Charlize Theron, rubia platinada en Atómica (Atomic Blonde en el original, título más sincero al llamar la atención sobre su pelo que es tan importante en la película), interpreta a una espía británica que va a Berlín para buscar una lista de nombres de espías reclamada por el gobierno. Y es pertinente empezar la nota diciendo “Charlize Theron” porque Atómica está construida a tal punto para el lucimiento de la actriz, sus piernas larguísimas enfundadas en botas interminables que usa para patear, su silueta envuelta en pilotos, ese pelo rubio con ondas o lacio, que es muy probable que lxs expectadorxs se consuelen durante buena parte de la película pensando “por lo menos está Charlize Theron”. 

Basada en una novela gráfica, The Coldest City, escrita por Antony Johnston e ilustrada por Sam Hart, la historia transcurre entre Berlín y un interrogatorio que tiene lugar en las oficinas del MI6, el Servicio de inteligencia secreto británico al que la agente Lorraine Broughton debe explicarle por qué fracasó en su misión de rescatar la deseada lista. Por este vaivén entre Berlín y Londres, entre el presente del interrogatorio y los numerosos y extensos flashbacks que muestran el desarrollo intrincado, laberíntico y casi imposible de entender de la misión en una Berlín que está viviendo la caída del Muro, la película es por momentos tremendamente estática, sostenida débilmente por los gestos estereotipados de Theron y sus superiores (John Goodman y Toby Jones) que están sentados en una habitación oscura intercambiando líneas de diálogo pobres y trilladas.

Mucho mejor, por supuesto, es todo lo que pasa en Berlín, aunque no todo el tiempo. Ahí Lorraine se encontrará con otro agente interpretado por James McAvoy que se viste como un vagabundo chic y es más peligroso de lo que parece: McAvoy, niño británico de ojos celestes, lucha para darle un aire reo y peligroso a su personaje y lo consigue bastante poco. Más interesante es la presencia de Sofia Boutella, una agente francesa que persigue a la rubia protagonista hasta que se encuentran en un bar, y la promesa de un levante entre chicas enciende una pantalla que está todo el tiempo a punto de apagarse. Boutella, bailarina en la vida real, apenas se las arregla como actriz, pero en ese tour de force construido a la medida de Charlize Theron -que también es productora-, parece casi como si la protagonista buscara empujar su propio límite y entonces regala una escena de sexo que no muestra demasiado pero muestra mucho más que el promedio.

Quizá si el resto de Atómica fuera tan desatada como ese encuentro de dos chicas sobre un colchón, la película podría haber sido algo que saliera de la chatura del cine reciclado más reciente. Pero todo el tiempo lo que se percibe es la coreografía, a Theron prendiendo un cigarrillo de cierto modo para parecerse a una espía, o taconeando una Berlín ruinosa como una modelo letal, a Theron llegando a un bar y sentándose en la pose perfecta para tomar un trago mientras vigila todo (hay un exceso realmente de planos de tres cuartos perfil donde se la ve congelada y perfecta), a Theron esperando un segundo y preparando la pose para que se acerquen dos matones de atrás y les pueda encajar esa patada que tanto ensayó.

La búsqueda de lo cool -las poses de la rubia, el arte callejero en las paredes de Berlín, los punks con sus crestas, la chica que se baña con hielo- es un enorme lastre en una película donde el diseño de producción, que recrea como no podía ser de otra manera el ambiente ochentoso de rigor, se pone por encima de todo lo demás. Y donde lo peor, indudablemente y desde la primera escena, es el derroche descerebrado de canciones que ilustran la acción de modo literal y casi como chiste malo: cuando se habla de volver a Londres suena “London Calling”, una persecución en auto se remarca con “I Ran de A Flock of Seagulls”, y así sucesivamente hasta conformar la banda de sonido más machacona y desperdiciada de la historia.