Muchos críticos adhieren esta aposición al nombre del Maestro. Cosa que parecería evidente, y proclamada numerosas veces, en Hieronymous Bosch el Bosco, en Pieter Brueghel el Viejo, hasta en Giovanni Battista Piranesi, pero no tanto en Francisco de Goya. Hijo del Barroco tardío, nacido en Zaragoza a mediados del XVIII, viaja a los 30 años a Italia, donde acecha el comienzo de una nueva época que transporta a su regreso a Madrid, y allí empieza a pintar cartones para los tapices de las manufacturas reales. Hacia la última década de aquel siglo, luego de una crisis de salud (que, como secuela, le deja una sordera de la que no se recuperará), afectado espiritualmente, emprende una pintura de gestos más personales, óleos sobre pequeñas y medianas hojalatas, a los que denomina caprichos o invenciones, y que marcan el origen de una obra mayor: “Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males, y para resarcir en parte los grandes dispendios que me han ocasionado, me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete, en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que el capricho y la invención no tienen ensanches” (Carta a Bernardo de Iriarte, vice-protector de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 4 de enero de 1794). Tan limitada auto apreciación no reduce los méritos del ciclo, que no es solo de renovación técnica aunque esta pone de relieve, con el impacto de los claroscuros y contrastes, las escenas que comienzan a representar fielmente la España de fines del XVIII y a asomar el anticlericalismo de “los ilustrados”. Así como no evitan que puedan hallarse obras que quedarán como epítomes del Maestro, entre otras “El sueño de la razón produce monstruos”. 

Vienen después los retratos de las familias reales y de los poderosos, pero también los atribuibles a una incipìente burguesía, y en especial a mujeres de distinta condición, hasta la bella y caracterizada Isabel Porcel que, por lo que se sabe, no integraba familia real alguna, ni siquiera de la nobleza. Entran aquí en consideración las célebres y hermosas “majas” (si decirlo así no fuese, casi, un pleonasmo), tan llamativas por su contenido como por sus hechuras, distanciadas en años, lo cual hace pensar en una formación espontánea, no programada, del ensamble. Pero en todo este abigarrado conjunto, lo que más llama la atención es el grupo conocido como el de “las fantasías y brujerías”, muestras de una representación disparatada en escenas o en personajes que algunos dan en llamar “de la locura”. Conjunto donde, ya, podemos encontrar las raíces que quieren  verse en Goya como anticipo, como semilla de la Vanguardia. Aparecen más expuestos el inconsciente, la pesadilla, ciertos gestos de crueldad, ciertos gestos de demencia. Otros cuadros con temas brujeriles completan esa época: “La cocina de los brujos”, “Vuelo de brujas”, “El conjuro”, “El aquelarre”, en el que unas mujeres de rostros deformes y avejentados, ubicadas alrededor de un gran macho cabrío, imagen del demonio, le ofrecen como alimento niños vivos. El cielo nocturno, lunar, ilumina (o apaga) la escena. Mucho empeño se ha puesto en dirimir si estas pinturas tenían propósitos satíricos, para ridiculización de cerradas supersticiones, en la línea ideológica de “El ideario ilustrado”, de “la secularización de la cultura”, o si solo respondían al deseo de transmitir sentimientos inquietantes, originados en los maleficios, hechizos y clima lúgubre y terrorífico que circulaban en el ambiente. 

Entre diversas circunstancias, su vasta obra refleja el periodo histórico convulso en que viven, él y España, particularmente la Guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de “Los desastres de la guerra” es como un espejo actual de las atrocidades cometidas, con víctimas que son por lo general individuos de clase y condición humildes. Al final del conflicto hispano-francés, pinta dos grandes cuadros a propósito de los sucesos del levantamiento del dos de mayo de 1808, los cuales sientan un precedente tanto estético como temático para el cuadro de historia, que no solo comenta sucesos próximos a la realidad vivida por el artista, sino que alcanza un mensaje universal. Pero su obra culminante, suele decirse, es la serie de pinturas al óleo sobre el muro seco con que decoró su casa de campo (la Quinta del Sordo), esas obras murales de alrededor de 1820 creadas para decoración de la casona, murales que fueron pasados a lienzo a partir de 1874 y que se hallan hoy en el Museo del Prado. Son, entre otros, “Dos viejos comiendo sopa”, “Duelo a garrotazos”, “La romería de San Isidro”, “Saturno devorando a un hijo”.

Estas “Pinturas negras” serían durante muchas décadas poco conocidas, a consecuencia de eventos políticos abruptos, como la restauración de la monarquía y la “represión de liberales” fernandina. En el último cuarto del siglo XIX fueron prácticamente salvadas y donadas al Prado. Hay en ellas, su contenido, su historia, una mezcla de varios niveles de circunstancias: el clima de clandestinidad política, la crítica a ciertos excesos del Estado, el rechazo al peso de la Iglesia, la propia vida del artista, que estaba declinando por la edad. Existe bastante consenso para encontrar orígenes psicológicos y sociales en la confección de las “Pinturas negras”. Entre los primeros, estarían la conciencia de decadencia física del pintor, como se ha dicho, más acentuada, si cabe, a partir de la convivencia con una mujer joven, Leocadia Weiss, y sobre todo de las consecuencias de enfermedades, que postran a Goya en un estado de debilidad y cercanía a la muerte reflejados en el cromatismo y el asunto de estas obras. Temporalmente, todo indicaría que pintó los cuadros tras recuperarse de sus dolencias. La omnipresencia de la religión (romerías, procesiones, la Inquisición) o los enfrentamientos civiles, como sucede en “Duelo a garrotazos”, o las tertulias y conspiraciones visibles, al parecer, en “Hombres leyendo”; e incluso teniendo en cuenta una interpretación en clave política que podría desprenderse del Saturno: el Estado devorando a sus súbditos o ciudadanos, concuerdan con la situación de inestabilidad que se produjo en España a partir del levantamiento constitucional de Rafael de Riego. De hecho, el periodo 1820-1823 coincide cronológicamente con las fechas de realización de la obra. Cabe pensar que los temas y el tono de estos cuadros fueron posibles en un ámbito de ausencia de censura política, que no se dio durante las restauraciones monárquicas absolutistas. Por otro lado, muchos de los personajes de estas Pinturas (duelistas, supuestos frailes, monjas, familiares de la Inquisición) representan el mundo caduco anterior a los ideales de la Revolución francesa.  

Las escenas de las “Pinturas negras” son nocturnas; en casi todas ellas, la gama cromática es reducida y más bien sombría: ocres, dorados, grises, negros; algún blanco discordante en las ropas para crear el contraste, algún azul en los cielos y algún verde, pero poco presentes. Hay varios ancianos, “viejos”; el avejentado Saturno que es, además, el dios del tiempo… Hay figuras suspendidas en el aire o hundidas o asentadas en la tierra, rostros caricaturizados, animales, grotescos. Estamos, sí, en los umbrales del Expresionismo, con el cual vendrá lo feo y lo deforme de los cuerpos, lo malhecho de la realidad. Anticipos o prefiguración, en la historia del arte y de la cultura poco modifican. Como supo enseñar nuestro Borges en un texto famoso: “El poema Fears and Scruples de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos”.  

* Escritor, docente universitario.