Hay una palabra que se instaló en esta plaza, que no distingue edades y da la nota en cada comentario. Miedo. Esa es la palabra. A todas y todos los sorprende como una resonancia de otro tiempo, a veces impreciso, o perfectamente reconocible. Salir a la calle es desafiarlo con el cuerpo. Pedir algo bien conciso, que aparezca con vida Santiago Maldonado, el desaparecido que las autoridades se niegan a reconocer como tal, lo que refuerza la condición de desaparición forzada del caso. En estas calles tomadas, el miedo también se grita, se canta, se salta, se gruñe, se llora. La marea humana vuelve a poner límites al desenfreno estatal. Es un grito “de libertad”, como traduce Dante, un niño de 12 años, su objetivo anhelado. Como quien dice, “miedo, no te tenemos miedo, a quién te creés que vas a paralizar”.

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Mariana R., de 25 años, discutió con su papá antes de salir de su casa. Intentó convencerlo sin éxito de que fuera a la movilización. Le recriminó que hubiera ido a la marcha tras la muerte de Alberto Nisman y no quisiera participar de ésta. “Por suerte en mi familia debatimos política”, se consuela ella, apoyada sobre la puerta lateral de un auto, junto con otros tres jóvenes, sus “amigos de la vida”, como los llama. Ella es emprendedora cervecera y guía de turismo. Militó durante toda la secundaria en el Centro de Estudiantes del colegio Carlos Pellegrini, un dato que menciona para explicar que fue a la mayoría de las movilizaciones que hubo este año. Por delante pasan las banderas y las batucadas. Una larga con letras de molde en rojo con la pregunta que recorre el país: ¿Dónde está Santiago Maldonado? Mariana supo de la desaparición “por Facebook” y cuenta que después de un mes no tiene claro “quién lo desapareció”. “Pero tengo claro que el Estado está encubriendo, con más razón estoy acá, aunque reclamamos por los derechos en general”, advierte. Tiene tez blanca, pelo castaño ceniza y unos auriculares negros rodean su cuello. Sostiene una ilustración que es una gorra típica del uniforme de la gendarmería que se está quemando. Las llamas están rodeadas con la pregunta sobre dónde está Santiago.

El dibujo en blanco y negro está firmado por Jane, el seudónimo que usa Laura R., de 27 años. Lo eligió inspirada en Jane Lane, un personaje de la serie animada Daria. Ambas, Jane y Daria, son dos adolescentes que van a contramano de la moda y los mandatos sociales. Jane es amante del arte, al que le da un sentido particular, algo truculento. Laura, nuestra Jane, tiene el flequillo de color violeta, los labios pintados del mismo color y se presenta como tatuadora. Se había pasado el día buscando con quién ir. “No quería estar sola, me daba fobia, tengo miedo. A que repriman, básicamente. Mis padres vivieron la última dictadura con mucho miedo, yo no quiero vivir igual”, se angustia.

–¿Y yo cómo sé que sos periodista de PáginaI12? –enfrenta Sebastián J., también de 27 años, barba candado frondosa y anteojos cuadrados pequeños. Pide credencial, o lo que sea antes de prestarse a conversar. Al final se conforma con googlear. Es de Tierra del Fuego y llegó a Buenos Aires hace diez años y estudia Diseño de Imagen y Sonido. “Es la primera marcha a la que voy. Tengo muchos amigos que militan y tengo miedo por ellos, por eso estoy acá. Santiago puede ser cualquiera de mis amigos”, sintetiza.

Santiago A. es un joven psicoanalizado y con ganas de hablar que dice sentirse parado ahí en la Diagonal Sur con toda su historia y sus temores de la infancia: “Miedo a Hernán Cortés, a una dictadura y a caer preso”. ¿Por qué? “A Cortés (el conquistador español) porque cuando tenía 7 años mi papá vivía en México y mi mamá no tuvo mejor idea que llevarme al museo de la inquisición. Después eso quedé aterrado, no quería ni hablarle a mi abuela que era descendiente de españoles”, relata hoy a sus 23. “La dictadura es una sombra que se lleva siempre; el temor a caer preso porque le pueda pasar a cualquier de mi edad”, y sus amigos acotan “por un simple cigarrillo”.  

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Sara, Mónica y Shizuko se sentaron en uno de esos bancos que parecen sillones mullidos, pero son esculturas de cemento. Se las ve cansadas, pero con un aire de felicidad. Sara Jedlina, médica, tiene 73 años y dentro de dos semanas se cumplen 40 de la desaparición de su marido, Eduardo O’Neill. Se reconoce “muy movilizada” por esa cuestión. Todo lo que pasa la afecta de manera especial. Ayer a la mañana discutió con sus compañeras de la pileta donde suele ir a nadar. “Una empezó diciendo que Santiago Maldonado se debió haber drogado. Yo le dije que así empezamos la vez pasada, en la última dictadura, que solo falta que digan que está en Europa. Otra se puso a cantar para cortar la conversación, y me enfurecí. Ahí les dije que mi esposo estaba desaparecido. Las que no sabían quedaron heladas. Unas se fueron, otras me abrazaron”, regaña al narrar. “No podemos hacer otra cosa que marchar”,  sentencia, con un pañuelo anaranjado que cae sobre sus hombros, precedidos de aros colgantes.

“Esto me trae muchos recuerdos e indignación por la falta de memoria, no puedo evitarlo. Pero estoy contenta porque acá a mi alrededor está repleto de gente joven, o sea que quizá haya un mañana mejor”, dice su amiga Mónica Scordamaglia, y 66 años, profesora en Filosofía y Letras, que es vecina de edificio de Sara, amiga y compañera de marchas. “Pienso en Santiago Maldonado y tengo la certeza de que es un caso de gatillo fácil patagónico. Están desapareciendo pibes, me da bronca volver a estos temas olvidados. Además, la protesta mapuche es de larga data, porque debería ser una política de estado la defensa de los aborígenes como indica la Constitución”, reflexiona. Dos de sus hijos andan por la marcha, uno de ellos también con su nieto. “Cuando no te escuchan ni te dicen la verdad, por lo menos ponés el cuerpo”, concluye.

Shizuko Kaneshiro, de 60 años, es japonesa. Llegó a la Argentina cuando tenía dos años. Su primo es uno de los 17 desaparecidos japoneses conocidos, cuya historia se cuenta en un libro que de pronto le deja un periodista amigo, Andrés Asato, con un árbol en la tapa pintado en tonos rojos y marrones. En su morral colorido, lleva varios prendedores con las palabras “memoria, verdad y justicia”. Conoce a Sara de la pileta, aunque ella dejó de ir y conservan la amistad.

“El caso de Santiago Maldonado tuvo algo de improvisto. No pensamos que volveríamos a hablar de un desaparecido. Mucha gente amiga volvió a mencionar la palabra miedo, como una sombra”, suma su voz Héctor Rodríguez, comunicador, escritor de la Comisión por la Memoria de Zona Norte.   “Las acciones que hoy vemos de las fuerza represivas, hace dos años no existían. Por eso, lo que respiramos es temor a lo que puede pasar. Lo que vine a pedir es que no pisoteen la democracia”, agrega.

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En el vallado alto, negro, que impide el paso hacia la calle San Martín, hay colgadas fotos con la cara de Santiago Maldonado. Algunos se acercan para ver que hay detrás, y toman fotos. Santiago, la reja y detrás, un camión hidrante inmenso de la Policía Federal. “Me acerqué pensando que la calle estaba cortada por una máquina de esas para arreglar el pavimento, pero casi me muero con la imagen del camión”, exclama Andrea González, una mujer de 47 años, pelo largo tumultoso y camisola roja de bambula. Andrea es profesora de chelo. Toca desde los 20 años y ahora enseña en la orquesta infantil de Paso del Rey y en la universidad de Hurlingham, donde vive con su pareja, Hernán Romero, empleado bancario, y su hijo Dante. “No podemos salir a la calle que tenemos al a policía por cualquier cosa y no para lo necesario. Pero además hay un ensañamiento con los jóvenes. Muchos de mis compañeros de las orquestas son de la edad de Santiago y lo veo a él en todos ellos. Como una posibilidad latente de que pase algo. Y tengo miedo por mi hijo, que es muy curioso”, se descarga.

Dante había estado estudiando en su casa con amigos, cuando Andrea irrumpió para apurarlos porque no quería llegar tarde a la movilización. “¿Alguno no sabe quién es Santiago Maldonado?”, preguntó. Todos sabían, porque habían hablado en la escuela, donde nadie denunció a ningún docente por eso. Dante, que también ama la música y canta, estaba contento y con ganas de decir que estaba en Plaza de Mayo “para apoyar la libertad”.