Se lo esperaba con la ansiedad de ver el gran final de una temporada magnífica, el cierre de una tanda de episodios que imprimió una nueva dinámica a la serie. Se lo esperaba, también, con la melancolía previa a una larga espera hasta el reencuentro con una historia monumental. Se lo esperaba, punto.

“The Dragon and the Wolf” pagó toda la espera.

El Muro cayendo pero sin música de Pink Floyd sino con un Night King a lomos del Flying Dead Viserion y su chorro de hielofuego azul, y una impactante horda de muertos saboreando el momento, fueron el moño perfecto para la séptima temporada de Game of Thrones. Aquí es donde terminan todas las intrigas palaciegas y las pujas de clanes: los muertos superaron el único obstáculo que los retenía más allá del Norte y vienen por todo, en total silencio y sin las dudas y tramoyas de los vivos. Hace seis años, en el debut de la serie, Ned Stark pronunció por primera vez la frase “Winter is coming”. El solitario copo de nieve en el guante de Jaime Lannister fue la prueba de que el invierno llegó hasta King’s Landing, y amenaza con quedarse.

El episodio más largo en la historia de la serie de HBO dejó tela para cortar como para matizar el extendido aguante hasta la temporada 2018. Fueron 80 minutos inolvidables, con un nivel cinematográfico ya naturalizado y con el combo que se hizo habitual este año, el balance ente escenas épicas y momentos de intimidad que permitieron el lucimiento de los actores. Porque GoT es un dragón barriendo con una pared gigante de hielo (¿Perdimos a Tormund y a Beric? ¿En serio?), pero también ese impecable reencuentro entre Cersei y Tyrion Lannister, mucho más que un pase de facturas entre hermanos que se detestan. La Reina fue una de las grandes protagonistas de la noche: solo un alma de cristal podía creerse su compromiso de luchar todos juntos y la supuesta retirada de Euron Greyjoy. Cersei es toda ella un cóctel de ansias de poder y venganza, y no puede sorprender su estrategia de “que se maten entre ellos y nosotros nos encargaremos de quien sobreviva”. El único sorprendido fue su hermano y amante; antes de la solitaria partida de Jaime al exilio –otro momento de serena, desolada belleza– hubo decenas de miles de espectadores conteniendo la respiración ante la amenaza de The Mountain a punto de cortarle la cabeza. Lo cual, hay que decirlo, abre algunos interrogantes sobre el final no televisado de esa charla: ¿Y si Tyrion sabe que su hermana no está dispuesta a cumplir lo prometido? ¿Cómo llegaron a un acuerdo luego de tantas recriminaciones?

La Reina fue también una de las jugadoras del encuentro cumbre en el Pozo de los Dragones, un escenario nunca antes visto, allí donde habían languidecido las últimas bestias de los Targaryen. La triunfal entrada de Daenerys en UberDragón no impresionó demasiado a Cersei (“Si algo sale mal, matá primero a la puta platinada”), pero aquella estúpida misión de Jon Snow al menos rindió los frutos de impresionar a unos cuantos con el muerto vivo, demostrando que hay cosas más urgentes que ver quién se sienta en el Trono de Hierro. Todo en ese largo pasaje tuvo la tensión necesaria: los encuentros entre Pod, Bronn y Tyrion y la mirada frente a frente de los Clegane; el diálogo sobre Arya Stark entre The Hound y Brienne; la bravuconada de Euron; el perverso interés de Qyburn en ese brazo muerto vivo, el acuerdo final... hasta que Jon Snow, que no puede con su manía de romper todo en el bazar, tiró abajo el frágil pacto. “¡Podrías mentir de vez en cuando!”, le enrostró Tyrion: señores Benioff & Weiss, maten a quien quieran pero por favor nunca, nunca nos priven del enano gigante.

(Por otra parte: si el buenazo de Jon hubiera dicho “no, no pueden nadar pero bueno, la semana pasada me mandé una cagadita y tienen un dragón que puede volar”, el acting de Euron, su Me-Dan-Miedo-Los-Muertos-Me-Vuelvo-A-Mi-Isla, hubiera caído como un castillo de naipes.) 

Pero quizá la mayor satisfacción de “The Dragon and the Wolf” no estuvo en esa cumbre de líderes sino en el paisaje nevado de Winterfell. Cuando todo indicaba que se pudría todo entre las hermanas Stark, Sansa y Arya armaron una parodia mucho más convincente que la de Euron y le dieron salida al más artero jugador de la serie. Bastó que el Cuervo de Tres Ojos citara textual su frase de traición a Ned Stark (Bran es el TVR de GoT: te liquida con el archivo) para que Lord Petyr Baelish entendiera que la suerte estaba echada: desprovisto de las artimañas que le permitieron transitar capítulo tras capítulo beneficiándose a sí mismo, por primera vez no le quedó más remedio que caer de rodillas e implorar perdón. Y entre los aullidos de satisfacción de la audiencia, Arya ejecutó una sentencia largamente esperada, la muerte más resonante del finale del domingo.

Lo demás, aun en el formidable envase de Game of Thrones, tuvo cierto regusto a telenovela: todos sabían que era solo cuestión de tiempo para que Jon golpeara la puerta del dormitorio de Khaleesi, y que eso sucediera a bordo de un barco agregó un poco de rancio romanticismo. Pero la genealógica revelación de Bran ante Samwell Tarly (la cara de “Ah, mirá vos” del gordo ante la frase “Ahora soy el Cuervo de Tres Ojos” fue de antología) abre unos cuantos interrogantes a futuro. Porque resulta que Jon Snow no es Jon Snow sino Aegon Targaryen, hijo legítimo de Rhaegar y Lyanna Stark, el “dragón y lobo” del título... y acaba de curtirse a su tía: conociendo su tendencia a los dilemas morales, es probable que eso le provoque algunas reticencias.

Tras siete episodios impecables, entonces, todas las piezas están dispuestas para la última partida. En el medio habrá que bancar un largo invierno de espera. Valar Morghulis.