“Si una persona sale con un primer disco solista así, yo me retiro”, intimida Richard Coleman en la sala de grabación de un estudio del barrio porteño de Villa Urquiza. Pero que no cunda el pánico: este héroe argentino del post punk y del rock gótico, devenido en los últimos tiempos en cantautor iconoclasta, está excitado y risueño porque acaba de lanzar no sólo su flamante álbum, sino también uno de los mejores discos nacionales de 2017. Aunque no todo es lo que parece. Si bien en la tapa se lee “F-A-C-I-L”, su autor corrige: “Se llama Efe A Ce I Ele”. Sin embargo, a pesar de su vasta trayectoria, se trata apenas del tercer trabajo de estudio en solitario con canciones propias del otrora líder de Fricción y Los Siete Delfines. “En 2009 comencé a labrar este camino, y en 2011 salió mi primer disco. Y en algún punto he sido coherente, porque mi idea de dejar de trabajar en un proyecto grupal o en una banda con un solo carácter pasa por poder pegar un volantazo en cuanto a la dirección artística. Quiero tener el control total de la música y con los grupos hay que llegar a un acuerdo. Tras formar el Trans Siberian Express, sigo trabajando con los mismos músicos y eso está buenísimo.” 

Después de revisitar sus influencias y su pasado en discos como A Song Is A Song Vol. 1 (2012) o en el DVD en vivo Actual, así como de esbozar una impronta compositiva propia en Siberia Country Club (2011) y en Incandescente, F-A-C-I-L sintetiza su glorioso pasado con Fricción con su actual búsqueda unipersonal. “Llegué hasta acá siendo consciente de que Incandescente puso una vara muy alta. Es un disco excelente y yo busco hacer discos así. Ni más ni menos que eso”, amplifica Coleman, quien presentará este material hoy y mañana a las 23.30 en La Trastienda (Balcarce 460). “Ese proyecto significó un proceso de recuperación de la canción, de ponerme las pilas en mejorar mi calidad compositiva. Luego de ese disco, que fue un trabajo bastante agotador, me picó la carencia. Me puse a componer a fines de 2014 y saltaron preguntas como ‘¿Qué compongo?’, ‘¿Cómo hago para lograr algo que no esté metido en el disco anterior? Y esa búsqueda fue complicada. Me llevó dos años y muchos cestos de papeles llenos, y sesiones y discos rígidos que no sé si usaré alguna vez. Lo que sí tenía claro desde el principio es que quería tener un disco de 40 minutos.”

–¿Qué pretendía de este proceso? 

–En la primera etapa me basé en el criterio de cómo llegué a las canciones de Incandescente, pero exagerando el asunto de poner un tema dentro de otro. Era una búsqueda de canción específica y de sonoridad, y trabajé mucho en eso. Compuse bastantes cosas, de las cuales quedaron tres en el disco. Ese material tenía melodía, aunque no letra. Y me di cuenta de que no podía seguir trabajando sobre demos si no escribía. Así que me senté a hacerlo y no me salió nada que me gustara. Cuando vi el resultado, no me movía. Escribí un montón de letras que no me sacaban de mi lugar de confort. Por ahí estaba dos días en eso. Cuando hacés una canción, tenés que saber que vas a cantarla muchas veces, y tenés que estar convencido de lo que le estás diciendo a la gente. 

–¿Cuándo se dio cuenta de que había encontrado el rumbo?  

–Me di cuenta de que lo que tenía que hacer era escribir música nueva de otra manera, desde el groove, desde la base de bajo, batería y una pequeña guitarra rítmica. Y eso me significó que, en vez de contar un cuento o una historia, debía armar un tema a través de frases que de alguna manera se pudieran amigar con otras. Ese continuo podía dar un significado. Algo más sensual. Finalmente, eso hizo que compusiera diez canciones más y se destrabó la pluma. La idea funcionó, y me permitió escribir las letras de los otros temas y volver al post punk, al funk blanco, a esa pulsión de Gang of Four, Talking Heads o el “Let’s Dance” y “plastic soul de David Bowie. Eso me gusta. Me hace mover involuntariamente los pies mientras pienso en otras cosas. Necesitaba disfrutar la música de otra manera. Así encontré la punta. Me llevó un año y medio llegar a esa conclusión. 

–Las diferentes etapas de su obra y sus influencias quedan expuestas en el disco, aunque se lo ve más lúdico en su forma de componer. ¿Todo esto fue consciente? 

–“F-A-C-I-L” fue una epifanía porque salió todo junto en una tarde. Luego se fue puliendo. En ese momento pensé: “Tiene que ser fácil ¿Fácil? ¡Fáaaacil! F-A-C-I-L”. Me quedé sin letra y no quería bajar línea porque se iba a entender mal. Se trataba de ser fresco. Lo que está dicho en ese tema todos los sabemos. Siempre parece fácil cuando lo hace otro. Pero, cuando te ponés en eso, hay que hacerla bien. Fue la única bajada y titular eso con los guiones era justamente complicarlo. Es un juego, mi espacio es lúdico. 

–¿La guitarra de “F-A-C-I-L” está inspirada en la de Nile Rodgers en “Let’s Dance”?

–Siento una gran admiración por Nile (Coleman estuvo como espectador en el show que el líder de Chic brindó el miércoles en el Gran Rex) y por su estilo de guitarra, que no volví a usar. Me cuesta mucho hacerlo, pero me encanta. Voy de los Talking Heads hasta Gang of Four, pasando por él, y eso te lleva a Bowie y a todas esas influencias. Pero el asunto era disfrutar de su manera de tocar la guitarra. Agarrar una Stratocaster, que es la mejor para ese sonido. Retomé eso y siento el goce de reencontrarme con esa forma de encarar el instrumento.

–Pero ya se había reencontrado con esa forma cuando fue parte de la banda de Gustavo Cerati en el disco Ahí vamos. De hecho, ustedes dos siempre se caracterizaron por esa muñeca mágica para hacer funk dentro del rock.

–Ojalá llegara a eso. Ya dije más de una vez que tengo una influencia muy post punk y por ahí se entiende mal porque es un género muy amplio. No sólo es Joy Division, sino todo ese inglés blanco que trataba de tocar como negro y que le salía algo más furioso. Escucho a Gang of Four y me doy cuenta de por qué me gustaba Nile Rodgers. Pasa que no entendés la película del negro porque no la tenés. Hay otra sensibilidad en juego. Me manejo dentro de los amplios márgenes del rock sin tener que ser esa guitarra zarpada. 

–A medida que avanzan las canciones, aparecen, además del post punk, temas marcados por el britpop y hasta por el soul. Y lo sombrío no se refleja desde un lugar oscuro, por lo que se trata de un disco elocuente, aunque no evidente. ¿Cómo fue el armado del repertorio?

–Se trataba de eso, de todo lo que está implícito. Simplificar la fórmula, no abrumarte, y sacar el juego posible y sostenerlo. Existe un sector que quiere ver todavía al Coleman gótico o suicida que le canta una oda al tipo que está enterrando su crimen en el jardín. En la relación con la gente que sigue tu carrera, hay cosas que tenés que darle servidas y otras que no. Y yo me peleo mucho con eso. A un fan le pongo “Para sufrir de verdad”, y le tengo que pedir paciencia. Al que no crea que es el mismo Coleman, le aseguro que sí lo es. Le estoy diciendo: “para sufrir de verdad va a pasar tal cosa”. Es una de las canciones más oscuras del disco. Y sin embargo está muy envuelta. No es que está sufriendo por un amor. Por eso empieza tan linda, tan crooner, tan soul canchero, y luego se va para otro lado.

–Fue lo mismo que pasó con Bowie en Young Americans. Nunca pretendió hacerse el negro, sino todo lo contrario: quería ser un blanco cantando soul. 

–Nunca lo pretendí. Eso está clarísimo. No hago soul ni funk. Toco con algunos elementos que reconozco, aprendo y reinterpreto. Están también Al Green y una gran cantidad de Motown implícitos en los temas, y mueven ciertos hilos para que a alguien más le pase algo. Son zonas musicales que se pueden visitar con dignidad y siempre dentro de los límites del rock. Lo importante es que sea nuevo para mí porque no soy convincente. 

–Otra de las constantes del disco es que dispara hipótesis que no que siempre encuentran respuesta. Eso lo denota un tema como “Los días futuros”... 

–Y sí. “Volverán los días futuros” porque también están para negarlos. Cómo podés decir “No future” (“No hay futuro” era uno de los lemas del punk) si no tienes un mañana para rechazar.

–¿También quiso ser espectador de sus historias? 

–Cuando me destrabé, comencé a ver pequeñas películas. Fue bueno porque insistí. El proceso fue muy lindo porque encontré personajes muy nobles que se prestaron a inspirarme para escribir. El agua que no se puede beber, la estatua de sal o el astronauta retro son algunos de ellos. 

–Pese a que son personajes heroicos y nobles, padecen la frustración. ¿Por qué los hizo tan terrenales? 

–Hay mucho de frustración y decepción, pero están puestas desde un lugar brillante. Esas ya son lecturas que les dejo a los demás. Me hizo muy bien abrevar en eso, al igual que en el ritmo. Conecté con eso cuando, en el proceso de realización de Incandescente, tomé el subte hacia el Centro y puse en el iPod More Songs About Buildings and Food, de los Talking Heads. Hacía mucho que no lo escuchaba y dije: “¡Qué bueno!”. No me llevaba al pasado, sino que me puso a billar. Ahí vi que tenía que retomar ese camino.

–A propósito de eso, ¿cómo fue para usted redescubrir toda esa banda de sonido generacional? 

–Me sentí bastante feliz de retomar un camino que podía transitar ahora con esta madurez. Sé tocar y componer mejor, al igual que del estudio e ingeniería. A Gang of Four los escuché luego de 35 años, a partir de reencontrarme con los Talking Heads. Podemos hablar horas sobre ellos porque están circulando todo el tiempo. Y eso lo notás en bandas más jóvenes como The Rapture.  

–¿A veces no siente que la evolución es más bien un déjà vu? 

–Cuando viví en Los Angeles, tuve un peluquero llamado Atila, que tendría quince años más que yo. Era pelado, con una cresta. Y un día me dijo: “Richard, tengo este corte de pelo desde 1977 y ya estuvo de moda cinco veces”. ¡Me encantó! En ese punto, retomar esa influencia post punk era decir “Esto lo tuve siempre. Si estuvo de moda hace diez años y no me di cuenta, me lo perdí”. Quiero pasarlo bien, más allá de que esté en boga o no, porque sé que está en mí todavía. 

–Si bien la Argentina fue la capital del post punk latinoamericano en los 80, el revivalismo que experimenta el género desde los 2000 no se vivió acá con la misma efervescencia que en otros lugares. ¿Cree que este disco lo reposiciona en un lugar icónico dentro de la escena? 

–No sé. No creo que el que venga a ver un show mío se encuentre con un recital de post punk. Son referencias importantes como influencia y en cuanto estímulo para la composición del disco. Si hago un balance, el post punk se puede notar en un 40 por ciento del sonido. No más que eso. Y no quiero dar un mensaje equivocado. Si me preguntás sobre esta escena o acerca del resto de las movidas que hay en el país actualmente, no sé qué decirte. Ahora escucho un poco más de música. Siempre me consideré al margen. 

–¿En serio no se considera una figura influyente? 

–Estoy lejos de pensar que puedo marcar un hito o referencia. Entrando en el ámbito de la decepción, no creo que la música fuera tan importante como uno pensaba que podía ser. Uno creció y aprendió que era algo identificatorio del carácter, especialmente en la época de formación, pero hoy en día dejó de tener relevancia para los jóvenes. Lo que más nos desfigura es el lugar de la música: es puro entretenimiento y además efímero. Eso sí es seguro. Cuando viví en Estados Unidos, a la música se le consideraba así, mientras que acá uno creía que te salvaba el alma porque la Iglesia era una mierda. La poca gracia del consumo y la frivolización no te dan más que un playlist. Me hubiera gustado pensar en un disco controversial, de un antes y un después. Pero no sé a quién le importa.