“Un kitsch engañoso de la factura más barata”, escribió indignado el crítico del diario alemán Die Welt el 31 de octubre de 1972, días después de la emisión del primer capítulo de la serie de televisión Ocho horas no hacen un día, de Rainer Werner Fassbinder. Para otros críticos, en cambio, la audiencia alemana estaba frente a un producto revolucionario, “un riesgo útil”, como opinó en ese entonces otro desde las páginas de Die Zeit. Pero, ¿de qué trataba esa serie de televisión que generó debates tan encendidos desde el minuto uno, que llegó a alcanzar cuotas de encendido del 60 por ciento y que fue levantada al quinto capítulo, tres antes de los ocho originalmente pautados? 

Ocho horas no hacen un día fue la primera serie familiar proletaria de la televisión alemana, copada hasta ese entonces por producciones que ponían a familias de clase media y sus costumbres pequeñoburguesas en el centro de la escena. Y llevó la firma y la dirección de Rainer Werner Fassbinder, uno de los principales exponentes de lo que ya se conocía como “nuevo cine alemán”: una figura polémica y rupturista cuyo espíritu sintetizó alguna vez de forma magistral en una entrevista una de sus actrices fetiche, Hanna Schygulla, al describirlo como un “Bürgerschreck”, un espantador de burgueses.

“Las series familiares de esa época no tenían nada que ver con los trabajadores, eran telenovelas. Trataban sobre médicos de familia, no sobre personas que van todos los días a trabajar, ganan poco dinero y son idealistas. Eran series sobre un mundo ‘sano’”, cuenta a PáginaI12 desde Berlín Juliane Lorenz, montajista de varias de sus películas y última pareja sentimental del cineasta hasta su muerte en 1982, a los 37 años. Como presidenta de la Rainer Werner Fassbinder Foundation (RWFF), fue  responsable –junto al MoMA de Nueva York– de la restauración de la serie que, con la colaboración de Goethe Institut, se podrá ver desde el sábado en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín tras su reestreno mundial en el marco de la Berlinale, a principios de año. En Alemania nadie la había vuelto a ver desde su paso por la televisión. En Argentina y en todo el continente americano es completamente inédita. 

Ocho horas no hacen un día se emitía los domingos por el canal público Westdeutscher Rundfunk (WDR) a las 20:15, aunque con una distancia de un mes entre un capítulo y otro, cada uno de los cuales duraba alrededor de hora y media. Por el alcance de la señal, se llegó a ver incluso en la antigua Alemania del Este. “Cuando daban la serie las calles en Alemania quedaban vacías. Nunca nadie había visto algo igual”, apunta Lorenz. 

Mujeres fuertes

Al igual que en otras “Familienseries” o series familiares de la época, en Ocho horas no hacen un día también hay una familia en el centro de la escena. Esta, que vive en Colonia, está conformada por un padre medio borrachín y calentón, Wolf (Wolfried Lier, al que se ve casi siempre despotricando a los gritos), una madre de delantal de cocina perpetuo y   paciencia de teflón, Käthe (Anita Buchner), y una abuela, llamada a secas Oma (Luise Ullrich), que acaba de cumplir 60 y, lejos de pensar en sentarse a tejer bufandas, se levanta a un novio en un banco de plaza al que presenta a todos como su “amante”, Gregor (Werner Finck). A ellos se suman los dos hijos del matrimonio Kröger, Monika (Renate Roland), que ascendió en la escala social casándose con Harald, un señor de traje y corbata que se dedica a repartir cachetadas entre ella y la hijita de los dos (interpretado por el actor y director artístico Kurt Raab) y Jochen (Gottfried John), el héroe fabril de la serie, operario en una planta que produce piezas de maquinaria.

Durante una breve salida para comprar más alcohol para el cumpleaños de la Oma –a la que, dicho sea de paso, y al igual que a casi todos los personajes, le gusta empinar el codo bastante seguido–, Jochen conoce a Marion (Schygulla), que trabaja en la oficina de clasificados de un diario local. Como en cualquier telenovela, el flechazo de la pareja protagonista es inmediato y en este caso tan contundente que Jochen la lleva esa misma noche a la reunión familiar, donde todos quedan encantados con ella. Sin embargo, detrás de sus perfectos rulos rubios y su sonrisa angelical, Marion alberga una lengua filosa con la que cuestiona todo lo que la rodea, como cuando piensa en voz alta que tiene que haber una forma de hacer plata trabajando en algo que a uno realmente le guste. Es una chica de clase media con resto como para soportar los dardos venenosos que le lanza su compañera de oficina Irmgard (Irm Hermann), que le recomienda buscarse un novio que no se ensucie las manos trabajando y “no se vaya a mamar todos los viernes a la noche con lo que cobra”, pero también lo suficientemente avanzada como para proponerle a su amado Jochen que la lleve a un bar de striptease a ver mujeres desnudas.

Otra figura femenina fuerte es, sin dudas, la Oma, interpretada por la Ullrich, ex estrella de los estudios UFA. La Oma de Ocho horas no hacen un día aboga por el transporte gratis para todos, asegura que cuando algo es muy caro hay que rebelarse y, después de pelear el alquiler como una fiera, sentencia: “El mundo es una selva. Pero sólo los carneros más tontos eligen su propio carnicero”. 

“Le hubiera deseado a mi abuela que se me hubieran ocurrido Oma y Gregor o algún otro 20 años antes y que mi abuela los hubiera visto”, dijo alguna vez Fassbinder. “Quizá así hoy en día no votaría a los democristianos y estaría ocupada en algo más que en su propia muerte”.

Clichés y rupturas

Como en cualquier telenovela, en Ocho horas no hacen un día también hay música de violines cuando los amantes se besan, casamientos y cumpleaños con valses improvisados en el living e incluso algunos pasos de comedia de enredos, como cuando Jochen termina empachado de repollitos rellenos (según Lorenz, el plato preferido de Fassbinder) después de que, en una misma noche, lo invitan tres veces a comer lo mismo. 

Pero es evidente que hasta ahí llegaban las convenciones: en todo lo demás, Ocho horas no hacen un día no se parecía en nada a las series que los alemanes habían visto hasta ese entonces. Y eso se debió no sólo a la libertad con la que Fassbinder abordó temas como el sexo o la desnudez, sino también a que la serie trascendía el ámbito privado de la familia y transcurría en gran parte en la fábrica, donde Jochen y sus compañeros cuestionaban el statu quo preguntándose si el régimen de producción al que eran sometidos era justo o trataban de imponer con medidas de fuerza a uno de los suyos como capataz.

“Sus personajes se diferencian de lo que uno se imagina como un trabajador. Fassbinder no quería mostrar a los trabajadores como era quizá su rutina, es decir, gris y triste. Eso sólo hubiera confirmado el estado de las cosas”, señala Lorenz. “La idea era más bien que los espectadores se identificaran con sus personajes y se enteraran, de esa forma, de qué posibilidades hay cuando se actúa de forma solidaria en un grupo”. Aunque había nacido en el seno de una familia burguesa –su padre era médico y su madre traductora–, de acuerdo con Lorenz Fassbinder siempre se había sentido atraído por la clase trabajadora. “Rainer amaba a las personas comunes”, aseguró. “Cuando era muy joven se iba siempre a los bares en los que se reunían los obreros porque quería escuchar de qué hablaban, conocerlos. Sabía que ellos eran los que realmente trabajaban”.

En cuanto a la sexualidad, es abordada sin rodeos y hasta con humor en la serie: Jochen y Marion deben aguantar las constantes interrupciones del hermanito de ella que, cada vez que quieren dormir juntos, abre la puerta del cuarto al grito de “¿Ya terminaron?”, mientras que los compañeros de fábrica de él le preguntan apenas les habla de su chica: “¿Y? ¿Ya te la cogiste?”. Una escena en especial deja al descubierto el sentido del humor fassbinderiano. En ella se ve a Marion y Monika charlando de pie en un puestito mientras comen con la mano salchichas sin pan. Monika le cuenta a Marion lo infeliz que es junto a su marido y pide otra salchicha. “Las mujeres insatisfechas comen más”, se justifica. Lo que sigue es un primer plano de la salchicha, servida por un hombre de quien sólo vemos una mano tatuada (probablemente un ex presidiario) en la que se lee: “Hago saltar todas las cadenas”. Toda una declaración de principios sobre las mejores posibilidades de satisfacer un deseo urgente por parte de Fassbinder, que solía perder la cabeza por hombres humildes como el inmigrante marroquí El Hedi ben Salem (ver recuadro) o su gran amor, el carnicero Armin Meier. 

Pero en la serie de Fassbinder los cuerpos no son sólo privados, sino también colectivos: el director muestra a los trabajadores duchándose juntos, desnudos, después de una larga jornada de trabajo, sus partes íntimas ocultadas estratégicamente a los ojos del espectador por una barra. Tampoco esta apertura era usual en la televisión de la época, por más que Alemania haya sido uno de los países precursores del nudismo. 

“El público era mucho más inteligente que los críticos, para ellos todo esto era normal. ¿Por qué fue tan exitosa la serie si no? Porque había alguien que les hablaba desde el alma y por eso no les molestaba si aparecía alguien desnudo, porque ellos también querían estarlo”, opina Lorenz. “Claro que las otras series no eran así, eran mucho más recatadas, eran obedientes. Pero tampoco hay que olvidar el humor de Fassbinder. Ocho horas… tiene momentos muy divertidos. Poder contar historias divertidas fue algo nuevo para él. Yo lo conocí así. Era una persona con mucho humor en privado. Disfrutaba de la vida y se divertía”.

Clase trabajadora

La idea de hacer una “Familienserie” protagonizada por trabajadores surgió de dos cabezas: la de Günter Rohrbach, director televisivo del WDR, y la de un entonces joven redactor del canal, Peter Märthesheimer, que había estudiado con Theodor Adorno en la Universidad de Fráncfort y que luego escribiría algunos guiones para Fassbinder. Fue Märthesheimer quien pensó en convocar a ese joven provocador que solía pasearse por todos lados con la misma campera de cuero con la que frecuentaba los “leather bars” gays. 

En ese entonces, con apenas 26 años, Fassbinder ya tenía una decena de largometrajes a sus espaldas –entre ellas Katzelmacher y El mercader de las cuatro estaciones– y unas cuantas obras de teatro. Había pasado por festivales de cine como el de Berlín y el de Nueva York y ese mismo año estrenaba Las amargas lágrimas de Petra von Kant. 

“Rohrbach vio como de repente había un movimiento llamado nuevo cine alemán, con Fassbinder, Wim Wenders, Werner Schroeter, Werner Herzog y otros, que estaban completamente libres de cualquier atadura. Ellos mismos producían, escribían y hacían sus películas, y se preguntó: ‘¿Por qué esta gente no está en nuestra televisión?’...”, recuerda Lorenz. “En esa época la televisión aún era muy fresca en Alemania Occidental y ese espíritu pionero se trasladó también allí (…) Fassbinder había nacido poco después del final de la guerra, en una Alemania completamente distinta a la que conocemos hoy. Pero era increíblemente talentoso. Veía todas las cosas que estaban mal en ese país que estaba dividido, con un oeste capitalista y un este comunista y aliados que definían las reglas para “desnazificar” al país”, comentó.

De acuerdo con Lorenz, Fassbinder se mostró inmediatamente entusiasmado con el proyecto porque era lo que quería: “llegar al pueblo”. Ocho horas no hacen un día significó su primera serie (aunque no su primer trabajo) para la televisión, a la que le seguiría en 1979 su opus magnum de 13 capítulos Berlin Alexanderplatz, basado en la novela de Alfred Döblin y en el que volvería a trabajar con Gottfried John y Schygulla para el WDR.

“Hay una anécdota maravillosa de esa época. Al parecer Fassbinder llegó a la primera charla con el equipo técnico del WDR con su cámarógrafo y todos pensaban ‘Uf, ahora va a venir este joven maravilla, otro de esos nuevos directores’. Pero él se sentó y dio sus indicaciones como un profesional y todos quedaron encantados porque se notaba que sabía lo que quería”, afirmó Lorenz. “Yo no trabajaba ni vivía con Rainer en esa época, pero todo lo que supe por charlas con sus ex colaboradores es que sabía cautivar a la gente, que los tenía comiendo de la mano. Poco tiempo después ya nadie se acordaba de lo joven que era porque por las películas que ya había hecho era tan seguro que conocía todos los problemas que surgen al filmar”. 

Pero hubo algo más: Ocho horas no hacen un día marcó, para Fassbinder lo que Lorenz llamó “el inicio de su vida pública profesional” y le permitió alcanzar el estatus de estrella para un público que iba más allá de sus habituales seguidores, que él mismo identificaba como “intelectuales”. “El propio Rainer decía que sus primeras películas habían sido de naturaleza más bien privada, para él y sus amigos. Con Ocho horas…  tuvo la primera oportunidad de acceder a un gran público. Y fue un éxito enorme”.

Quizá fue ese alejamiento de su público tradicional lo que hizo que algunas de las críticas fueran tan encendidas. Hubo quien incluso llamó a sus personajes “proletarios maquillados” en la prensa. Lo acusaron de ser poco realista: decían que ninguna novia de ningún obrero se parecía ni remotamente a Schygulla, que la línea que había trazado entre buenos y malos era demasiado gruesa y que reemplazar los viejos clichés por otros nuevos le hacía un flaco favor a los trabajadores. “Me pregunto en qué medida una serie familiar con esos trazos gruesos, con esos embellecimientos, con esas formas fijas convertidas en clichés podría servir de alguna manera para modificar conciencias de una manera progresista”, se lamentaba el periodista Günter Wallraff (autor de la crónica “Cabeza de turco”) desde las páginas de la revista Der Spiegel. 

La reacción de los trabajadores fue otra. El mismo canal realizó algunas encuestas informales en tres fábricas el día después de la emisión del primer capítulo. La mayoría de las respuestas fueron positivas y se ordenaron entre una tibia aceptación (“Muy divertida, pero nada especial”) y el entusiasmo (“Fantástica. Muy parecida a la vida misma. Así son las cosas entre los trabajadores y los capitalistas”). En general, los obreros valoraron que la televisión se ocupara por primera vez de sus problemas, aunque algunos lamentaron que se los mostrara borrachos o hablando de sexo.

Fassbinder, tenía una respuesta elaborada para sus críticos: “Hice mis películas y obras de teatro para un público intelectual. Frente a los intelectuales se puede ser tranquilamente pesimista y las películas pueden terminar tranquilamente sin perspectiva alguna porque un intelectual tiene siempre la posibilidad de aplicar su intelecto”, dijo en una entrevista incluida en el libro Fassbinder sobre Fassbinder. “Frente a un público tan grande como el de la televisión, en cambio, sería reaccionario, casi un crimen, pintar un mundo con tan poco futuro, porque sobre todo hay que darles aliento y decirles: ‘A pesar de todo hay posibilidades para ustedes, ustedes tienen una fuerza que tienen que usar, porque sus opresores dependen de ustedes’. ¿Qué es un empleador sin trabajadores? Nada”. 

Con motivo del estreno de la versión restaurada en la Berlinale, el ex director del WDR Rohrbach apuntó a un argumento basado en su experiencia como productor de películas como Das Boot o la más reciente Anónima: Una mujer en Berlín: “Sí, es verdad, la mayoría de los trabajadores no son tan cancheros como Gottfried John y sus novias no suelen ser tan hermosas como Hanna Schygulla. La mayoría de las abuelas tampoco son tan atrevidas y despreocupadas como Luise Ullrich. Pero los cowboys en el verdadero Salvaje Oeste tampoco eran tan geniales como John Wayne”.

A pesar de su éxito, Ocho horas no hacen un día se dejó de emitir después del quinto capítulo. Lorenz no cree que haya habido ninguna mano negra detrás de la decisión. “Rohrbach dijo de repente: ‘Hasta acá llegamos. Terminamos. Todo lo bueno tiene que tener un final y no perderse en discusiones’”, contó. De todas formas, Fassbinder ya había escrito los tres capítulos faltantes. Lorenz fantaseó durante mucho tiempo con rodarlos 45 años después con Schygulla y John como los abuelitos. Su idea original se frustró con la muerte del actor en 2014, pero no por eso la abandonó del todo.

“A Rainer no le preocupó especialmente que la serie terminara, él siempre tenía un proyecto, siempre estaba activo. Nunca hablaba de eso, tampoco cuando ya estábamos juntos. No fue ninguna frustración, él siempre estaba lleno de ideas”, afirmó Lorenz. “De hecho Rohrbach enseguida le ofreció otras cosas”. Esos ofrecimientos fueron las películas El mundo conectado,  Martha (ambas de 1973) y Miedo al miedo (1975), todas producidas por el WDR. “Además, Rainer era un optimista”, asegura Lorenz. “A veces estaba triste, como todos, y muchas veces después de hacer sus películas terminaba agotado y algo depresivo, pero tenía siempre un talante positivo. Que sus películas no reflejaran esto siempre no tenía nada que ver con él, sino con la realidad de la Alemania Occidental en ese entonces. El simplemente miraba a su alrededor.”

Para Fassbinder, la serie fue el inicio de su vida pública profesional.