Es posible pensar a Cecilia Szperling, autora, entre otras, de La máquina de proyectar sueños como una de las herederas del legado de Louisa May Alcott de la Argentina del siglo XXI. En la primera narra una niña. En esta última, una adolescente. Apenas comienza, el padre muere y la casa se vuelve un desorientado imperio de mujeres que ensayan tácticas para avanzar entre la pérdida y el cambio de paradigma de la autoridad de la madre: las fiestas de cumpleaños, por ejemplo, quedan prohibidas. Y el lenguaje que, para las hermanas, antes ordenaba, ahora brumoso, confunde. La atmósfera de duelo sigue hasta el final. Aunque, al contrario de otros relatos directamente imbuidos en el estudio de esa etapa --con Joan Didion a la cabeza-- acá se trata --si bien nunca se dice de manera explícita-- de cómo articular nuevas maneras de contar. Sin caer en teoricismos metatextuales, cada tanto, se citan los universos artísticos que dan nombre al libro; desde representaciones pictóricas a referencias a las hermanas Brönte --por la fraternidad--, a Cordelia --en relación al “jardín”--. De todos modos, el peso de lo dicho reside en que las estrategias de supervivencia son estrategias narrativas. La construcción de la voz es una urdimbre verosímil; infantil pero no ingenua; inteligente y nunca pretensiosa. Por eso funciona, más allá del aparente oxímoron, con soltura, el tema de la novela: las puestas en escena. Esta ficción habla sobre hacer ficción jugando con otras ficciones y porque es parte de su esencia el truco es orgánico, de la mano de lo que podríamos llamar un ejercicio de la hipérbole del drama. Apenas arranca, leemos: “El mundo se viene abajo, me dice Madre. ¿Por qué me lo dice a mí sola?¿Por qué me lo repite?¿Qué es esa cara Madre? ¿Qué mundo va a caer?¿Qué va a pasar?¿Qué es lo que está anticipando? ¿Todas nosotras colgando al borde de un acantilado, rodeadas de pájaros amenazantes con ganas de picotearnos, de herirnos? ¿Atadas a rocas para que cuervos nos coman las entrañas aún vivas?”. Todo es percibido lejos de la mesura.

Coexisten dos niveles de realidad. Por un lado, el de la trama y el de la lectura que los propios personajes hacen de ella, de sus imágenes y de sus acontecimientos. Los personajes crean personajes de sí mismos. Y cargan de retórica -comparaciones, metáforas, relatos paralelos- a sus experiencias. Transforman, a veces, la convivencia familiar, las fiestas de cumpleaños, la visita al médico, la interacción con parientes, o con otros chicos y chicas, en una vivencia literaria, artística.

Al encantamiento de la mirada adolorida lo atraviesa un filtro que, por evitar el puro gesto, no llega a lo siniestro. Las puestas en escena en Las desmayadas son contundentes en su fingirse otra cosa; fingen y son a la vez, como el desmayo, leitmotiv del texto. No hay disociación entre el acontecimiento y la representación figurada. Es parte de lo mismo, no hay movimiento de sustracción sino de complementariedad. En un momento en que la madre pierde su trabajo la narradora dice: “te bajaron del pedestal. De ese pedestal de vos misma, de Madre Rosa y de Padre León y de las niñas donde la vida era ese teatro admirable”. La frase resume la atmósfera y, dentro de esa construcción, hay microestrategias. Como en la adopción de trajes arquetípicos, mitológicos, exagerados, o funcionales al punto de vista de la narradora: los personajes se vuelven nombres propios referidos a un rol. “Menor”, “Mayor”, “Viento”, “Madre”, “Cacique Autocoronada”.

Foto: Alejandra López

Entre los destellos de gravedad y lirismo se mezclan, en cuotas, rescates coloquiales, frases hechas que nos devuelven a una cercanía concreta. La madre suele guardar golosinas en el bolsillo para darle a cada una. Y cuando no son las mismas y alguna prefiere justo la que no le tocó en suerte, se quejan: “No solo no lo valoran sino que arman problema”. Como preguntaba John Austin, aquel clásico de la pragmática del análisis del discurso “Cómo hacer cosas con palabras”, acá los personajes “realizan” no solo con la acción clásica. El desmayo, como el lenguaje, es performativo al punto de denominarse, por el imperativo de provocar reacciones, auxilios, preocupación ante los testigos, un “teatro participativo”.

La subjetividad, mágica, arrasa, además, ante momentos alegres. La protagonista recuerda cuando, con su padre, llevaban a su madre a trabajar: “Parecías crecer en vez de empequeñecerte como indica la ley de la perspectiva, y veía tu cara sonriente en medio de tu pelo libre y bailarín”. Las rebeldías se despliegan no solo en esos intersticios que permiten ampliar la realidad al modo de la suprarealidad surrealista -aunque siempre con una lógica clara- sino en actos propios de una novela clásica de iniciación. Secretos entre hermanas, transgresiones injustamente ilegales, fiestas clandestinas, juegos en el jardín que es bosque y a veces hasta selva, en un espacio afuera-adentro que por momentos vibra al modo seductor de Marosa di Giorgio, al ritmo de Las olas de Virginia Woolf. Acá la naturaleza es ordenadora de sentido, no un ente salvaje del cual protegerse o en el cual refugiarse. “La noche me hace descubrir asuntos delicados, sin definición, quedan flotando adentro, clamando respuestas. Padre esfumándose es como las estrellas, las ves, parecen vivas y relucientes pero sabemos que ya están muertas, que murieron hace cientos de años. Nosotras nos enteramos más tarde. Un eco visual. Esa voz que se escucha ya sin emisor. Los sentidos nos engañan”.

La dimensión del peso del ritual doméstico en detalles, como el de las golosinas, es una “magia natural”, recurso no al modo “enumeración caótica” borgeano. Esa es, precisamente, la estirpe de la narración. Lejos de aquel efecto de acumulación, la construcción de la escena real y la paralela, estética, imaginada, y el tono grácil de lo trágico de estas hermanas alcanzan profundidad. “Aunque Mayor no se ofende, no es tan expectante. A mí y a Menor se nos viene el mundo abajo, porque Madre nos educó siempre en sintonía fina en detalles”. Figura y fondo interactúan gracias a la descripción de elegidos pequeños gestos: como recibir chocolates Suchard.

“El desmayarse es irse y…volver. Es cristiano, resurrecto, milagroso. Una gran ficción. De esas ficciones verdaderas”. La contracara, podemos arriesgar, es volver a simular morir, y despertar una y otra vez.

Rotunda en su devaneo, la novela termina por describir ciertos mecanismos por los cuales las familias y el mundo parecen funcionar: en el espejo de una metáfora, cruel y risible, entre la diseñada y voluptuosa fantasía, y la mezquindad inevitable de lo real.