Hace más de treinta años Robert Solow, Premio Nobel de Economía en 1987, publicó su famoso artículo “We’d Better Watch Out” (“Es mejor que nos cuidemos”) el 12 de julio de 1986 en el New York Times Book Review. Solow fue quien a través de sus cálculos, con una función de producción agregada, señaló que si la producción (el PIB no agrícola) es superior a la suma de los factores utilizados para generarla, entonces la diferencia debe ser atribuida al progreso técnico, que los economistas llamamos el “residuo de Solow”. 

En dicho texto, que merece una lectura atenta, señalaba que se estaba produciendo una caída de la productividad global de los factores de producción (el capital y el trabajo) y alertaba contra la eventualidad de que los Estados Unidos se transformaran en una economía “productora de hamburguesas y de pólizas de seguros”, una manera elegante de desaprobar la desindustrialización de la economía norteamericana. Si fuera argentino hubiera dicho “la Argentina no puede transformarse en un país que produce aceite y pellets de soja y especulación financiera”. Al final explicaba que “se pueden ver las computadoras en todos lados salvo en las estadísticas sobre la productividad”, observación que los economistas llamamos “la paradoja de Solow”. 

Desde ese momento hasta nuestros días la productividad se ha transformado en uno de los principales temas de estudio de los economistas. Haciendo las mediciones, necesariamente delicadas para cuantificar las variables trabajo y capital, se puede observar que en los países industriales el incremento de la productividad alcanzó entre 1950 y 1973, en promedio, un nivel superior al 4 por ciento en Europa y al 2,7 por ciento en los Estados Unidos que, como lo indicó Solow, ulteriormente disminuyó de manera drástica. 

Los optimistas afirman que esto sería el resultado de la gratuidad de ciertos “bienes digitales” en Internet que no entran en el cálculo del PIB y que son financiados por la publicidad. Los “pesimistas” consideran que las industrias “duras” como la industria automotriz, la petroquímica, la electricidad, tenían un efecto de arrastre que la economía digital no tiene. 

Los neoliberales sostienen que las reformas estructurales y la baja de los salarios en particular serían suficientes para superar dicha situación. La productividad del trabajo se define como el cociente entre el valor de la producción y el de los salarios para producirla. Visto así, la productividad puede aumentar debido a un incremento del numerador o a una baja del denominador, la masa salarial. Si se disminuye el denominador, el valor de los salarios, la productividad aumenta pero esto solo muestra que confunden, adrede, productividad y rentabilidad. En efecto, aunque la ortodoxia deteste aceptarlo, la productividad del trabajo depende de la cantidad de capital que cada trabajador tiene a su disposición. La productividad de un albañil es mayor si dispone de una hormigonera que si dispone únicamente de una pala. De lo cual es sencillo comprender que la productividad no depende del denominador sino del numerador, ya que la productividad real –la cantidad de bienes producida– no varía si el salario disminuye. Por otra parte el incremento señalado de la productividad se realizó con un incremento sostenido de los salarios. 

Las cifras disponibles dicen además otras cosas importantes. El progreso técnico se da en las grandes empresas de alto nivel tecnológico —”en la frontera tecnológica”—, pero tarda en integrarse en las más pequeñas y tecnológicamente menos avanzadas. Cuesta caro y es incierto. Las mejoras técnicas se introducen con las nuevas inversiones que vehiculizan los cambios tecnológicos y no se trata de un “problema de técnica” sino de economía. 

Tasa de interés

El gobierno de Macri y la UIA sostienen no obstante que el “incremento de la productividad” pasa por la disminución de los salarios y este es el objetivo confeso de la anunciada ley de la “reforma laboral”. Lucio Garzón Maceda, un gran abogado laboralista argentino, reseñaba en un reciente artículo en El Cronista Comercial las distintas propuestas de las entidades empresarias y concluía: “Los empresarios invocarán la necesidad de recuperar competitividad a través de aumentar la productividad, la flexibilización, la desregulación y las remuneraciones por premio y estimulo y otros ambiciosos objetivos, reduciendo costos laborales”. 

Los economistas de los países de industriales observaron, como Solow, antes de la Gran Recesión del 2008, la baja de la productividad física y alertaron sobre el peligro que las economías resintieran la misma situación de estancamiento económico que existe en Japón desde 1993. La baja de la tasa de interés desde 2001 y la crisis del 2008 confirmaron sus sospechas, razón por la cual las bancas centrales ubicaron la tasa de interés cerca del 0 por ciento, lo que en la jerga económica se denomina ZLB (zero lower bound) y esto a pesar de la oposición de los poderosos bancos comerciales.

En 2013, Lawrence Summers profesor de la Universidad de Harvard, Ministro de Economía de Bill Clinton, más tarde Consejero económico de Obama reintrodujo un concepto enunciado por el profesor Alvin Hansen en 1938 y que focaliza actualmente el debate económico: el “estancamiento secular”. Las bajas tasas de interés, la ralentización del crecimiento económico, la baja o el estancamiento de los precios y del comercio mundial, son algunos indicadores que ilustran la situación. Según él, y otros economistas, el “estancamiento” es el resultado de una falta de inversión en una situación de exceso de ahorro o lo que es igual que éste es superior a la inversión prevista. 

Existe con una tasa de interés baja una suerte de trampa de la inversión. Los inversores dudan, frente a la incertidumbre, poder vender los productos que se aprestan a fabricar porque imaginan o sospechan que la demanda efectiva, publica y privada, es insuficiente y en ese caso atesoran en lugar de invertir. Esto permite señalar el doble discurso del gobierno de Macri por un lado convoca a los capitales extranjeros a invertir y por el otro facilita la fuga de capitales y que se restringen los salarios. 

El exceso de ahorro respecto de la inversión hace, como lo señaló Paul Krugman, que el impacto esperado de las medidas de política económica no se verifiquen. “La virtud del ahorro se convierte en vicio y la prudencia se convierte en locura. El ahorro daña la economía, incluso perjudica la inversión gracias a la paradoja del ahorro. La limitación del gasto público profundiza la depresión. En contrapartida el gasto es bueno, y si el gasto productivo es mejor, el gasto improductivo es mejor que nada”. 

En los países industriales las cifras son tajantes: desde 1980 la caída de la productividad tiene una correlación positiva con la disminución de la participación de los salarios en el ingreso global. A medida que la distribución del ingreso se hace más desigual, como lo muestran los trabajos de Piketty, esto genera un déficit de la demanda y de la inversión que permite el progreso técnico y por ende se produce el estancamiento.

* Doctor en Ciencias Económicas de la Universidad de París. Autor de El peronismo de Perón a Kirchner, Ed. de L’Harmattan, París, 2014. Editado en castellano por Ed. de la Universidad de Lanús, 2015.

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