De repente el parabrisas de la F-100 amarillo mate de Chiquitín se convirtió en una pantalla desde la que el cielo parecía más grande. Una pintura imponente bosquejada por una de esas tormentas que de la mano del verano llegan a la Pampa (y me refiero a la región, que como bien me enseñó Marta Enrique en quinto grado, es mucho más amplia que la provincia). Capas de nubes y nubarrones más altos que anchos de diferentes tonalidades de grises, de azules claros, profundos, celestes. La naturaleza mostrándose y expresándose indomable exactamente encima de la tierra que los seres humanos supimos domesticar, amenazando como una madre que viene al rescate de su cría. Urano reclamando a Gea.

La pantalla se pixela con las primeras gotas que se mezclan con la tierra. Por un instante, la greda hace rotar lateralmente a la F-100 y Chiquitín, un hombre mayor, de vida dedicada al campo, se asusta durante los dos segundos que le lleva retomar el control. Yo no. No sé si por una cuestión de roles, de no permitirse sentir el miedo que ya manifestó alguien con quien compartimos circunstancia, o por mera inconsciencia como la vez que muchos años antes, siendo un niño, el 504 celeste con el abuelo al volante dibujó una tremenda S en ese mismo camino en donde ahora estamos huyendo de la tormenta. Al primer tractor sin luces no sé cómo hizo pero lo esquivó justo cuando lo tenía encima, pero para el segundo no tuvo reacción. El tío Sergio le manoteó el volante y lo giró para la derecha. En vez de frenar, Gastaldo se puso nervioso y apretó el acelerador obligando a mi tío a girar el volante drásticamente dos veces más cuando nos precipitamos primero a una cuneta y después a la de en frente. Todo el resto del camino ahogamos, y no tanto, una risa cómplice con mi primo mientras mi abuela y la tía Tota, mamá de Sergio que aún vivía, nos retaban como forma de neutralizar el terrible cagazo que se habían pegado.

El campo y la previa de las tormentas. El campo pegado al pueblo, como parte del mismo, conteniéndolo, afectándolo. Dos casos de mielitis en un pueblo de dos mil habitantes. Para mí que es el ayudín que le tiran a la soja.

Así es el cielo en el pueblo. Ininterrumpido. Apenas arañado por antenas que hoy sirven de punto de encuentro a las palomas en otoño. Disponible a la vista todo el tiempo, no demanda, para ser apreciado, ganar la terraza de ningún mamotreto de cemento desde la cual llama más la atención la visión de un ejército de gigantes irregulares como los Titanes que lucharon del lado del tiempo. Con los pies en la tierra se divisa todo. Arriba ese cartón pintado infinito y abajo la infinita Pampa, que es un paisaje más, a la par del cerro Siete Colores y los fiordos noruegos. Un mar de tierra. El laberinto perfecto. Y con esta metáfora caigo tranquilamente en el robo. Malo como ese primer hurto infantil en la cooperativa. Compró uno, robamos tres, fuimos nueve. Creo que nos tuvieron lástima y la dejaron pasar.

Yo de ahí seguí con una carrera de delitos menores que incluyeron un peine, medias para mi hermana bebé, un palillero, una muestra gratis de enjuague bucal Plax y demás cosas a las que nunca les di uso. Por el riesgo nomás.

Me sigue gustando robar cosas pequeñas en ámbitos notoriamente prósperos, como la literatura borgeana o esa fiambrería a la que suelo ir a comprar queso y en la que retomé, sin querer, el choreo. Un maple de huevos astutamente guardado en cinco hueveras que fueron a parar a mi mochila por una cuestión de comodidad y al llegar a la caja no fue reclamado por la cajera que de tan cortés sólo cobra lo que uno muestra o de tan visual, sólo cobra lo que ve.

Como dije antes, por el riesgo nomás. Hasta que me salga mal. O por qué alguien compraría, con su hermana, un par de cosas en el freeshop del aeropuerto de Lima para regresar a la zona de góndolas y, tras advertir que no existe ninguna línea de alarmas ni cámaras a la vista, introducir en una de las bolsas un Toblerone de medio metro con una escala de ocho horas por delante. Yo estaba tranquilo. Tenía mi defensa preparada. En caso de que las fuerzas de seguridad vinieran a reclamarme el hurto yo les diría: “Ustedes deberían estar atentos a que alguien quiera pasar droga o meter una bomba y no a si alguien se lleva de recuerdo un chocolate de ocho dólares. Esto es una vergüenza”.

Horas más tarde, mientras saboreaba el robo en ese chocolate con la misma forma de las montañas que ya habían quedado atrás, vi montes manchando los llanos que imaginaba infinitos. Una manta de verdes claros y oscuros tejida con punto agropecuario y la prolijidad geométrica que da la altura. De repente la ventanilla del Boeing 747 color blanco se convirtió en una pantalla desde donde la pampa parecía más chica.