Tres de la tarde en Floresta. Norberto D’Amico, trabajador ferroviario e histórico activista  gay, amasa pan nube. Bueno, bate pan nube. Es una receta a base de claras a punto nieve, yemas y queso untable. Es un pan que no lleva nada, pero nada de harina. Requiere dejar prendido el horno en mínimo, mientras se prepara la nube.

La nube se arma así: batís cuatro claras a punto nieve con una cucharadita de polvo de hornear. Por otro lado, mezclás una cucharada de leche en polvo con cuatro cucharadas de queso untable descremado (si querés le echás un poquito de sal) y las cuatro yemas. Después integrás las dos mezclas con movimientos envolventes, para que las claras (la nube) no se bajen. Enmantecás una fuente para horno, formás los pancitos sobre la fuente con ayuda de una cuchara, dejando espacio entre una nube y otra, para que no se peguen. Si la primera vez no te quedaron las nubes firmes y se despatarraron, probá con más leche en polvo la próxima. A veces es una cuestión de fábrica. (Por experiencia sabemos que no es lo mismo el producto de la firma hiperconcentrada que la marca de la cooperativa. No queda igual.) Esto lleva 15 o 20 minutos de horno, en mínimo. 

“En Utilísima decían: ‘No le tenga miedo a la levadura’. Pero este pan no lleva ni levadura ni harina. La ceremonia de preparar el pan nube te pone en comunión con la nube de mártires y testigos”, ensaya Norberto, en recuerdo de una larga militancia inmersa en estudios bíblicos con perspectiva lgbt. Norberto y su esposo, Roberto González, fueron durante muchos años parte de la Iglesia de la Comunidad Metropolitana (ICM), primera iglesia inclusiva de la comunidad lgbt. Y ahora compara la receta del pan nube con toda una vida “rompiendo huevos” en la iglesia y en el gremio de los rieles, con las cuestiones de la diversidad sexual. 

El pan que te salva de las harinas, carece del proceso de levar la masa con las manos. “Lo que fermenta es lo que construye. Una bacteria se reproduce y genera alveolos. La bacteria muere en el horno y el agua llena los alveolos. Eso que pudre, la bacteria, es lo que permite construir”. Ese nivel de construcción es el que se sustrae cuando la sociedad postindustrial condena el consumo de harinas para las clases medias y altas. Roberto es diabético y tiene que cuidarse con las harinas, que el organismo transforma en azúcares. Por eso es mejor el pan nube. Que finalmente es pan, aunque solo de nombre. 

Roberto González es predicador miembro de la iglesia metodista. No desdeña una rebanada de pan de maíz que llevó la visita. Pan de maíz de la panadería San Juan Evangelista. (Julieta Lanteri se atrevió a votar en el atrio de la iglesia de San Juan Evangelista de La Boca, cuando las mujeres no estaban incluidas en la ley de sufragio). “Las harinas no son malas en sí, depende del organismo. El cuerpo es un gran laboratorio y transforma el maíz en azúcar. De una manera medida e inteligente, podés comer esto”. La mirada protestante pone el foco en la conciencia y en la voluntad.

“En el templo de los hebreos, la gente que tenía dinero ofrecía vacas perfectas (no castradas), también corderos. Los pobres llevaban torcazas. El pan lo hacía el sacerdote. Había dos clases de harina, soleh (la buena, “flor de harina”) y la pakah (ordinaria, se leudaba porque no era pura). Con la harina ordinaria se hacía la masa madre y con la pura, el pan que se usaba en el templo”, explica el predicador Roberto. El pan que se multiplica y reparte, que distribuye energía rápida y masivamente. El pan que no llega a levarse por la premura de huir del cautiverio en Egipto.

¿QUE TIENE DE MALO LA HARINA?

Desde comienzos de esta década y no mucho más allá, las harinas son buscadas y requisadas como enemigo público de la salud, demonizadas como “la nueva cocaína”. Supieron integrar un kit dietario que había que manejar con cierto cuidado y con humor (las tres P: “ni pan, ni pastas, ni postres”, por un tiempo). El inconveniente real se produce con las harinas refinadas, que solo aportan carbohidratos y no fibras ni vitamina B como sí lo hacen las harinas integrales. Algo malo hay en la conducta de un individuo si no acepta alejarse de las harinas refinadas cuando le están diciendo que son dañinas. Ese individuo es un mal ejemplo para la sociedad. Y si además sus medidas corporales exceden la talla establecida por el índice de masa corporal (ICM), está en el horno. ¿Consume en público o por lo menos le produce vergüenza y se esconde para ingerirlos? ¿Sucumbe a la tortilla de pan con grasa asada en la vereda de la estación de tren, o sigue de largo porque ese consumo no corresponde a su elevado nivel de conciencia nutricional? Mientras tanto, en la base de la pirámide alimentaria de la Organización Mundial de la Salud aparecen los panes y los cereales. Los carbohidratos que provienen de panes y cereales son necesarios -dice la institución médica oficial- para el conjunto de la población. La celiaquía es una excepción. En el mundo, la cantidad de celíacos oscila entre 1 de cada 100 a 1 de cada 300 individuos, según la región. ¿Por qué no se resguardan los derechos de toda la población celíaca (incluida la que carece de recursos) y, en cambio, se la aprovecha como nicho de mercado, expansible al conjunto de la población con dinero para adquirir productos especiales? Pero la web proclama que la harina es veneno y el rumor se extiende, incomprobable.

El activismo gordo y de la diversidad corporal es de aparición reciente en terreno argentino. Luz Moreno lo data en 2011 y lo caracteriza como la reflexión sobre el cuerpo centrada en las características del cuerpo en tanto talla. Luz Moreno, profesora de filosofía y activista gorda y por la diversidad corporal, afirma que “las líneas de trabajo en la nutrición actual sostienen que los hidratos de carbono tienen que ser llevados a su mínimo consumo. Los hidratos de carbono tienen una metabolización más rápida porque son azúcar pura. Estas líneas de trabajo ponen el énfasis en las frutas, las carnes, las verduras, que son los productos más caros. La celiaquía aparece como una enfermedad y abre un nicho de mercado de harinas alternativas para las personas que tienen problemas con las harinas. Estas harinas alternativas son más caras. Por eso la palabra clave es ‘mercado’”.

Los alimentos que dan energía rápida son los hidratos de carbono. Rápidos, accesibles al bolsillo más devaluado. Un paquete de fideos secos comunes garantiza energía a 8 personas a un costo total de 50 centavos de dólar. Pero si esas personas se sostienen regularmente en tal consumo, pasan a integrar el circuito de excluidxs del mercado de los cuerpos.

“De la cosa en carne y hueso, del pan como cuerpo de Cristo y la idea de la substanciación, pasamos a las terapias de autoayuda, al coach ontológico, a la importancia de aprender a respirar. Prolifera la levedad del cuerpo, que debe ser magro, etéreo y aparecer sólo en la virtualidad. Aparecen las dietas intravenosas y personas que aseguran que no comen porque practican el aerivorismo o respiracionismo. Esta es la nueva sacralidad”, señala Luz Moreno.

La sospecha no recae sobre la búsqueda de una perfección maniquea (la fobia a lo impuro). Recae, en cambio, sobre la su(b)stancia, sobre lo concreto que se puede tocar y que es barroso/grumoso/grasoso. (De lo sucio se encargan el aerosol antibacterial, las toallas húmedas, los protectores diarios, el teflón, el spray antiadherente). 

“Se cuestiona a las harinas refinadas -reflexiona Luz Moreno- por el proceso industrial. Pero ese cuestionamiento es análogo al modelo del cuerpo que se está sustentando. Ese cuerpo ‘saludable’ tiene que ser responsablemente cuidado. Pero se busca el cuidado de esto y no el cuidado de otras cosas. Se señala a la harina como la cocaína de la comida, se financian estudios para determinar cómo las harinas generan adicciones. El cuerpo cotiza en mercado si responde a una serie de demandas que el mismo mercado impone: consumir, ser flaco, no ingerir muchas comidas rápidas. Toda esa sensación de dopaminas que el cerebro te genera cuando consumís harina, va a aparecer por otro lado. Las reemplazás -como en ‘Un mundo feliz’ de Huxley- por cuatro tabletas de ‘soma’, que no sabemos qué son y producen satisfacción total. Porque el mercado de los productos orgánicos está súper valorado, pero no estamos seguros de que no tengan glifosato”, sostiene Luz. 

Sebastián Freire