolo y María Luisa también”. Arias reconoce el talento y la solidaridad de su coprotagonista, Susú Pecoraro, quien “pertenecía a una camada de la que también formaban parte Miguel Ángel Solá o Ricardo Darín y, como era una actriz con un talento brutal, su generación me ayudó mucho y me recibió estupendamente, supongo que alentados por ella porque es una mujer muy inclusiva y creativa, y sin dudas en aquel momento tenía mucho más talento que yo para el cine”. Esa generosidad, cuenta, era recíproca a ambos lados del Atlántico: cada vez que algún actor argentino desembarcaba en Madrid él procuraba darle la misma bienvenida. Tan fuerte es esa pertenencia a la comunidad actoral argentina, que en sus contratos Arias suele pedir que eso se tenga en cuenta. Para explicarlo recurre a otra anécdota: “Un día me desmayé en Calígula y el primer chequeo, con todas las disciplinas que puede haber en una de las mejores clínicas, me lo hicieron en Buenos Aires por cuenta del sindicato de actores”.

-Hablabas de tu llegada al país como exponente de la transición democrática española pero hoy el contexto es otro, hay un recrudecimiento de las derechas en todo el mundo. ¿Cómo leés este presente?

-Desde mi llegada hasta ahora he transitado varias etapas: en un momento necesité derechos y luché por conseguirlos aunque nunca fui un militante de cabeza. Siento que todo aquello se fue difuminando en la consecución de libertades pero no de derechos. Hubo un momento en que las grandes fortunas de Latinoamérica decidieron que los derechos no tenían que ir acompañados de igualdad de oportunidades ni de un reparto más equilibrado de la riqueza. Recuerdo que en el 83 Argentina tenía una clase media muy interesante y una universidad muy poderosa; hoy tiene una estructura que nos cuesta mucho entender afuera. La forma de comprender la economía ahora admite soluciones nuevas porque las anteriores no terminan de cuajar. Los derechos y las libertades deberían vincularse a un cambio estructural en nosotros. No somos los reyes del patio y este patio tiene muchas dificultades. Las nuevas derechas buscan períodos cortos de gobierno, con eso es suficiente porque intentan generar mucho alboroto sobre lo injusto que es lo justo.

-El panorama es un poco desolador para las nuevas generaciones, pero por lo general te mostrás optimista en relación a los más jóvenes.

-Sí, eso tiene que ver con que vivo con mi hijo de 21 años. La extensión del tiempo que pasan en la casa familiar es una tragedia en cuanto a profesionalidad y dependencia, pero ellos están en la edad de la batalla. La convivencia entre padres e hijos me parece una enorme oportunidad para no desviarnos y entender muchas cosas. Siempre han existido dos tutelas, la de la familia y la del Estado. Frente a las dificultades del Estado, no nos salgamos de rositas, al menos los que podemos. Por mí que se quede, incluso ya le he dicho lo que tiene que hacer cuando no esté. Yo aprovecho para ver qué les preocupa y noto que, con una diferencia de 15 años, mis hijos son muy diferentes. Afortunadamente ninguno es reaccionario, son gente muy comprometida.

Jon y Daniel, los hijos que Arias tiene con Pastora Vega, comparten con su padre el oficio de la actuación, que en estos años cambió notablemente. Hoy, por ejemplo, muchos castings solicitan el número de seguidores en Instagram antes que la formación. Sobre esas modificaciones, dice: “Es verdad que a los jóvenes les piden cantidad de seguidores. Los celulares hoy permiten comunicarse de persona a persona, entonces uno empieza a interactuar y a desarrollar el papel de su vida. Eso genera un nuevo elemento de negocio que es la supercomunicación, pero si el actor es muy popular (no conocido) nunca le piden eso porque está implícito”. En la misma línea, asegura que “hoy todo tiende a convertirte en un meme o una imagen” y “como todo elemento humano que aboga por la libertad de información y la inmediatez, las redes se han convertido en campos de batallas propagandísticas concebidas, creadas, propagadas y pagadas por poderes continuos, con lo cual ni siquiera ese espacio va a servir como libertad. Hoy uno baja a Twitter a fajarse como en el Coliseo Romano”.

Quizás por eso Arias sólo tiene una cuenta de IG profesional y no está en Twitter, aunque cada tanto le llegan comentarios cuando por alguna razón su nombre asciende al ranking de los trending topics. “Como toda persona mayor llevo un lastre y además he sido muy conocido, he tenido una vida pública enorme desde los 24 años porque los primeros éxitos fueron de TV y tenían veinte millones de espectadores cuando el país tenía treinta. Yo salía y cuatro de cada cinco personas sabían quién era. Pastora, la madre de mis hijos, era más conocida que yo y todo eso hizo que fuera tomando diferentes posturas para proteger mi vida pública, mi vida personal y mi vida familiar”.

Aún así, admite que esa vida personal siempre conlleva una respuesta pública: “En un momento decidí dejar de hacer todo lo que uno debe hacer para que te conozcan, pero de una manera sensata. Fui a un abogado y le pedí que hiciera un acta notarial diciendo que me jubilaba de mi vida pública. Yo seguiré trabajando, pero si cuando estoy promocionando algo me preguntas qué tal es mi relación con las mujeres a esta edad, pues lo más normal es que no conteste”. Con respecto al pensamiento privado, Arias registra que su “etapa combativa” ya pasó y que “el fracaso es evidente porque no he logrado ser el revolucionario que pensé que era”. “El ruido político ya no me atrae –afirma–. No me molesta, pero no me entero bien ni analizo las jugadas como antes”.

Más de una vez habló sobre “el síndrome de Peter Pan”. Cuando se le pide que profundice en ese punto, declara: “Yo empecé a enfrentarme con eso cuando me di cuenta de que tenía una enorme irregularidad en mis comparecencias públicas. Me costaba mucho mantener la neutralidad y la madurez, entonces a veces me salían cosas de chaval pequeño hasta que las acepté. Yo enseguida me cabreo y me di cuenta de que, como todos, tenía muchos problemas con el ego pero la dinamita que lo encendía era mi autoestima. Si tengo baja autoestima me convierto en un ser mayor amargado, entonces decidí no dar nada por sentado y ser muy niño, tener curiosidad y alentar el síndrome de Peter Pan. Me gusta mucho esta sensación de saber que en realidad no sé nada, como dijo el filósofo. No quiero perder esa inquietud ni esa ingenuidad”.

En 1994 Arias hizo una temporada de Calígula en el Paseo La Plaza y en 2018 arribó al Maipo con La vida a palos. Para esta gira el actor se prepara con gran responsabilidad y asegura que “ir a trabajar allí nunca es cosa fácil”. También visitará Uruguay, así que en estas semanas chequea diariamente la temperatura. Tiene previsto alojarse en un hotel de Recoleta –al que define como “su barrio” porque casi siempre pasa ahí su estadía– y serán seis funciones con más de 11 mil espectadores. “Es perfecto –dice–. Como una final de Champions, hay que darlo todo hasta el final”. Cuando vuelva a su país hará la última temporada de Cuéntame, serie que tendrá su final después de 22 años y que Arias define como su “Willy Loman particular”. “Llevo 48 años en la profesión y le he dedicado 24 a un personaje”, cuenta sobre Antonio Alcántara, criatura de ficción inspirada en su padre. Mientras gira por España se prepara para volver a pisar el escenario del Ópera –la primera vez fue cuando Joaquín Sabina le pidió que saliera a canturrear algo con él porque se había quedado sin voz– y al otoño cálido de Buenos Aires, a “esa humedad porteña que parece un poco arenosa, como la voz de Goyeneche”.

 

* Muerte de un viajante podrá verse este sábado en el Teatro Ópera (Av. Corrientes 860) a las 21, con el elenco original de España. Las entradas pueden adquirirse a través de Ticketek