“A la amante del Dogo solo el

puñal del Dogo puede matar.”

Schiller

 

Es comprensible un sentimiento de susto y reserva cuando pronunciamos la palabra fraude. No se lo quiere soportar, ni adjudicárselo sin pruebas a nadie. Despojado de toda buena fama, si se reitera como vocablo acusatorio, puede generar indignación pero también descreimiento. En la historia política, nunca faltó en casi ninguna de sus jornadas minuciosas alguien que gritó “fraude”. Por eso su evidente gravedad institucional nos lleva a la prudencia de no querer pronunciarla sobre cualquier superficie de la realidad. No se lo puede imponer en cualquier circunstancia, al tuntún, en toda falla de alguna expectativa. A no ser que sea otro tipo de fraude. No numérico, siquiera informático, nada de la cambiadita de sobres o la perspicacia del fiscal avisado ante el fiscal distraído. 

Sería otra cosa, quizás una defraudación a partir del tiempo, las secuencias, los pulsos fugaces y los precarios momentos en los que transcurre el drama del comicio. El macrismo conduce tres temporalidades: la instantánea (el minuto en que detiene un cómputo), la de los 20 años (el ciclo necesario para extirpar el mal) y un siglo (la extensión de la deuda que gobernará todo gobierno, el gobierno de los gobiernos). Acaso se deba decir que hay manipulación sobre el tiempo, sobre el aparentemente trivial régimen horario bajo el cual transcurre una elección. Un fraude: poliédrico, es decir de muchas caras, El tiempo, en ver de ser lineal posee momentos esquivos, rostros cambiantes que se pueden manejar. O graduar, bajo cierto asentimiento social, porque está creado para eso. Se lo somete entonces a delicados instrumentales de creación de imágenes

 La tradición de sacralidad del voto, la del ciudadano autogobernado, con su capacidad de elección anticipada por sus cuerdas íntimas de reflexión –informativas, raciocinantes–, ya ha pasado a convertirse en una antigualla. La conciencia del voto, de larga raíz en las religiones y en la teoría política, se haya desprendido ya de la tradición de la autoconciencia, que gobernó de distintas manera los siglos de iluminismo y el romanticismo. 

Como se sabe, el fraude siempre fue una voz política con cierta  resonancia en la historia nacional, zona de espinas clavadas en un pasado no tan nebuloso, que no deja de estar emparentado con añejas picarescas, que según su tenor o su carácter sistemático, se les dedica cierta indulgencia o se las envía a la rutina de tribunales. Lo cierto es que el origen de esta expresión, fraude, es jurídico. Está en el centro del poder de las leyes para justificar el orden de las penalidades. Y como todo lo jurídico, surge remotamente de la misteriosa encarnación pasada en dioses y diosas específicos. En el derecho romano se encarnó en Fraus, y en la filosofía del siglo XX, menos con una justicia con ángeles y demonios, que con la mala fe sartreana. Aquí, la mentira se la hace uno a sí mismo y luego la conciencia, tiene que arreglarse para convivir con ella. En verdad, de allí nacen lo verdaderos nudos de la conciencia, su inercia o su calculada indiferencia. 

Los años 30 en la Argentina fueron denominados los del Fraude Patriótico. Expresión dura, fulminante y estentórea. ¿Servía para explicar toda una época? Sí y no. Sería muy leve de nuestra parte decir que por haber tenido ese momento histórico un conjunto de medidas regladoras de la intervención del Estado en ciertas materias económicas, deberíamos retirar la expresión de fraude. Se entiende. Pronunciarla parecería un gesto último, abismal, que tapa todo lo demás con una moralina. No es así. En aquellos tiempos del general Justo, concedamos que el historiador debería ver otros flujos significativos de la acción colectiva, no solo el fraude. Pero no se podría protestar a posteriori por la mantención de este nombre, e intentar extirparlo de la memoria para realizar solo el análisis de las implicancias sociales de cierta economía proteccionista que paradójicamente hubo en aquel tiempo. Toda época se monta en sus propias paradojas. Siempre habrá una imputación moral y siempre una estructura de hechos que ocurren, inertes y simultáneos a la tensa y oscura conciencia de los hombres. 

¿Pero es posible justificar el fraude? Lo que es posible es preguntárselo, porque la justificación siempre involucra un nivel de creación de valores superiores, imaginarios, algo bueno que para un grupo se obtiene solo haciendo algo malo. ¿Pensó así el macrismo esa noche donde poco a poco las urnas del conurbano, como si fueran una carrera de Leguisamo solo ante los nenes de la popular, se acercaba al pingo que parecía ganador? Ficcionales o fatuos, la creencia en una primacía esencial que lleva a justificar el dolo, hace posible que ciertos grupos humanos celebren sus fraudes sin autopunición moral. Había valores “superiores”. ¿No lo es acaso la Patria? Por eso el fraude, una acción que se sabe a sí misma como capaz de fracturar el contrato social –si lo adoptamos como análisis social– o quebrar la idea de Nación –si la aceptamos como numen de nuestras ansias–, sólo el pícaro no lo ve exigido de mayores explicaciones. Los grupos políticos con conciencia de perdurabilidad ininterrupta –el macrismo es evidente que lo es– recurren entonces a ingenios renovados.

El cese inopinado de la votación sin dejar entrever que Cristina puede ganar –se verá próximamente, si no nos espera otra augusta maniobra– tenía como motivo la sustitución de la fuerza del número (el aura dramática de toda elección) por la imagen del festejo que se sucede luego del número ya consolidado. Aquí no lo estaba. El banquete superior a la disputa. Señal de contemporaneidad, cierto que chata y oscura, La imagen del baile triunfal superaba la pereza de esos papelitos intimidados esperando que se los liberte en la urnas cancerberas, para lazar su callada opinión retenida entre cuatro paredes de cartón. ¿Esto es un Fraude? Lo es, pero hay que darle un nombre nuevo. Se sugirió fraude comunicacional, fraude icónico, fraude en el interior de los husos horarios, fraude ente la urgencia del baile frente a la aburrida espera de la revelación de las papeletas enclaustradas. El baile es superior como corporeidad vibratoria ente esos cuerpos enfilados de los fiscales y presidentes de mesa, buscando afanosamente con una regleta, algunos de los infinitos nombres de los electores. El censo frente a la fanfarria. 

Ahora bien. ¿Cómo es sentirse al margen de la ley? Un estadio vacío e indiferente en la civilización donde la ley sea algo inerte, que desprecia la interpretación porque ésta sin norma ya no existe. Su dignidad es cuando a la ley se la ve tensa, aceptando conflictos. Pero el macrismo, o como se llame –porque todos los nombre han quedado cancelados–, está al margen de la ley. Y no hay más nada que interpretar porque no hay legalidad. Hay husos horarios, que es una forma leve de la ley. Pero éstos se manejan. Los jueces quedaron reducidos a peritos que pueden a lo sumo debatir a qué hora ocurren las cosas.

Los horarios son una convención que parece establecida pero la reformulan los impuntuales. ¿Qué había descubierto Walsh en 1957? Que el lector de Radio Nacional había leído el decreto de Estado de Sitio luego de producidos los fusilamientos. El horario podría haber “legalizado” lo ilegal. El fraude ya no es burlar la ley; es burlar los husos horarios. Retener datos cuatro horas para que el paréntesis de la ley diga más que la ley. Llegamos a un punto en que La Nación –el diario que ostenta ese nombre– viene a defender ese bandidaje extremo, esa ecuación que nos lleva al homo lupis hominis, pero con todos los lobos encerrados en un bunker electoral, tomando champán, mirando las urnas inservibles. En la Provincia de Buenos Aires se cantaba “reloj no marques las horas”.

Ser macrista es un padecimiento. Los restos de legalidad, los movimientos sociales reclamando derechos, todos hacen sufrir al deseoso del desfibramiento completo del lazo asociativo, del populismo como un fantasma que derrotan en un lado y surge en el otro, como en “El perseguidor” de Cortázar. “Esto lo estoy tocando mañana”. La memoria, cuán perezosa pueda, mira hacia atrás y no encuentra nada igual en cuanto a desvergüenza cívica. El cinismo de los antiguos consistía en que la desnudez de la palabra, pegada al cuerpo no podía sino decir la verdad, El cinismo moderno goza en decir la verdad que encierra en sí mismo una forma de terror. Lo denunció muchas veces León Rozitchner.

¿Y ahora? Miren cómo puede escribir Fernández Díaz en aquel diario que mencionamos, que antes quizás no hubiera dejado pasar esta frase: “El triunfo del domingo, las picardías postelectorales, las demostraciones de fuerza y la perspectiva de que todo esto se confirme en las urnas de octubre los hacen dudar a algunos justicialistas clásicos, que admiran en otros las mañas propias”. Hace hablar a peronistas, el gran Otro, para confundirse con él, quedándose con el botín ya derrotado extraído de su lado más oscuro. Ese peronismo de las “picardías electorales” ha dejado su enseñanza o está ahora de lado de sus antiguos aprendices. ¿Lo derrotó el macrismo o asumió sus mañas? De esta manera se llama picardía al fraude y se lo absuelve porque fue invento de los “derrotados”. Si se absorbieron sus mañas, ahora se redimen los “vencedores” porque por fin la picardía está en buenas manos.

Y miren como escribe Morales Solá en ese mismo diario: “Un viejo peronista que vio a Mauricio Macri moverse durante y después del triunfo electoral del domingo advirtió otra derrota: ‘Ya no tenemos la exclusividad en nada. ¡Esto lo hacíamos sólo nosotros!’, se enfureció. Se refería al cierre del escrutinio en la provincia de Buenos Aires en la inquieta madrugada del lunes y a la suspensión del juez Eduardo Freiler en la tensa mañana del jueves. El Gobierno dejó a Cristina Kirchner sin los títulos de los diarios del lunes y aprovechó (y construyó) una ventana de apenas tres horas para conseguir una mayoría que eyectó de los tribunales al juez con peor fama de corrupto. ¿Cometió el Gobierno alguna ilegalidad? Ninguna, aunque con sus formas, hurgó los límites mismos de la legalidad”.  

Si se quiere Morales Solá consigue ser más explícito. ¿Quién habla ahí? ¿Quién es el peronista qué habla? ¿Alguien en verdad ha dicho eso? Ese diálogo imaginario le permite a Morales Sola aprobar que se “hurguen los límites de la legalidad”. Es el reino del eufemismo, que siempre caracterizó a este diario. Pero ahora hay más que eso. Han derrotado también al mitrismo, que en materia escrita, nunca llegó a tanto. Para terminar con sus propios fantasías sobre la diosa Fraus la han asumido enteramente. Así han roto en su propia conciencia ilegal. Aceptemos esta definición. El macrismo es un movimiento que se dedica a hurgar los límites de la ilegalidad. Lo dicen ellos. Quiere decir que estos articulistas también están buscando el nombre apropiado para un fraude de tantas caras, tan multifacético, y siendo más fino, tan poliédrico. El fraude no se hace, se hurga.