Silencio, que no es silencio, un montón de

bocas como parlantes saturan el aire.

Mis hermanos, Willy, Pablo, Bocha y Raúl:

Los Tipitos

 

Hace mucho que no escribo para el diario, así le digo yo a Página: EL DIARIO. Suponiendo que el EL supera con creces a EL GRAN ¿no?

Pero me pasó algo hace unos días con una querida amiga que cerró otra vez esto que solo funciona así, cuando se da, cuando viene. Pasó que me contó algo en realidad, algo de apariencia trivial. Como una broma. La anécdota de cómo un pibe la conquistó en un boliche mostrándole la foto de su pija. Si bien, era bien desarrollada, no supe qué decir, ni cómo reírme, o si debía reírme. No soy un pacato, pero sentí que de tener que elegir casi preferiría serlo. 

Lo otro fue que alguien, un militante del PRO (¿se dice militante o milico. en este caso?) dejó un comentario en Facebook, bajo la foto de mi hijita, deseándole una terrible enfermedad. 

Más allá de que me odian, por mi manifiesta ideología cristinista, que dicen que Ferraresi me baja millones todos los meses (Jorge alguna vez pagame el taxi, porfa) por mi apoyo verbal, y estoy acostumbrado a que me puteen. La estocada llegó. Y las dos cosas juntas: anécdota de mi amiga y mensaje de Mengano (casi pongo Menguele) lograron hacer que la oscuridad volviera a hacerme sentir el más profundo de los desamparos: la duda de que tal vez esto ya no valga la pena. 

Desde que tengo una hija mujer estoy más sensible, no sé. Y estas dos cosas tocaron algo tan sagrado que quedé como hombre mirando al sudeste. A mi amiga no le dije nada, al tipo éste le contesté. 

“Mirala bien hermano”, le dije, “Viste lo hermosa que es, necesitás ayuda”.

Nunca respondió, más vale. Odiar es como tomar veneno y sentarse a esperar que el otro se muera. 

Me recompuse, pero cerré mis dos cuentas de Facebook y la de Instagram. Este deseo perverso, a fin de cuentas, me abrió más los ojos. No tiene sentido, me dije, exponerme así escribiendo en un lugar que, ahora sí, poco vale la pena. Que más parece un archivo de la CIA que una inocente carpeta de amigos y retratos de myself.

Entonces: ¿self o no self?... NO SELF, carajo.

Pero la manija siguió, y acá me tienen a las 4 de la matina: escribiendo para que la escritura me explique ¿Cómo y cuándo fue que todo se mezcló tanto? ¿Cómo y cuándo fue que la mentira se asumió como válida, como un paso necesario hacia los buenos actos, hacia la construcción de una vida moral? ¿Cómo y cuándo fue que el anonimato nos autorizó a decir atrocidades, a mirar la foto de un ángel de la tierra y desear su muerte, desearle el dolor? ¿Cómo hace un tipo así para asociar esa palabra que no voy a escribir a la foto que vio? ¿De qué trabaja? ¿Quién le hizo el psicotécnico, Hitler? ¿Cuál es el límite de esta supuesta libertad de decir y hacer cualquier cosa detrás de un perfil de computadora? ¿Cuándo un muchacho de cualquier edad perdió el pudor frente a una mujer? ¿Cuándo esa mujer festejo el impudor, o se distrajo tanto? La respuesta se me hace claramente posible: cuando todo eso dio resultado inmediato, cuando la satisfacción personal se priorizó sobre la satisfacción común. Sencillamente cuando el Nosotros se transformó en Yo. Cuando el neoliberalismo, que es la jungla contranatural que inventaron los capitanes de la industria y que administraran sus hijos egresados de la Uadem, confundió la libertad con el sálvese quien pueda. 

Sumado a lo de mi amiga el embrollo era grande, y ahí recordé a Rolando. Igual que Kung Fu cuando estaba metido en un quilombo, pensé en mi maestro Shaolín de Sarandí, solo que en vez de arroz y agua este tenía una muzzarella de los Tres Ases con un vaso de moscato Crotta.

Y acá el recuerdo:

Una vez Rolando me encontró con la chica que yo pretendía como novia. Yo le había invitado una cerveza, la tomábamos del pico en la puerta del club Brisas. El nos vio, la saludo a ella, y como si yo no existiera (Rolando te ignoraba cuando se enojaba con vos), le dijo.

–Venga señorita, yo llevo el licor (por la cerveza)

Ella lo siguió y yo los seguí. Puso la botella en una mesa, fue hasta la barra trajo una rejilla y dos vasos. Limpió la mesa, sirvió en los vasos y le acomodó la silla a ella. No me miró ni una vez.

–Usted sólo acepte una copa si el energúmeno que la corteja hace todo lo que yo acabo de hacer.

–Recién ahí me miró.

–Así se comparte una cerveza con una mujer –dijo.

No dijo dama, ni señorita. Rolando era exacto para las cosas importantes. Dijo mujer. Esa palabra enorme que solo los falsos amables y machistas amanerados a la hora de la conquista reemplazan por las otras dos. En los peores casos usando diminutivos.Yo, un poco enojado lo quise desafiar.

–Y ¿me podés decir por qué tiene que ser así?

Rolando lo dijo.

– Porque así está bien.

Le dije que tenía razón, me disculpé con María Fernanda. Y luego tiré un reclamo a mi ídolo:

–No hacía falta ignorarme.

–Te maté con la diferencia, nada más.

–Con la indiferencia, querrás decir.

–Eso no mata a nadie, querube, mucho menos en los tiempos que corren. Yo te maté con la diferencia. Y no me costó nada: un trapo, dos vasos y un acto de gentileza sabidamente inútil. Hermoso.

–Arrimarle la silla.

–No, eso se cae de maduro, hablo de no arrastrar la silla al arrimársela a la chica. Acordate porque no voy a estar todo el tiempo al lado tuyo: el silencio es el sonido de la cortesía.

Y se fue.

Dios mío. Pensé en mi amiga. Sin juzgar traté de ver el lugar en el cual se ponía. Otra vez sentí el desamparo. Suspiré, Rolando se murió justo a tiempo, pensé. Porque le habría llevado una vida señalar el camino de esa supuesta foto hasta el detalle del sonido de la cortesía. Y tal vez, hasta él se habría quedado sin respuestas. Pero se murió a tiempo.

Justo a tiempo, querido Rolando.