Tejía. Todo el tiempo tejía. Mientras vos desayunabas, o te dabas una ducha, o te sentabas a leer un libro, yo tejía. Solo dejaba de hacerlo cuando corría a esconderme, y agazapada, cuidándome de plumeros y escobas, desde la más profunda oscuridad, con cada uno de mis ojos clavados en vos, volvía a tejer.

Y un día, pasó.

Quizás fue la forma en que te miraba: como un preso mira el cielo por entre los barrotes anchos de la ventana de su celda; o como un chico que mientras come un algodón de azúcar en el parque mira a su mamá; o como una novia que, al pie del altar, mira al novio con los ojos escondidos detrás del tul un segundo antes de decir sí. Quién sabe. Pasó.

Y a partir de ahí el deseo de tenerte cerca fue creciendo con cada puntada.

No me importó tener que empezar de nuevo cada vez que vos pasabas el plumero por los rincones del techo. Yo, como Penélope, en silencio y con paciencia, hora tras hora tejía con un interminable deseo adentro por tenerte conmigo, un ardor transformado en largos hilos de tela que estiraba hasta verlos tensos como las cuerdas de una guitarra, hasta lograr el punto exacto entre rigidez y flexibilidad, hasta agotar cada una de las fibras que iba sacando de mis entrañas. Cada estructura construida así, con filas de hilos tibios y sedosos, era para vos. Solo para vos. Pero vos no las veías, limpiabas.

Meses así. Vos destruyendo todo. Yo volviendo a empezar. Y fue entonces que pensé una manera de acercarme a vos. Y se me ocurrió inventar un lenguaje. Un lenguaje que sea nuestro. Un lenguaje de símbolos tejidos para entendernos. Para que me leas. Busqué en cada rincón de la casa los mejores sitios: frente a la puerta de entrada para recibirte cuando llegás, arriba de la lámpara para verte desparramado en el sillón, cerca de la ventana para que el sol de la mañana haga brillar los dibujos caprichosos de mis telas.

Quería que cada una de las sombras de cada uno de los hilos que se proyectaban en la pared te hablara de mí. Necesitaba atrapar tu mirada, captar tu atención, robar tu tiempo. Pero no. todo siguió igual. Vos de un escobazo desarmabas todo. Y pensé. Caminando en mi mundo de tendones blancos y suaves, pensé. Entre puntadas prolijas, trenzas anudadas y ligamentos estables, pensé. Y fue ayer que, cansada de pensar, me decidí a enfrentarte.

Esperé que llegaras. Que elijas un disco y lo pongas. Que cocines, comas y laves los platos. Esperé afuera del baño, escuchando el ruido del agua, viendo el vapor salir por la puerta entreabierta. Subí al marco de la puerta y te vi entrar a la pieza con el pijama negro. Pasaste cerca. Tan cerca que pude oler tu perfume cuando te detuviste y te estiraste. Los dos brazos bien altos. Bostezaste.

Me agarré fuerte, con todas las patas, de uno solo de los hilo. Y me hamaqué, apenas me hamaqué, como si corriera una suave brisa tibia en la habitación, me hamaqué. Acurrucada como un puño vi cuando te pasaste la mano por el cuello.

Sentías. Yo sé que sentías mis ojos clavados en vos.

Esperé hasta que apagaste el velador. Hasta que te dormiste. Y bajé.

Me deslicé hasta el suelo en un hilo liviano, delgadísimo, imperceptible.

Me solté y caminé decidida. Desde el techo había calculado las distancias, había memorizado el camino: esquivar las medias, caminar a la derecha de los zapatos hasta el pantalón, saltarlo. Después, la cama, trepar, la frazada, las sábanas, vos.

Subí y bajé cada pliegue de la frazada hasta que empezó el lino suave de la sábana y alcancé a ver, otra vez, tu boca entreabierta.

Ahora sí.

Una cueva enorme, oscura, húmeda, perfecta. El sonido de mi corazón era más fuerte que los ruidos que salían de adentro tuyo. El aire que desprendías por la nariz no me asustó. Era un viento pausado que me exigía y me pedía más fuerza. Aguanté. Clavé mis ocho patas y me aferré a vos. No me iba a detener un viento. Sabía que, por vos, por llegar a vos, era capaz de cualquier cosa.

Entonces, giraste. Fue un movimiento rápido. Mi naturaleza lo advirtió y salté del borde de tu cara al hombro. Cuando quedaste de costado me deslicé por tu espalda. Se movía en un monótono vaivén al ritmo de tu respiración. Llegué a la nuca. No subí por el pelo ni me distraje en tu oreja, pero, te confieso que, por un instante, pensé en quedarme ahí. Entre esas curvas rosadas, esos huecos tentadores. Junté fuerzas y seguí. Me hice liviana y di pasos imperceptibles por tu mejilla hasta que me asomé por el borde de tu labio al pozo profundo de tu boca. Ahora, estoy acá. Voy a entrar y acurrucarme. Quiero que seas mi guarida, mi cueva. Quiero salir por las mañanas y tejer un mandala enorme, para vos. Uno de mí, para vos. Uno que ocupe toda la habitación. Uno que te guste y que te haga sentir orgulloso de esos círculos concéntricos que van a ser nuestro universo, nuestro mundo, nuestro lugar, nuestro espacio sagrado. Cuando lo termine voy a envolverte fuerte y voy a colgarte en el centro exacto de mi obra.

Las noches de primavera voy a abrazarte y el viento que entre por la ventana nos va a hamacar en una danza lenta. Los dos pegados vamos a ser un ovillo acunándonos hasta que el sueño nos atrape.