Todos creímos que era inmortal. El también.        Cuando se festejaba en Cuba el 25 aniversario de la Revolución, la isla se vistió de fiesta para recibir delegaciones de todo el mundo, que más allá de sus diferentes definiciones políticas, se acercaban a saludar la gesta de ese pueblo sufrido, pero de un heroísmo que reconocían hasta sus enemigos más poderosos.
El Presidente de un país amigo se acercó a Fidel con un regalo algo extraño. Una tortuga gigante, típica de la región que representaba.
El, sorprendido, miró el obsequio. Lo miró y miró durante un rato largo. Acarició su caparazón y se rió cuando el enorme animal escondió la cabeza, asustado, entre sus pliegues.
De pronto, observando al Presidente que había traído el regalo,  le preguntó:
–¿Dime, cuánto tiempo viven estos bichos?
–No se preocupe Comandante –respondió el invitado–, son muy longevas, suelen vivir cerca de 120 años.
–Me lo imaginaba –respondió Fidel–, y no te ofendas pero llevátela, porque ese es justamente el problema. Uno se encariña, y ellas después se mueren.
Todos creímos que era inmortal. El también.
Hasta ayer.