Al cruzar el desierto de Gobi y luego la estepa verde de media Mongolia desde China en el Transmongoliano, no se ve una sola ciudad ni un mero pueblito. El panorama confirma la estadística: 1,73 habitantes por km², la densidad más baja del mundo. En un país donde cabe seis veces Ecuador, viven 3 millones de personas, la mitad en la capital, otros en ciudades pequeñas y el resto en un sarpullido remoto de gers, esas tiendas circulares de fieltro blanco con estufa-cocina cuya chimenea es poste central: resisten --45°C con bosta ardiente. El casi 40 por ciento de los mongoles son nómades o semi. En el trayecto se ven más camellos que gente.

Cerca de la capital Ulan Bator, aparecen frente a la vía miles de gers amontonados “contra natura” como barrios periféricos en la planicie esteparia como campo de golf. A ojo, la ciudad tiene más gers que casas y edificios, asentados un poco a la manera de las villas miserias latinoamericanas.

Al hacer el recorrido inverso, partiendo desde la gran plaza central Sukhbataar en Ulán Bator hacia las afueras, allí se ve el único edificio vidriado estilo posmoderno con forma de vela azul y el imponente Palacio de Gobierno. La rodea un anillo de bloques modelo soviético y otros edificios más altos. Mongolia fue la segunda revolución comunista de la historia en 1921.

Los anillos urbanos

Esta polvorienta y oscura ciudad tiene un segundo anillo “urbano” compuesto por miles de gers que son ya vivienda estable. Muchas personas incluso se hicieron una casa de material pero mantienen armado su ger en el fondo, tanto por nostalgia como depósito. Quienes viven en la ciudad a veces son primera, segunda o tercera generación de urbanitas sedentarizados, pero mantienen el deseo e instinto de salir a cabalgar la estepa y dormir en ella. Los que pueden, tienen un caballo. Muchos, atesoran un ger que usan en fin de semana para volver a sus raíces.

Desde la caída de la URSS, Mongolia adolece un proceso de sedentarización. En el desierto y en la estepa, los jóvenes abandonan la vida nómade para instalarse en la ciudad y estudiar. Los padres de esos jóvenes cuidan sus rebaños de chivos y ovejas y se mudan de zona dos veces por año. Cuando mueran, habrán sido los últimos de un linaje nómade que se remonta a milenios.

En el campo los inviernos son duros y monótonos: hay que vivir cinco meses bajo techo casi todo el día. Si salen, a veces se les congelan las pestañas. Para un joven casi no hay intimidad, socialización ni diversión. En todo el invierno casi nadie se baña y con la primavera, el plan es ir a serruchar bloques de hielo en el río para descongelarlos y lavarse. Una vez que probaron la ducha caliente en la ciudad, ya no quieren volver más a casa de los padres, salvo de visita.

Cada vez más familias tienen apenas 100 animales, el umbral de la pobreza. Se calcula que 30.000 familias de este pueblo móvil tienen luz eléctrica a panel solar en el ger. Y de ellas, unas 20.000 han comprado moto y televisor.

En los últimos lustros Mongolia sufrió varios dzud, supernevadas más usuales por el cambio climático. En 2009 una mató 8,5 millones de animales; 44.000 familias perdieron todo el ganado y otras 164.000 la mitad. Tuvieron que ir a hacinarse con su ger a Ulán Bator, sin agua ni cloacas. Muchos terminan trabajando en la minería de oro y carbón con la salud malograda. A algunos les va bien y equipan su tienda urbana con horno microondas, lavarropas y Playstation.

La sedentarización y la falta de trabajo llevó al 11 por ciento de los hombres al alcoholismo. Medio millón de personas emigraron a la capital y aparecieron niños de la calle viviendo en caños subterráneos en invierno, por donde pasa agua caliente. La inmigración hacia la capital implicó una pérdida de calidad de vida, que allí resulta cara: ya no producen su comida ni la bosta de yak que los calentaba en el ger. Gastan una bolsa de carbón por día. Esto genera durante medio año, que cada día en la capital haya 300.000 chimeneas de gers nublando el cielo: el aire se vuelve irrespirable.

Cuando muchos de esos nómades sedentarizados se arrepienten, ya no hay marcha atrás. Antes de abandonar la libertad de la estepa, vendieron su poco ganado a ciertos nómades que se enriquecieron de esta forma y devinieron en una suerte de terratenientes sin tierra con miles de cabezas.

Solo una mirada etnocéntrica pensaría que los mongoles eran menos evolucionados por no haberse sedentarizado. Sucede que en esa zona de Asia central la tierra solo da pasto y el exceso de nieve no permite sembrar: el rebaño obliga a una eterna deriva. Urbanizarse es para la mayoría de ellos una derrota, pura pérdida.

A mediano plazo Mongolia tiende a la desnomadización. Esto no significa que la cultura nómade vaya a desaparecer: continúa en la ciudad, de otra forma, así como los mapuches siguen siendo quienes son. Quizá en medio siglo, esa vida como intermezzo ya casi no exista. Pero Mongolia seguirá conteniendo una de las culturas más singulares de la tierra que, como las demás, vive en cambio constante redefiniéndose.

Mongolia se independizó de China en 1911 bajo el régimen teocrático del Buda Viviente y con la protección de la Rusia zarista. En 1919 sucedió la revolución comunista y pasaron a la órbita soviética, que protegía a la vez que controlaba. Hoy la política de Mongolia busca acercarse a Occidente para reducir la dependencia de Rusia y China. El 90 por ciento de las importaciones mongolas viene de China y hacia allí va el 86 por ciento de las suyas (en especial carbón). En los últimos años hay un crecimiento del PBI por la minería de oro, cobre, hierro y uranio.

Mongolia depende también de Rusia que le suministra electricidad y diésel. Su gobierno es uno de los pocos que no condenó la invasión a Ucrania. El país se distanció de su pasado al desmontar estatuas de Stalin y Lenin, pasando a erigir las del héroe nacional Gengis Khan: Mongolia le rinde culto en estatuas y en sus olimpiadas nómadas donde compiten en lucha, tiro con arco y carreras de caballo de larga distancia.

Hace 817 años, aquel hombre de vida nómade unificó clanes en la estepa y fue nombrado “Amo del Universo”: Gengis Khan. Acto seguido, conquistó casi el “mundo entero” de la época a lomo de caballo, un imperio desde las costas chinas hasta orillas del Danubio, duplicando el área del Imperio Romano. Ese héroe épico hoy adorado en altares religiosos y en la plaza central, creó el concepto de “guerra relámpago” exterminando al 30 por ciento de los habitantes de su imperio. Pero no es esto lo que reivindican de él: lo ven como símbolo de una cultura jaqueada. Casi nadie debe estar pensando en revivir aquellas conquistas: simplemente cimientan con este culto una identidad en crisis encerrada entre dos potencias.

Es probable que por siglos, muchos mongoles en Ulan Bator vayan a mantener impecable su ger en el fondo de casa o empacado en el placar. Difícilmente perderán su vínculo con la estepa: los rodea por todos lados. Y seguirán yendo hacia ella. En su gran vacío plano sin árboles, se configuró una cultura milenaria cuya lengua no diferenciaba las palabras “hombre” y soldado”: se era los dos a la vez. Hoy soldado se dice “tse-regg” y hombre “eregtey hun”. El espíritu guerrero quedó atrás, pero perdura esa inercia viajera que les resulta doloroso detener. Este pueblo práctico aun hoy puede desarmar su hogar en media hora y rearmarlo 100 kilómetros más allá, dos días después. Y se siente heredero de la gran horda mongola que rompió el invicto milenario chino. Hoy Mongolia está en cambio y en crisis, económica y de identidad. Aferrarse simbólicamente a su figura histórica, les otorga un poco de tranquilidad.