Que Un hombre llamado Ove haya sido nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua Extranjera en representación del cine sueco, no solo no es ninguna sorpresa sino que activa la alarma de una serie de prejuicios que luego la película misma se encarga de confirmar, a partir de sus particularidades. Su relato contiene todos los elementos necesarios para que un film extranjero se convierta en una de las favoritas de la Academia. Cualquiera que esté atento a las nominaciones a los famosos premios habrá notado la predilección de sus electores por seleccionar por un lado películas de alto octanaje político y por otro a aquellas que apuntan directo al corazón. En ambos casos siempre atravesadas por un notorio color local. Un hombre... pertenece a este segundo grupo.

Ove es un viejo gruñón y molesto para quien el resto de la humanidad está compuesto por imbéciles. Sus vecinos, los empleados municipales, la chica que lo atiende en el supermercado, los adultos, los jóvenes, los niños, las mujeres y los hombres. Su nivel de intolerancia por el otro casi lo convierte en un argentino más, sin embargo Ove es ciudadano de la civilizada Suecia. Pero su mal carácter tiene una razón de ser sobre la que la película irá dando cada vez más información a medida que el relato avanza. En principio esa razón parece ser la soledad a la que la viudez ha empujado al protagonista. Descreído de que la vida pueda mejorar sin el amor de su vida, Ove intenta cumplir con la promesa de encontrarse con ella en el más allá. Sus siempre fallidos intentos de suicidio le permiten a la película entrar en el terreno del flashback, para recorrer la historia de Ove y empezar a tratar de entender su amargo presente. Como ocurría con los cartoonescos intentos de suicidio de Jerry Lewis en Smorgasbord (1983), estos repetidos ensayos de prueba y error, siempre interrumpidos por la intervención inoportuna de las personas que rodean a Ove a pesar de su indiferencia, también coquetean con la comedia negra, aunque nunca alcanzan el nivel de absurdo desatado que con maestría puso en escena el gran comediante recientemente fallecido.

Durante sus dos primeros tercios la película consigue construir un personaje cuyo ridículo nivel de misantropía despierta cierta simpatía. Pero al mismo tiempo va plantando la evidencia que permite anticipar la catástrofe de un final manipulador, en el que las limitaciones del presente son apenas la punta del témpano de la tragedia y donde cada flashback representa un escalón en el descenso hacia el miserabilismo for export que tanto le gusta nominar a los académicos estadounidenses. Como si Hannes Holms, director y guionista, estuviera empecinado en darle a Ove (y a cada espectador) una lección de vida en la que el dolor es siempre el camino por el que el personaje es obligado a transitar.