Producción: Natalí Risso

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Peces gordos

Por Gonzalo Assusa (*)

Si Argentina recibiera un yuan por cada vez que una figura pública usa el proverbio del pez y la caña de pescar, la pobreza en el país hubiese dejado de existir hace tiempo. Actualmente un 30 por ciento de los hogares se encuentra bajo la línea de la pobreza y un 6 por ciento de la población activa está desempleada. Contra la creencia de una parte cada vez mayor de la ciudadanía, las familias pobres sí trabajan: lo hacen muchas veces sin remuneración alguna (sobre todo las mujeres) y lo hacen casi siempre sin el más mínimo acceso a derechos. Lo hacen incluso cuando buscan trabajo con desesperación: viven pescando en un estanque seco.

Desde que el siglo XXI comenzó en Argentina, podemos hablar de dos períodos: el primero entre 2003 y 2013, signado por el crecimiento económico, la redistribución progresiva y la sensible mejora del bienestar general de la población; y el segundo marcado por la restauración conservadora, la redistribución regresiva y la pauperización de la población en un contexto de aumento de la deuda pública y de inflación cada vez más desbocada.

Esa inflación, además, se distribuye desigualmente en la estructura social. Según un reciente informe de Ecolatina, por sus diferentes canastas, el 10 por ciento con ingresos más altos de la población sufre una inflación 4 puntos porcentuales menor al 10 por ciento más pobre. No sólo tienen más dinero y viven mejor, sino que además sufren menos de los aumentos. Como el virus de la pandemia, no hay calamidad que no reconozca la diferencia entre clases de personas.

El mercado de trabajo es protagonista de esta historia reciente en tiempos de inclusión, y también en tiempos de contracción. El achicamiento de las brechas de desigualdad y de la proporción de la población bajo la línea de pobreza se dio en un contexto de regulación estatal de las relaciones laborales, de fortalecimiento de las organizaciones sindicales y de aumento del empleo registrado. La etapa en la que la pobreza y la desigualdad vuelven a crecer al ritmo de la inestabilidad económica es coincidente con el período de estancamiento de la creación de puestos de trabajo formales en el sector privado, de debilitamiento de la estrategia política mercadointernista y de protagonismo de la economía financiera por sobre la economía real.

El nivel de aprobación que tienen explicaciones al estilo de “derechos que empobrecen” borra con el codo lo que sucedió en las últimas dos décadas en Argentina. Las y los trabajadores informales en nuestro país viven ya en el futuro posible: sin las “garras” del Estado regulador, son arrojados solas y solos a negociar en un mercado que nunca en la historia proveyó los derechos que han permitido que trabajadoras y trabajadores del sector formal tengan muchas más protecciones contra los embates y las inestabilidades de la economía. La evidencia histórica muestra que, en lo que va del siglo, la pobreza económica disminuyó con el avance de la construcción de derechos y con el robustecimiento de las instituciones públicas y las organizaciones colectivas, y aumentó con la erosión del Estado y de las condiciones ciudadanas del trabajo. El índice de salarios reales elaborado por el CEPA, además, muestra que desde marzo de 2019 los salarios no registrados perdieron 7 veces más poder adquisitivo que los salarios registados. Es la falta de derechos la que empobrece.

Cuando empecé a escuchar la frase del pez, la idea de “darles la caña de pescar” me sonaba a socializar los medios de producción. Si recordamos que no estamos ante una crisis de desempleo, tenemos la obligación de entender que la caña es como la pala: te mandan a agarrarla para mantenerte ocupado, pero eso no resuelve bajo ningún punto de vista el mecanismo asimétrico, injusto e irracional con el que distribuimos nuestros recursos económicos en la población.

Quizás venimos entendiendo mal el proverbio. Quizás el foco no esté en los pescadores. Porque pobreza y riqueza son parte de un mismo y único proceso: es la riqueza producida por todos y apropiada por unos pocos (es menos confuso hablar de elites que de casta) lo que genera desigualdad económica y empuja a una vastísima porción de la población a no llegar a estándares siquiera mínimos en sus condiciones de vida. Quizás el proverbio se trate del estanque, y salvarnos venga por el lado de organizar cooperativas y aprender a pescar peces gordos.

(*) Investigador del CONICET.

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Volver a crecer

Por Leopoldo Tornarolli (**)

El Indec informó, un par de semanas atrás, que en el primer semestre la proporción de población en pobreza superó el 40 por ciento, mientras que el porcentaje de personas indigentes creció para situarse por encima del 9 por ciento. Aunque dramáticos, ambos resultados eran esperables dada la elevada inflación y la reducción en el nivel de actividad. De hecho, una posible interpretación es que las subas fueron moderadas, en un contexto donde el valor monetario de las líneas de indigencia y pobreza subió todavía más que la inflación general.

Desafortunadamente, lo que ocurrió no es una particularidad restringida al primer semestre. Argentina ha sido incapaz de reducir sosteniblemente la proporción de población pobre al menos desde comienzos de la década pasada. Y eso tampoco sorprende: a finales de 2023 el producto bruto por habitante se va a ubicar en un nivel entre 8 y 10 por ciento más bajo que el que tenía en 2010. Ese retroceso económico es la explicación inmediata del deterioro en las condiciones socioeconómicas sufrido por los argentinos. Aunque no fue un proceso lineal, desde comienzos de la década pasada se hizo claro que para volver a crecer y reducir la pobreza era necesario resolver los desequilibrios macroeconómicos que se habían ido acumulando en el tiempo. Eso no ocurrió y, por el contrario, los problemas actuales parecen ser aún más complicados que los que existían en otros momentos del período. El creciente (y peligroso) nivel de inflación es un buen resumen de esos problemas.

Una interpretación usual es que los retrocesos en la lucha contra la pobreza son una consecuencia del empeoramiento distributivo. Sin embargo, los datos no avalan esta posición. Esa explicación puede servir para algún año en particular, por ejemplo 2022 donde el porcentaje de población pobre creció en simultáneo con la expansión de la economía, pero si el análisis se enfoca en un período más prolongado la conclusión es la misma que en el párrafo anterior: el problema principal es la falta de crecimiento, que a su vez es el resultado lógico de una economía caracterizada por numerosos desequilibrios y alta inestabilidad.

En gran medida, no se observó un deterioro distributivo significativo porque el mercado laboral conservó una dinámica que, aunque no se puede calificar de virtuosa, permitió evitar un salto mayor al observado en la tasa de pobreza. Especialmente en los últimos 2 años, y en un contexto de inflación creciente, la tasa de actividad mostró un importante crecimiento. Ese fenómeno estuvo asociado a que muchos hogares se vieron en la necesidad de enviar miembros adicionales al mercado laboral para compensar, al menos parcialmente, la caída en el poder adquisitivo del ingreso laboral de aquellos miembros que ya estaban ocupados.

A diferencia de otros períodos, el crecimiento en la tasa de actividad no se tradujo en un aumento del desempleo, al crecer la tasa de empleo lo suficiente como para evitar ese resultado. Sin embargo, y como es lógico en una economía tan informal, el crecimiento en la cantidad de empleo no fue acompañado por un crecimiento en la calidad de este y, en promedio, los salarios siguieron cayendo.

Las políticas sociales también jugaron un rol, particularmente en evitar una mayor suba en la tasa de indigencia, la que se ha mantenido por debajo del 10 por ciento los últimos años. Por diseño, la cobertura (en términos de cantidad de hogares beneficiarios) de la asistencia social crece juntamente con la suba de la pobreza, por lo que es normal observar ese movimiento simultáneo en la pobreza y el gasto social. Sin embargo, la elevada inflación deteriora el valor real de los beneficios y prestaciones sociales, lo que afecta la capacidad de la asistencia social para mitigar las situaciones de pobreza en el corto plazo.

En los próximos años, los beneficios en términos de reducción de pobreza e indigencia que pueden traer mejores políticas sociales y/o laborales van a ser menores frente a los beneficios que puede traer una estabilización de la economía. Ello no implica que aquellas políticas no puedan mejorarse, hacerse más eficientes y enfocarse más en la promoción y la movilidad social. Sin embargo, la experiencia de los últimos 10/12 años indican que no hay gasto social que alcance en una economía estancada y con elevados niveles de inflación. Quién nos gobierne a partir de diciembre debe resolver ese problema y generar las condiciones necesarias para que, más tarde que temprano, Argentina pueda volver a crecer y reducir la pobreza.

(**) Investigador de CEDLAS