La violencia obscena, obtusa, irracional, se filtra, fluye, cala, perfora. Esa violencia que se construye, a menudo, con la ayuda de las herramientas más eficaces de una parte de los cuerpos de seguridad del Estado y de la estamentos de la sociedad autoritaria. Así vamos tirando. Con esa violencia nuestra. La de toda la vida. Tan de casa. Tan ligera de piel y huesos. Las nuevas informaciones sobre el asesinato a balazos de Lucas González –el futbolista juvenil de Barracas Central de 17 años– estremecen, degradan, envilecen. La declaración del principal Héctor Cuevas, uno de los acusados por el encubrimiento del homicidio, es un relato preciso y descarnado de la miseria de la condición humana: "Fue Isassi", expresó, apuntando al agente en la colocación de la pistola de juguete que instaló la versión oficial del enfrentamiento armado. "Si yo decía esto antes me mataban a mí o a mí familia, porque esta gente mata y miente". Un relato frío, afilado, de una dureza sin suelo bajo los pies.

En este juego de espejos donde nada es lo que parece, lo único cierto es que a Lucas lo "llenaron de agujeros". Esa expresión que tanto le gusta recitar babeando a José Luis Espert. Ese pirómano de la política "fabricada" que va con un bidón de nafta en la mano incendiando todo lo haya que incendiar. Así es como se naturalizan las exarcerbaciones de la violencia extrema y la banalización de la muerte, normalizando lo que nunca debió ser normalizado. Toda vez que transigimos con la violencia la banalizamos. El combate contra su normalización consiste en evitar el sufrimiento, no en alimentarlo; en desmontar su pulsión, no en subliminarla. Para que la cultura de la deshumanización del otro se legitime es necesario colocar a las personas contra las personas, inferiorizar para dominar, denigrar, perseguir, excluir. Y entonces pasa lo que pasa. Y lo que pasa es la existencia de un enorme vacío social donde se extingue todo residuo de piedad hacia el otro, y donde la figura humana deja de conmover. Ese odio pardo, viscoso, de balas negras, que se incuba bajo la porosa piel de la sociedad neoautoritaria.

Dolor y sepulcro se jalonan en el rostro del padre de Lucas que considera que "hay más personas implicadas que no fueron imputadas", en consonancia con las expresiones de Cuevas que proporcionó una de las claves del asesinato: "Una persona de civil va y habla unos segundos con el subcomisario Inca. Yo escucho cuando Inca le dice 'andá a poner eso'. Esa persona de civil se acerca a la parte trasera del auto, donde la puerta estaba abierta, y tira el arma..(...). En las noticias identifico que el que había puesto el arma era Isassi". Estando ya detenido Héctor Cuevas se entera de que el oficial Facundo Matías Torres, alías "Cachorro", se jactaba de haber proporcionado la pistola de juguete que se encontraba en un cofre de la comisaria. Unas manos manchadas de sangre inocente hasta los codos.

Los ejemplos se suceden: Maldonado, Lucas González, "Lolo" Regueiro, Fernando Báez Sosa. Sabemos que el gran negocio del momento es el odio, el otro es el miedo. Lo difícil es discernir cuál es la causa y cuál el efecto. Lo cierto es que ambos se necesitan. Y algunas instituciones no paran de darnos ideas. Deje de preocuparse. Ya tiene resuelto los regalos de Navidad para este año. Una hermosa pistola Táser de juguete para que los niños se electrocuten entre sí, jugando a forjar ese espíritu renacentista de violencia obscena y de autoritarismo barato de matón de barrio. Una forma de educar desde la violencia naturalizada, cercana, brutal, "llenando de agujeros" toda esperanza por edificar una sociedad más humana, más libre, más tolerante.

(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979.