-Ahora hay que conseguir entrar en la cabeza.

-Eso será lo más difícil… (Mazinger Z. Episodio 1)

 

-Ahí lo tiene. A ver cómo logra que se siente. Se pone paseandero con el sol.

-Hola, Mázinger.

-…

-Soy el Égar.

-…

-¿Te acordás de mí?

-Húmm…

-¡El Égar!

-¿Qué día… qué día es hoy?

-Es miércoles.

Ahora hay que conseguir entrar en la cabeza de Mázinger. Ponerle en las manos su guitarra y esperar a que se encienda y despierte. Los dedos, solos, saben a dónde ir. Es la criolla porque a la eléctrica no la soportan las enfermeras, su compañía constante allí donde vive desde que lo sacaron del instituto de rehabilitación neurológica, cuando los médicos dijeron que ya no había más nada que hacer. No es un robot gigante, el Mázinger. Es un humano de tamaño normal pero con un gran hueco en el cerebro. Mázinger es su apodo, desde antes del hueco. Siempre fue medio así: el bocho vacío y en cualquiera hasta que enchufaba el ampli. El Égar le enciende el grabador y espera. Espera a que improvise, como cada tarde, un solo de viola con su genialidad intacta.

Toca. Asombra. Silencio. Pasan siete segundos.

-Buenísimo, campeón, la rompiste. Mató mil.

-¿Qué cosa?

-Lo que tocaste recién.

-No, pero si yo nunca toqué la guitarra. Nunca toqué, nunca escuché. Recién acabo de despertarme. Esta es la primera vez que me despierto de verdad. Las veces anteriores soñé que me despertaba, nomás. Nunca vi a nadie desde el accidente. Estuve como muerto desde el accidente. Nunca escuché a nadie, nunca vi nada. Sordo y ciego.

-Hermano, ¡te grabé! ¡Escuchá, escuchá, esto es lo que tocaste vos recién!

-No, pero si yo nunca toqué la guitarra. Nunca toqué, nunca escuché. Nunca escuché a nadie, nunca vi nada. Nunca vi a nadie desde el accidente. Estuve sordo y ciego desde el accidente. Estuve muerto. Sos la primera persona que veo desde…

-Mázinger, vos no recordás quién tocó esto pero te vuelve el alma al cuerpo escuchándote: me doy cuenta por tus ojos, por el brillo que te retorna en la mirada…

-No, pero si yo nunca toqué la guitarra. Nunca toqué, nunca escuché nada.

-Pero si te escuchaste tocar recién.

-No, pero cuándo, cómo pudo ser, si yo recién acabo de despertarme. Esta es la primera vez que me despierto de verdad. Las veces anteriores soñé que me despertaba…

Ya andan esos hombres perrunos, de cabezas nevadas, encorvándose en la holgura de sus camperas ásperas. Son los desalmados: son personajes sin jugador en el juego, son los cuerpos vaciados de alma. El Égar los ve desde lo alto de las escalinatas gastadas que baja dejando atrás las luces blancas, el horror cotidiano de la visita… las explicaciones que le obligan a dar ante cada cambio de personal en la mesa de entradas: ¿Familiar? No, amigo, amigo. Y la ceja alzada, sospechando un eufemismo. Hubiera sido más fácil mentir y declararse hermano, que en lo profundo de sus almas es verdad.

El Égar mira hacia lo alto. Modesto adorna el lucero un cielo índigo. En el borde de un balcón, enfrente: una lucecita celeste, otra amarilla, otra celeste. Parece esa otra cuadra haber conservado intacto un antiguo verano de inocencia, pero sin esperanza. Ni la inocencia ni la esperanza vuelven. Vuelve el verano y a destiempo, en pleno invierno.

Ya en la vereda, el Égar se sube el cierre de la campera negra de cuero; se calza en la cabeza el casco protector, su yelmo de caballero andante. Se lleva la diestra al talismán de turmalina que cuelga de su cuello tatuado, y con un mantra bien cargado de intención activa en modo velocidad el campo energético azul de protección en torno al Makara: su corcel, su moto. Ha estado activado en modo quietud mientras duró la visita.

Arranca el Makara y busca (él solo, como sabiendo el camino) la avenida.

(CONTINUARÁ...)