Del estado de alerta en las horas previas a las elecciones, el gobierno pasó a un ataque de euforia y a una sensación de impunidad que inunda el clima político argentino. Estaba claro –fue señalado en esta columna el día mismo de la votación– que la importancia central del resultado electoral no consistía en sus consecuencias institucionales, o en el anticipo de sus posibles consecuencias en octubre, sino en el mensaje político que esas elecciones emitieran. El macrismo trabajó intensamente tanto en evitar un resultado electoral claramente adverso, como en construir una interpretación propia de ese resultado. La inolvidable noche electoral del 13 de agosto fue la puesta en escena de ese proceso de construcción. Y sus consecuencias empezaron a verse en las horas siguientes. En la CGT se desarrolló pocas horas después el intento de sus sectores más conciliadores de borrar del mapa la movilización anunciada para el pasado martes; esa decisión hubiera significado ni más ni menos que la convalidación sindical de la interpretación macrista de la elección. El vergonzoso operativo político-judicial contra el juez Freiler –que contó con la estelar participación de los jefes de dos de los tres poderes del estado argentino– es una manifestación de cómo entendió Macri el resultado. “Entendimiento” no alude a una comprensión racional de los números, sino a un postulado táctico–estratégico: hay que comprender lo sucedido como un triunfo drástico y como la llave para destrabar los obstáculos políticos del rumbo neoliberal adoptado. 

El macrismo se orienta hacia una práctica cada vez más autoritaria. Se acumulan las pruebas en ese sentido; la actuación de la ministra Bullrich ante la desaparición forzada de Santiago Maldonado es tal vez la más elocuente: las leyes, los organismos internacionales e incluso los hechos ampliamente comprobados parecen no interesarle mayormente a la ministra que parece estar segura de su absoluta impunidad. La fórmula preelectoral del macrismo hacia octubre parece combinar un fuerte impulso “estacional” a la obra pública, un intento de aminorar el mal humor popular (hasta que votemos podremos mirar el fútbol por televisión y pagar las tarifas de los servicios en cuotas), con una escalada intensa de agresión a las oposiciones políticas, sindicales y sociales. Parece ser el momento elegido para avanzar en una batalla cultural sobre qué país somos y hacia dónde tenemos que ir. Algunos dicen que hay una novedad histórica en el macrismo; es perfectamente aceptable, todo acontecimiento político –en este caso la conquista por la derecha del gobierno a través de la vía electoral– produce una novedad. Lo que es decididamente inaceptable es que lo nuevo esté en el libreto que organiza la política. Sus temas son los de siempre: la modernización argentina significa postergación de los trabajadores, debilitamiento de la industria nacional, entrega de los recursos naturales, endeudamiento ilimitado, represión de la protesta, flexibilización laboral, desregulación general de la economía. Todo envuelto en el gran recurso retórico de proponer este rumbo y sus consecuencias como una “transición”, después de la cual nuestro país se convertirá en Australia. Por supuesto el libreto reserva un lugar a sus adversarios ideológicos: el de la corrupción, el engaño, la violencia y todo cuanto una sociedad tiene que rechazar. Si hay un esfuerzo honesto por registrar los hechos históricos argentinos de por lo menos varias décadas a esta parte, la coherencia histórica del proyecto de los grupos dominantes no se puede ignorar. La realidad íntima de Cambiemos no está en los guiones que prepara Durán Barba, está en la roca dura ideológica del establishment local y global. Cada tanto lo actualizan la Sociedad Rural, IDEA y otras autoridades culturales de la nación.  

El ataque es contra la “diferencia argentina”. Esa estructura material y cultural que se empezó a construir a mediados de la década de los 40 del siglo pasado. En pocas palabras esa estructura podría definirse como industria nacional, trabajo digno, sindicatos fuertes, derechos sociales, estado activo en la redistribución de la renta. Eso es lo “antiguo” que vienen a destruir los “modernos”. Es la vieja querella, el empate hegemónico del que habló en su tiempo Juan Carlos Portantiero. Es la enorme dificultad histórica de las clases dominantes de destruir ese nuevo tejido, esa nueva conformación cultural de la Argentina, eso que Halperín Donghi llamaba “la larga agonía de la Argentina peronista”. Si hay algo central en el discurso del presidente es su obsesión por el mundo del trabajo. Extraña circunstancia: al movimiento obrero hace mucho que se lo da por desaparecido. Y se lo hace desde distintos ángulos; desde el protagonismo de nuevos colectivos sociales, desde la supuesta pérdida de peso de la condición asalariada, desde la burocratización de los sindicatos, desde la corrupción de sus dirigentes, desde la denuncia de “prebendas” para distintos sectores trabajadores, etc. Sin embargo, parece que la munición gruesa apunta hacia ahí. El debilitamiento del movimiento obrero parece haber sido colocado como la madre de todas las batallas. Es el reconocimiento de una verdad elemental y hace rato reconocida y estudiada: la de que toda la extraordinaria riqueza acumulada por los pequeños círculos oligárquicos del mundo tiene su fuente y su razón en el trabajo de los seres humanos. En esa capacidad de transformar el mundo material de acuerdo a un plan previo que es nuestra exclusividad en el mundo de los seres vivos.

La movilización del 22 finalmente tuvo lugar. Muchas serían las observaciones posibles de los problemas que afronta el mundo sindical argentino. Pero la sola realización, multitudinaria además, del acto de masas en la Plaza de Mayo es un triunfo del campo que enfrenta la política del macrismo. La idea de sobreponer un determinado resultado electoral a una protesta legítima de los trabajadores es claramente insostenible: un treinta y pico por ciento de los votos estaría autorizando cualquier atropello estatal en cualquier orden de las cosas. Lo que se está jugando no es eso. Hay una determinación gubernamental, fuertemente alentada desde los grandes grupos económicos de avanzar contra los derechos legales de los trabajadores y de reducir la intervención estatal a la protección de la libertad en el mercado de trabajo. En ese esquema no hay lugar para las convenciones colectivas ni para los paros de protesta, ni para la estabilidad laboral. Rige la libertad de mercado. Con la desocupación creciente como gran disciplinadora, se pretende alcanzar la meta de reducir el “costo laboral”, expresión moderna que significa lo que antes significaba aumentar el grado de explotación de los trabajadores y la tasa de ganancia empresaria.  

Claro que la cuestión no se reduce a una confrontación corporativa en la que el único trofeo que se lleva el ganador es una distribución más favorable del excedente económico. La cuestión es política y cultural. Es política porque lo que se disputa es poder. Es la distribución de poder entre diferentes fuerzas sociales. Hace unos años, cuando se desarrollaba el conflicto entre el gobierno y las patronales agrarias, el periodista Huergo del diario Clarín ilustró la cuestión como un enfrentamiento histórico entre la república verde de la soja y la de la cuenca Matanza–Riachuelo. El mapa de la elección bonaerense que ganó Cristina, con su drástica segmentación entre el Conurbano y las regiones agrarias es muy gráfico al respecto. Y lo político es al mismo tiempo y esencialmente “cultural” en el sentido de que se juega en la conciencia de las personas que habitamos este país. En este sentido, el gobierno tiene la pretensión de alcanzar un logro para las clases dominantes que no pudo alcanzar ni la dictadura que las fuerzas armadas impusieron en su nombre. En esos años de sangre y de plomo –en buena parte concentrado contra activistas sindicales y populares– no fueron destruidos la central obrera ni los sindicatos y no fue anulada la legislación laboral conquistada en las décadas anteriores. Claro que eso no significa que la dictadura no haya dejado secuelas. Y la principal de ellas es la que siguió al proceso de desindustrialización, de precarización y de debilitamiento de la fuerza de los trabajadores y sus representantes. Fue el crecimiento de una mentalidad individualista, “meritocrática” y antipolítica en vastos sectores de la población, que incluyen a su población asalariada. 

La moderna “revolución cultural” macrista tiene en su corazón el objeto de establecer la hegemonía de esa visión del mundo. Recurre para eso a un vasto repertorio de mentiras y manipulaciones. Pone a su servicio a lo más granado, lo más novedoso, de la industria de la colonización de la subjetividad individual. Por supuesto que eso no se contrapone con el empleo de formas más arcaicas de dominación como la violencia y la persecución. La suerte del proyecto cultural también se juega en los conflictos sociales y en sus resultados. Se juega en los reagrupamientos en el sistema político y en las organizaciones sindicales y sociales. Y está claro que la meta de esa revolución pasa necesariamente por el borramiento material y moral de la experiencia de los años de gobiernos kirchneristas. Con todas sus limitaciones históricas, esa época fue la de la recuperación de una cultura colectiva solidaria y patriótica, opuesta a la cultura de la concentración de la riqueza y el descarte de los seres humanos. El resultado electoral –el verdadero y no el precocido por el gobierno y los medios monopólicos– parece indicar que el objetivo de mandar esa experiencia al basurero está muy lejos de haber avanzado. Eso es lo que se seguirá jugando en los meses que faltan para octubre y también en los tiempos posteriores.