Esa parte del trayecto era conocida. Después del mojón del km 84, salir de Panamericana hacia la derecha, rotonda de Zárate, los puestos de carnada, los dos enormes puentes sobre los dos ríos. El Paraná de las Palmas, inofensivo allá abajo, la corriente apenas rizada, un par de botes al garete. Después el Guazú, más ancho, más adivinable en su incansable camino hacia el Río de la Plata. Ese curso me cambia de provincia, ahora estoy en Entre Ríos, muchas veces navegué por él y por el Bravo hasta Villa Paranacito. Pero no esta vez; mi destino es aguas arriba, mucho antes de que el único Paraná se divida a la altura de Baradero en eso que llamamos Delta.

Voté hace un rato; mi mesa en la Universidad de Palermo tenía más de diez candidatos (quiero decir: votantes), ninguno en la de al lado, esas injusticias del azar. Después, con esa extraña paz que regala el haber cumplido, subí al auto y busqué la ruta. Mil cien kilómetros al norte me espera mi querido amigo Sergio. Vive desde hace algunos años en Presidencia Roque Saenz Peña, la segunda ciudad del Chaco. Sólo su plasticidad explica que haya podido mudarse desde Salguero y Corrientes a esa lejanía. Necesito su amistad, los énfasis raros que se le pegaron en dos o tres países, el estoicismo sobrenatural con que enfrenta la vejez y la muerte.

Después de Ceibas me mantengo en la ruta 14. He mirado con atención un viejísimo mapa/almanaque que está clavado en la puerta del baño de mi negocio y me resultó evidente que conviene esta ruta hasta que empieza Corrientes, después de Chajarí y que luego deberé buscar Mercedes, puerta de entrada a los esteros y sede de la fe en el Gauchito Gil.

Miro los humedales de la llanura entrerriana y confirmo, una vez más, la imposibilidad del horizonte (¿una superstición de Galeano?), incluso cuando recorro la planicie pampeana; un grupo de árboles, un ranchito, unos médanos, cosas que atentan contra la posibilidad de vislumbrar ese límite difuso entre la tierra y el cielo. El horizonte sólo es posible cuando se mira desde el mar, o un casi mar como el Río de la Plata. Ver, desde la costanera porteña, los barcos que se desplazan por el canal Mitre, buscando la boca del Paraná de las Palmas, me ha dado la pauta de que el horizonte, si es que existe, está a unos quince kilómetros, después, la curvatura del planeta se impone a nuestras curiosidades.

Mi afición por la pesca me ha ubicado en la posición opuesta, se podría decir que he mirado Buenos Aires desde el horizonte. O desde más lejos aún, porque el GPS me marcaba que el arroyo en la orilla cercana era el San Juan, residencia habitual de los presidentes uruguayos. Antes, mientras me alejaba por Playa Honda, veía el borde espejado de la ciudad. Esto es un privilegio posible sólo desde el Este, cualquier otra perspectiva nos veda esas siluetas de cristal, nada termina ni empieza. Por tierra, la ciudad se va debilitando hasta que nos sorprende estar en el campo, y eso sucede después de 50 o 60 kilómetros. Algún demiurgo puso el Río de la Plata para que Buenos Aires no sea infinita.

Para dividir el viaje, hice noche en Curuzú Cuatiá. Sólo un chamamé hasta ese momento. Un hotel enorme, antiguo y baratísimo que tiene un aljibe en el patio. La avenida que me devolvió a la ruta atraviesa las varias manzanas de un regimiento y de un hospital militar. Otros tiempos. Cerca de Mercedes los verdes empiezan a estar salpicados por manchas rojas. Si saliera de la ruta vería el santuario del Gauchito, pero no lo hago y pronto quedan atrás construcciones demolidas y ese montón de gente que va a pedirle cosas al santón. También le piden a otro que vislumbré a la vuelta, San La Muerte. Llego a Corrientes capital, cruzo el tercer puente enorme y esquivo Resistencia por una ruta que me permitirá abrazarme con mi amigo, unas dos horas después.

He buscado en las FM locales alguna que enganchara con las AM conocidas de Buenos Aires. Busco a Víctor Hugo pero no lo encuentro. Parece que el campeón del día anterior ha sido Milei, cosa que casi no me sorprende. “La democracia es una superstición basada en las estadísticas”, parece que alguna vez dijo Borges, aunque algunos remplazan la palabra superstición por abuso. Coincido en esto con el maestro, jamás he creído que el pueblo tenga siempre razón (Menem, Macri, Trump, Hitler sin ir más lejos). El voto sólo nos informa qué prefiere la mayoría y la pone en el poder. “Una persona que trata de hacerse popular para todos, parece no tener vergüenza”, dijo también el autor de El Aleph.

No hablemos de política, me advirtió Sergio mientras me acomodaba en su linda casa de soltero (tiene esposa y una hija pero por ahora viven en otra vivienda, a la que va de noche y donde duerme). Sabe que el resto de los pescadores con los que iremos a Empedrado parecen más libertarios que peronistas. No son ricos, pero las palabras comunista o izquierda no está en sus diccionarios.

Se dejaron estar con la reserva de cabañas y no hubo más remedio que dos carpas. Una tortura que no preví. Willy, un profesor de contabilidad de cincuenta y pico, Sergio y yo ocupamos una de ellas. Sin luz interior, sin mi querida radio portátil, embutido en una bolsa de dormir prestada, la mañana nos sorprendía, a mí y a mi querido amigo, en cuatro patas tratando de incorporarnos al mundo exterior. La intimidad nocturna me tentó a preguntarle al profe por quién había votado. Milei, susurró desde su bolsa, necesitamos un cambio. Quedamos callados, había que madrugar.

El agua nos está llegando a los tobillos, murmuró Sergio. El profe maniobraba con la lancha y no podía escuchar a los dos que ocupábamos la proa. Miré el piso seco de la lancha y mi entrecejo dibujó una pregunta. El país, el mundo entero es el Titanic –continuó-, somos los músicos de esa orquesta que seguía tocando mientras el barco se hundía. Nosotros también, amigo, ¿acaso bajamos de la Sierra Maestra?, ¿asaltamos algún palacio de invierno?, ¿supimos callar ante la tortura? No. Sólo sabemos enojarnos frente a una partitura que no nos pertenece pero que respetamos a pie juntillas. Todos, hasta vos y yo, que somos humildes ejecutantes de platillos y triángulos.

El sol y el río nos acariciaban. La vida no era tan mala. El Gauchito Gil nos protegerá, le dije.

 

El profe apuntó la lancha a unos carrizales.