Pablo fue mi mejor amigo en la escuela secundaria. Nos sentábamos uno al lado del otro, separados por el pasillo, en el segundo banco.Por nuestros apellidos nos tocó así Nos hacían acomodar por orden alfabético, una fila de mujeres y la otra de varones. Mi apellido empieza con “A” y el de él, con “B”. Pablo tenía una inteligencia superlativa, extraordinaria. Era un lector voraz. Leía todo lo que tenía a su alcance. 

Mientras cada uno de nosotros pasaba los ratos libres mirando televisión, en el club o con amigos, él disfrutaba de leer en la biblioteca Argentina. En el curso, lo apodamos “Platón el sabio". Por ese entonces, nadie se salvaba de un sobrenombre. A mi me apodaron “Cruger”, por mi apellido alemán e impronunciable. 

Pablo era, además, generoso y solidario con esa capacidad innata que tenía. Pedía pasar al frente cuando sabía que ninguno de nosotros había estudiado la lección de historia, nos daba clases colectivas para las cuatrimestrales de la materia que fuera y más de una vez discutía con algún profesor o profesora de cosas que para nosotros eran inentendibles o simplemente carecían de cualquier interés. 

Vivía en un departamento muy pequeño, a una cuadra de la escuela, en Balcarce y 3 de Febrero, solo con su madre, Amalia. Era hijo único y su padre había muerto en un accidente cuando él tenía pocos meses. 

A menudo, yo iba a su casa a estudiar cuando salíamos de la escuela. Amalia hacía unas milanesas riquísimas y nunca supe cómo hacía para que en ese departamento tan pequeño, nunca hubiera olor a frito. Me quería mucho y creo que tenía la secreta esperanza de que me convirtiera, vaya a saber por qué milagro, en la novia de su hijo. 

En las salidas grupales que hacíamos todos los compañeros del secundario, Pablo se quedaba siempre charlando con nosotras, las mujeres. No le gustaba jugar al fútbol. Nunca le conocimos novia, ni le escuchamos contar que le gustara ninguna chica. Los sábados iba al cine, solo o con algún amigo, mientras los demás nos encontrábamos en los bailes que hacían los cuartos y quintos años para juntar la plata del viaje a Bariloche. 

Cuando terminamos la escuela, él eligió ingresar a Letras y yo a Bioquímica. Yo también hacía atletismo y me había puesto de novia, así que nos dejamos de ver. Cada tanto nos hablábamos por teléfono y nos juntábamos en algún bar para charlar y ponernos al día. Nos sentíamos, aún viéndonos poco, muy amigos. Nunca hablamos de sus ganas de tener pareja. Nunca me dijo que le gustara un chico. En cambio de mis amores, yo le contaba todo y a él no le preguntaba nada. Él callaba y yo callaba también. 

Durante el primer año de facultad, lo sortearon para el servicio militar y le tocó tierra. Lo incorporaron en febrero del 81. Aún estaba la dictadura. Por un mes no supimos nada de él hasta que un sábado me llamó por teléfono. Me dijo que tenía permiso hasta el lunes pero que iba a dormir todo el fin de semana porque estaba muy pero muy cansado. El domingo a la mañana, su madre llamó a casa para avisarme que Pablo había muerto. Amalia lo encontró ahorcado en el baño.No dejó ni una línea escrita que explicara la decisión tomada. 

En el velatorio, un chico vestido de soldado que no quiso decir su nombre, nos contó lo que había pasado. Un sargento se había ensañado con Pablo durante todo ese mes de instrucción. Lo sacaba a la madrugada de la carpa donde dormía y lo “bailaba” hasta que Pablo caía desmayado. “Esto te lo mereces por puto, por marica”, le gritaba entre cuerpo a tierra y salto de rana. 

Su madre decidió no hacer nada. Tuvo miedo de que le ocurriera algo al chico que había contado lo sucedido. Nadie, nos dijo, le devolvería la vida de su hijo. Nosotros callamos como su madre. 

Hoy fui a la Feria del Libro en el Centro Cultural Roberto Fontanarrosa. En la puerta de ingreso del lado derecho hay una placa que reza: “ En este sitio se realizó en Abril de 1996 el Primer Encuentro de Organizaciones LGBTI de la historia argentina”. Por los libros o por la placa, me acordé de Pablo. 

Ahora estoy de regreso en mi casa. Me he preparado el mate. Pablo y yo tomábamos mate cuando estudiabamos. Él cebaba y yo leía. Estoy sentada junto a la ventana de mi cuarto, y desde allí contagio mi tristeza al frío atardecer de invierno. Me pongo a escribir. En la historia que yo escribo, Pablo está vivo. Pasan los años y cada uno sigue con su vida. Nos recibimos, yo me caso. Él vive solo. Su madre ha muerto. Ya no nos vemos. 

Nos encontramos después de casi veinte años, el 14 de julio de 2010 en la plaza frente al Congreso. La Cámara de Senadores discute la Ley de Matrimonio Igualitario aprobada en diputados unos pocos meses antes. Pablo y yo nos fundimos en un abrazo. Él es uno de los cientos, de los miles que gracias a la visibilización del debate parlamentario ha podido, finalmente, “salir del armario”. Me presenta a su novio, Manuel con el que piensa irse a vivir en unos días. Unos meses después de aprobada la ley, Pablo me invita a su casamiento, un lunes por la mañana en el Registro Civil del Distrito Centro. Yo llevo arroz, le tiro arroz a la pareja recién casada. 

Ahora termino de escribir. Imprimo la hoja y la dejo sobre la mesita . Pienso leerla todas las noches antes de apagar la luz. Me ha pasado muchas veces de soñar con lo que estuve leyendo. Por eso, voy a leer la historia cambiada de Pablo, para soñarlo. No solo para soñarlo vivo sino para que Pablo, en el sueño, pueda seguir viviendo. 

Y si lo sueño, al día siguiente voy a seguir escribiendo, para ponerle palabras, muchas palabras a tan cruel y enmascarado silencio.

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