Nadie es profeta en su tierra

No conocí a mis abuelos maternos, ya habían muerto cuando nací. Lo más parecido a una abuela que tuve fue la tía Alicia, la hermana mayor, veinte años mayor, de mamá. La recuerdo laboriosa, de carácter fuerte, acaso un poco severa. En la foto que acompaña estos apuntes memorialísticos, tía Alicia es la señora que mira hacia un costado, tal vez para asegurarse de que la puerta de salida no quedaba lejos. Sentirse orgullosa no debió ponerla a salvo del aburrimiento. Yo estoy en el escenario, jugando al conferencista y al hijo pródigo. Volví a Rufino después de veinte años para dar una charla sobre la literatura de Borges. Tiene que haber sido en el 97 o el 98. Ya estaba con Judith, pero Emilia todavía no había nacido. Casi no tenía canas. Me habían invitado los colegas del profesorado en periodismo, gracias a las gestiones de Aníbal, uno de los tres hijos de Alicia, el primo del que más cerca estuve durante la adolescencia (lo había elegido como maestro al salir de la infancia, aunque no supe hasta mucho después que mi vida también iba a transcurrir entre proyectos y papeles).

No recuerdo de qué hable, supongo que de lo mismo de siempre, de cómo la lectura puede volver la vida más rica e interesante, no más culta o mejor educada. Lo aprendimos con Borges, de sus irreverencias. Sí recuerdo que comencé citando un verso memorable, "Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca", que expliqué cómo el arrebato de amor filial justifica la paradoja, y que, mientras lo hacía, discretamente abochornado, advertí que no venía al caso.

Además de la presencia insólita de tía Alicia, lejos de su cocina y del almacén familiar, la escritura me devuelve el recuerdo de otros dos asistentes a mi modesta consagración rufinense. Curiosamente, dos varones (ninguno aparece en la foto). El primero era un muchacho algo mayor que yo, que siguió la charla con interés y al final hizo preguntas atinadas, de las que permiten lucirse sin interrumpir la conversación. De pronto, como en una película, mientras él hablaba, vi superpuesta sobre su imagen de señor la de un muchacho que también iba a la pileta del club Ben‑Hur, a comienzos de los 70, y desde la punta del trampolín, aflautando la voz y simulando un temblequeo, gritaba, para hacerse el gracioso: "¡Don Belis, tengo pánico!". El invocado era el cuidador del club, o el encargado del buffet. Más que la actuación, lo que nos daba gracia era el cultismo "pánico". Estoy seguro de que mi hermana Martha también lo recuerda, porque la memoria quiere que el grito me llegue con su voz, de alguna vez que lo habremos comentado en aquel tiempo. Por timidez, lo dejé ir después de la charla sin confirmar la veracidad del recuerdo.

El otro asiste memorable tiene nombre, el Jose Reynal (Jose, sin acento, para acentuar el aura de distinción que lo envolvía). Cuando papá se enteró de que yo iba a dar una charla en Rufino, lo llamó desde Tucumán para pedirle que asistiera en su nombre. El Jose cumplió, pero a los pocos minutos, como si por haberse sentado en la última fila se hubiese vuelto invisible, recostado sobre la silla, se quedó dormido. Me costó disimular la sonrisa cuando lo descubrí. Enseguida pensé que a papá le iba a gustar la anécdota. El Jose le caía simpático porque encarnaba un personaje de película rusa, el de un oligarca venido a menos por imprevisión y torpeza, alguien de quien se dice que dilapidó su parte de la fortuna familiar alegremente. Con el Jose sí conversamos después de la charla. Se acercó a felicitarme. El tono de la voz era irresistible, con modulaciones de cajetilla y algunas inflexiones reas.

 

 

Demasiado humano

Le decía a mis estudiantes, el lunes pasado, que nos quedamos cortos cuando, para expresar la rareza del humano, decimos que es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. El humano es un animal tan raro, que es capaz de convertir cualquier cosa (un puente, un regalo, incluso una caricia) en una piedra, la misma de siempre, con tal de volver a tropezar.

 

At home

En las vacaciones de verano, un día bajamos a desayunar con Emilia solos porque Judith había decidido quedarse en la habitación un rato más. Aproveché la ocasión para tentar una ironía: "Prestá atención a todo, sobre todo a lo que yo diga, para que se te grave en la memoria. Algún día lo vas a precisar, cuando escribas tu autobiografía, para el capítulo 'Desayunos con mi padre'". En el breve intervalo que se abre cuando una imagen de instagram da paso a la siguiente, levantó la mirada y sonrió.

Un tiempo después, una tardecita de comienzos de otoño, me pidió que la acompañase a McDonald's. Acepté, pero con la condición, muy resistida, de que fuésemos caminando. A las pocas cuadras, con ánimo de aligerar el malhumor, repetí la ocurrencia: "Atesorá el momento: para el capítulo 'Caminatas con mi padre'." Más por condescendencia que por simpatía, volvió a sonreír.

Anoche, en la cena, Emilia contó que en el colegio había tenido que escribir un breve ensayo sobre alguna persona a la que considerase un modelo de vida y que escribió sobre Judith. Para interrumpir la celebración más bien ñoña de las identificaciones femeniles, simulé indignación: "¿Por qué no escribiste también sobre mí?". Giró despacio la cabeza, como si buscase una cámara, hasta clavarme lo ojos. "¿Y vos de qué podrías ser modelo?". Iba a responder, cuando vino en mi auxilio el dios de las ironías paternas. "Esto va al capítulo 'Noches en las que entristecí a mi padre', el más amargo de tu autobiografía".

 

Un fantasma amigable

En la madrugada del domingo, soñé que era amigo de Susan Sontag y vivíamos en la misma ciudad. La iba a visitar y como no la encontraba, me quedaba esperándola en un maxi‑kiosco que había debajo de su edificio. En eso entraba Adriana, que justo pasaba por ahí. (Nunca había soñado con Adriana desde que murió; creo que nunca había soñado con Adriana). Cuando se enteraba de que estaba por visitar a Sontag, quería colarse. Yo le explicaba que no correspondía, que era una visita de amigo, aunque Sontag fuese una celebridad. Adriana insistía, risueña. Yo la acusaba de cholula, y ella se reía más e insistía con más vehemencia. Era un juego, al que jugamos muchas veces en la realidad, cuando vivía, un juego en el que ella hacía de chica caprichosa y yo, de adulto un poco severo. Cuando desperté, me quedé con la sensación de que la había visto realmente: pese a la extravagancia del factor Sontag, el sueño fue de un realismo encantador. Astutti, genio y figura. Debe ser por eso que no me dejó triste. Ayer, por un posteo de Cecilia, su hija, me enteré de que se cumplían seis meses de la muerte de Adriana. No lo recordaba, soy malo para recordar fechas. Hubiese dicho que había pasado más tiempo. Será, me digo ahora, que su fantasma o el olvido quisieron hacerme un regalo conmemorativo. Ojalá se repita cada seis meses.

 

El narrador

En un café de la zona gay de Ipanema, Darío me cuenta la historia de Lenard, el señor al que le alquilaba una pieza en los primeros años de residencia en Copenhague, hace más de veinte. Cuando se conocieron, Lenard era un jubilado con buen pasar: tenía un departamento amplio, de construcción noble, apropiado para recibir y agasajar a los amigos (era un gran cocinero), y viajaba con frecuencia al extranjero, sobre todo a Rio de Janeiro. Lenard y su hermano fueron de los niños que tuvieron que dejar Dinamarca de un día para el otro, cuando sus padres, para ponerlos a salvo del nazismo, los subieron a un tren que los llevaría a Suecia. Cuando regresaron, los padres ya no estaban. Lenard nunca se desprendió de la valijita que llevó en aquel viaje. La suya es una historia que bien podría contar Tununa Mercado, profundizando en la sensación de abandono que debieron sufrir aquellos niños, a despecho de la heroica generosidad de los padres. El agradecimiento filial que profesaron de grandes solo les habrá servido para moderar el sentimiento de incurable desolación.

Darío me cuenta historias graciosas de cuando Lenard era periodista cultural en una radio, también historias de su hermano, patéticas, que la memoria revive como pasos de una comedia negra (se había casado con una mujer loca que lo golpeaba). La historia más graciosa es una de cuando Lenard volvió de Rio acompañado por un joven mulato que llevó a vivir a su departamento (Darío ya se había mudado, se la contó un amigo en común). Como lo inquietaban los comentarios de las vecinas, Lenard pergeñó una elaborada explicación para acallar las suspicacias. Tejió una trama inverosímil a partir de una circunstancia real y conocida por todos: cuando joven, había trabajado como guía turístico en viajes a Italia. En uno de aquellos viajes, contaba Lenard, había conocido a una turista brasileña a la que embarazó sin saberlo. Después de aquel encuentro casual, no supo más de ella, ni, claro, que se había convertido en padre. Treinta años más tarde, enterado de que Lenard estaba en Río, el muchacho, su hijo, al que la madre había contado la historia, lo buscó para que lo reconociese. Como el caballero que era, Lenard llevó la adopción hasta sus últimas consecuencias: volvió con el mulato la fría Copenhague -era su hijo, ¿qué otra cosa iba a hacer?‑ y lo instaló en su departamento. "Capaz que las vecinas no le creían", sospecha Darío. Me hace gracia que el hombre más inteligente que conozco sólo sospeche de la imposibilidad de creer en la verdad de semejante artilugio, las trampas de un niño que alguna vez, y para siempre, se sintió abandonado.