(Desde Barcelona)

La cosa fue así: uno se fue a dormir respondiendo todos los mensajes desde todas partes del mundo preguntando cómo estaba uno (la respuesta es que uno estaba bien y, aunque cierta, la respuesta no era exactamente correcta) y sueña con cosas raras de las que se acuerda poco y nada a medida que abre los ojos. Y se despierta para enterarse de que la pesadilla hizo horas extras. Y de que hubo otro atentado “low cost” y “a la desesperada” en Cambrils, con otra furgoneta y cinturones con explosivos de juguete, luego de que a los yihadistas les estallaran en la cara los planes para el Apocalypse Now con bombonas de butano por accidente de trabajo mientras preparaban las bombas días atrás y...

El siguiente paso es, claro, asumirse como activo aterrorizado a plena potencia luego años de ser, apenas, inercial alarmado en piloto automático.

Sentir EL TERROR.

Ser consciente de que la preocupación ocasional que uno siente desde el 2001 cada vez que se sube a un avión para volar es la misma inquietud a volar por los aires que siente cada vez que camina por una vereda que, de pronto, puede convertirse en autopista por cortesía de un psicópata que vuelve a poner en very heavy rotation aquel greatest hit de tu infancia pero remezclado y remasterizado: mirar a todos lados no antes de cruzar la calle sino antes de la posibilidad de que te crucen.

Y descubrir que a uno a la mañana siguiente le duelen músculos que se tensionaron el jueves por la tarde trotando por las calles en Barcelona. Músculos que uno no sabía que tenía ahí. Los músculos del temor. Y, deformación profesional, uno se acuerda de aquella “glándula del terror” que los Ellos le implantaban a los Manos para que sucumbiesen al experimentar la imperdonable debilidad del miedo.

Y –de nuevo, gajes del oficio; pero seguro de que un odontólogo o una física especializada en mecánica cuántica o un chef también piensan así– hacerse la novela y la película y ponerse a imaginar los acalorados escalofríos del what if... Ocurre que frente a los lobos solitarios, todos tenemos la misma profesión. Y se ejerce llevando una uniforme caperucita roja mientras te internas por los sinuosos senderos de un bosque feroz.

El siguiente paso es preguntarse si se debe acudir a la cita y convocatoria al masivo minuto de silencio de Plaza Catalunya (razonando, inevitablemente, si es sabio el que las autoridades te recomienden por un lado no acudir a sitios con mucha gente y por otro te inviten a formar parte de una reunión de miles) o sí lo mejor es quedarte en casita viéndolo sin palabras frente al plasma de tu televisor.

Después de todo, hace mucho calor. Y uno ya está ahí a la sombra hogareña y teclea con la televisión encendida y la información que se repite en loops. Las imágenes ultraviolentas de La Rambla violentada con cuerpos rotos de niños. La comparecencia de Rajoy sin admitir preguntas y el tweet de Messi. Las discusiones en las video-tertulias políticas entre el que recuerda a todos los olvidados civiles inocentes que mueren día a día en tierras exóticas bajo la mirada de drones remotamente controlados desde una base en el desierto de Nevada en plan Team America y el que le grita que no es lo mismo y que no me vengas con “cháchara de Che Guevara”. El que advierte de los peligros tóxicos de rumores on-line. El que reivindica a los cuestionados mossos d’esquadra y el que propone que ya no se alquilen vehículos a musulmanes. El que explica que igual que no todos los vascos son de ETA no todos los musulmanes son de ISIS. El que dice tener información confiable de que no se atendieron recomendaciones de la CIA en cuanto al lugar del atentado como “punto caliente” y no se lo blindó con topes/vallas de hormigón. El que en el video de teléfono grita “¡Allah es Grande!” antes de ser reducido a tiros mientras el que filma exclama “¡Hijos de la gran puta!” El que analiza los movimientos del gobierno central y de los independentistas hablando de unión pero cada cual  atendiendo su juego. El cardenal que chupa cámara. El que admite que no le parece tan mala la idea de Trump sobre la sangre de cerdo. El que se pregunta cómo afectará todo esto al flujo de voraces turistas que nos da de comer enumerando “hasta treinta y cinco  nacionalidades distintas entre los heridos y muertos de ayer”. El que cuenta que justo estaba leyendo Mr. Mercedes de Stephen King y el que lo interrumpe para comentarle que falta menos para que se estrene la serie. El que transmite en directo desde La Rambla llena a reventar desde temprano y con paseantes dejando ramos de flores y velas rojas a los pies de la farola histórica donde hasta ahora se celebraban los triunfos del Barça. El que llama a apostar si se subirá o no a máximos, de 4 a 5, el nivel de alerta antiterrorista.

Y, agotado, uno pone pausa y se va a tomar un café a la esquina –mirando bien a todas partes–  y el bar de cabecera es como una continuación de la pantalla hasta que, más temprano que tarde, todo eso vaya a parar al centrifugante y triturador Basurero de la Historia, y que pase el siguiente titular catástrofe.

Mientras tanto y hasta entonces, de nuevo: ¿ir o no ir a la concentración en Plaza Catalunya? Y uno va a acabar yendo muerto de miedo para sentir que no tiene miedo o, al menos, no quiere que los que lo asustan piensen que uno está asustado. Y va a hacer mucha fuerza para no decirles nada a todos esos que se sacan selfies haciendo la v de la victoria. Y, enseguida, la inquietud o la sorpresa ante lo normal que está la ciudad, la gente sentada en las mismas terrazas llenándose de sangría donde ayer todo se llenó de sangre, los carteles y las voces  asegurando que no se teme a nadie. Como si no hubiese pasado nada (más allá del incremento de patrulleros y de camiones de los canales de televisión y de los ultras islamófobos de paseo y de las camisetas blancas con crespones negros en los balcones), como si ya hubiese pasado todo.

¿Es esto bueno? ¿Es esto sano? ¿Es esto admirable? ¿Es esto el mejor modo de resistir y de no rendirse? En cualquier caso, esto es lo que hay y esto es lo que seguirá habiendo.

De regreso en casa uno sigue respondiendo a emails (“Rodrigo: ¿Quién hubiera pensado que la Tercera Guerra Mundial tendría este aspecto?”, se asombra y se resigna John Banville) qué siempre empiezan preguntando cómo estás.

Y se les termina contestando que uno está bien, de verdad.

Pero uno también se dice que hay una incierta y muy fina y tan temblorosa y fácil de traspasar línea entre el estar o.k. y el sentirse k.o.

Así (uno entre muchos, cada vez más, digan lo que digan y nieguen lo que nieguen) es el minúsculo aterrorizado por EL TERROR con mayúsculas.