Cantar sobre los espacios vacíos, sobre lo que no se sabe, cantar sobre una biografía cortada.

Safo hacía sonar su lira en un mundo donde la sexualidad era una presencia práctica y filosófica, albergaba a los dioses que no se privaban de ningún placer, y estaba signada por la tarea pedagógica. Aprender era un ejercicio de fuerte erotización. 

Safo hizo del amor a las mujeres una experiencia didáctica que Daniela Horovitz recupera como una forma de actuación. La poeta griega educaba a las esposas y, a la vez hacía de la intimidad una poesía para cantar. Seguramente tenía algo del encanto, de esa frescura que Horovitz engarza con su técnica donde la seducción no se aparta de cierto destello humorístico. En esa reconstrucción de sus versos, que la cantante asume desde una mirada contemporánea, fascina el modo en que incorpora los puntos suspensivos, propios de un trabajo filológico que habla de una pérdida, de algo que escapó al tiempo del texto, en un juego sonoro que supone algún tabú de la historia. 

El canto a la boda, que en Horovitz tiene una impronta triunfal, definía un modo de acercarse a la sexualidad y al placer en Safo de Lesbos. No por nada Horovitz se muestra siempre bella y diáfana y hace del deseo una sustancia que nunca se calma. En ella indaga para pensar los versos desde la milonga o el bolero, con ánimo de establecer un diálogo con esa mujer del siglo VII antes de Cristo. 

Ella encontró en la primera persona, en la incorporación del yo en sus versos, el rasgo originario de una escritura femenina. Ese dato Horovitz lo traduce en el protagonismo de su figura como si la pregunta por Safo de Lesbos la recorriera a ella desde la actualidad de la escena. Porque el problema de Safo fue llevar esas alabanzas a Afrodita al terreno de lo real, convertirlas en una destreza erótica del mismo modo que los hombres hacían de la posibilidad de filosofar una continuidad de la orgía. 

No hay tragedia en El dulce amargo sino esa posibilidad de detenerse en el sabor contradictorio, dual del amor que puede contener las dos formas sin negarlas ni aplacar a ninguna. El mito que Horovitz vuelca en sus cantos es amplio y no se deja ganar por los estereotipos, ella quiere todas las Safo en su música, no se contenta ni conforma con las definiciones. Hay un goce en invocarla que le muerde los talones a la biografía pero que hace del dato histórico un estimulo para crear, para encontrarle variaciones al canto, para meter la rabia en el Tango de la Ira y hacer que ese piano que se estremece abra la comicidad, permita la actuación como el rayo que inicia al canto para convertirlo en una vertiente dramatúrgica.

Ella se injerta en Safo y de ese modo arma un personaje nuevo. Safo fue reincorporada en la época victoriana como la inspiradora de la vida bohemia que se tejía entre el recelo de una moral tan sustanciosa como para habilitar la bravura de la desobediencia. Tal vez ese es el límite que tiene hoy la figura de Safo, alguien que parece intervenir donde la prohibición obliga al talante y la voz suelta, porque cantar el deseo siempre tuvo algo de arenga política para las mujeres. La inteligencia de Horovitz está en no buscar en Safo un estandarte político sino reivindicar la facultad de amar como una obra que ya no se destina a una sola persona sino que puede repartirse con intensidad hacia todas las mujeres y hacia varios hombres y que no deja recelo ni tristeza, solo refuerza las ganas de seguir cantando. ,

El dulce amargo se presenta los domingos a las 16.30 en El Extranjero. Valentín Gómez 3378. CABA.