Allá donde todo aquel septiembre

no alcanzó para llevarse la tempestad.

Allá donde muchos vientos han pasado

Y ninguno pudo detenerse a descansar.

Allá donde mil poesías gritaron

cuando le cortaron al poeta sus manos,

uy , uy, uy, si hasta el cóndor lloró".

León Gieco

 

Alguna vez recité una poesía en homenaje a Sarmiento desde el escenario del salón de actos de la escuela República de Chile. También actué en otras oportunidades, pero la memoria siempre es autónoma, sólo recuerda lo que ella quiere. Cada uno de aquellas palabras que versaban sobre un niño con asistencia perfecta, una higuera, un telar, una vida sin descanso ni calma al igual que la púa del Winco que no dejaba de saltar sobre el disco de vinilo en distintas partes del himno al prócer, la desesperación de la señorita de música, la risa de Laura, todo lo llevo  gravado a fuego. Nunca me caractericé por recordar fechas de cumpleaños, aniversarios, celebraciones y no pocos problemas me ocasionaron dichas distracciones. Tal vez por ser la última muerte que conmemorábamos en el año, la proximidad del picnic de primavera o la inminente llegada de las  vacaciones de verano, dicha fecha provocaba en mí una alegría parecida a la que experimentaban mis maestras. Después pasaron cosas fuertes que complicaron mi archivo, provocándome distintas sensaciones aunque  ninguna el olvido. Había decidido tomar un descanso en mi trabajo, me acerqué a la cocina con la intención de calentar agua cuando escuché en la radio un informativo que parecía guionado por Orson Welles. Con la necesidad imperiosa de ver lo escuchado, me crucé al bar de Papeti. Parroquianos atónicos, inmóviles, miraban una y otra vez un avión estrellarse contra una torre en el corazón de la primera potencia mundial. Recuerdo las palabras del único hombre que se movía con normalidad dentro del local, su dueño. "La reacción de un poderoso es cien veces más violenta que la  acción que la provocó", dijo en voz alta  mientras cargaba tazas repletas de café. "Callate la boca Gallego, ¿qué sabés vos?", le gritó "Masacote" Correa, quinielero de la zona, desde su mesa alquilada junto a la puerta del baño. "Es cierto, yo no sé nada de nada, en lo único que me destaqué en mi vida fue en atender vagos, pero eso no me quita lo bailado en más de setenta años. Hiroshima es hija de Pearl Harbor. Espero que no nos culpen a nosotros esta vuelta". Reflexionó en voz alta mientras miraba de reojo su televisor. Pero de todos los 11 de septiembres vividos, el más nítido recuerdo que conservo es sin dudas el del 73. La directora de la escuela Zeballos en persona tocó la campana del tercer recreo para hacernos formar filas en el medio del patio como habitualmente hacíamos para retirarnos. Pocos presagiaron una mala noticia, la mayoría pensamos en un asueto. Sin embargo, la señorita Norma, visiblemente emocionada, nos comunicó el golpe de estado en Chile y el asesinato de su presidente, el doctor Salvador Allende. Después de un corto discurso, pidió un minuto de silencio. Coquena Marcheti, compañero del otro séptimo, ingenioso, ocurrente, alegre,  quien siempre cantaba marchas y consignas imitando a sus hermanos mayores, lloró desconsoladamente durante los sesenta segundos hasta quedar arrodillado con sus manos juntas, como esposadas, entre sus piernas y su mentón hundido en el pecho. Dicha imagen fue la que más me emocionó en el drama de aquella mañana. Me alegró verlo a los pocos días aparentemente recuperado, entonando por los pasillos un cántico popular referente al desgraciado hecho, una adaptación de un tema infantil "El  viejo hospital de los muñecos", popularizado en aquel momento por Luis Aguilé. La noche trasandina llegó volando con alas de cóndor a tapar el sol de nuestra incipiente primavera. De muchos conocidos, sólo transcendidos, nada seguro. Que se habían ido a tiempo, que estaban bien, que México, España, Canadá... Marcheti fue uno de los apellidos que busqué entre los desaparecidos. Nunca supe más nada de él, hasta el 11 del 9 del 2013, cuando entró a mi librería. Lo reconocí de inmediato. Se presentó formalmente como vendedor de libros infantiles. Expuso con seguridad las necesidades que tienen los niños de tocar, oler, escribir sobre el papel. Dijo algo también sobre la posibilidad de abrazar a sus  personajes favoritos, estimular el sentido del tacto, opción que no le permite el mundo virtual. Se explayó libremente, cubrió el mostrador  con catálogos y distintos ejemplares hasta que decidí interrumpirlo. "Los que más se venden, siguen siendo los clásicos. ¿Sabe cuáles estoy buscando? Los sonoros, esos que uno los aprieta en un extremo acolchado y suena una melodía pegadiza. Me cansé de venderlos en los noventa, hoy no los encuentro por ningún lado", fue la manera que elegí para marcarle la cancha. "Recuerdo perfectamente los libros que me señala, material de importación, entraron baratos en el uno a uno, yo represento a una editora nacional, que intenta recuperar el prestigio que tuvimos alguna vez en toda Latinoamérica", me explicó de buena manera. "Mire caballero, no me venga con populismos baratos, ideologías de izquierda o filosofías de perdedores. Así como me ve, con el uno a uno viajé dos veces a Miami, favorecido por el deme dos traje objetos inútiles para regalar a conocidos que no pudieron viajar, mientras que ahora no puedo cruzar ni a Bolivia", redoblé la apuesta provocativamente. Sus ojos brillaban como dos soles al mediodía. Mientras recogía sus cosas para guardarlas nuevamente en su maletín, tragó saliva para no insultarme. "Veo que usted sólo ha vendido libros, pero nunca leyó ninguno, o si lo hizo,  siempre tomó un volumen de estantes fascistas, del sector que enmascaran con odio su miedo a intentar un mundo más justo, más humano", fue la forma más educada que encontró para responderme. Me apresuré en encontrarle un giro cortaziano a nuestra charla convencido de la huida de un hombre que no dudaría un instante en priorizar sus convicciones a las conveniencias. "Mirá Coquena, lo que ando buscando hace tiempo es un cuento de Pinocho, que al presionarlo se escuche la voz clara del pueblo cantando: al viejo hospital de los gorilas /llegó el fascismo mal herido/ al que el pueblo chileno atrevido/ lo sorprendió dormido y lo atacó./ Llegó entonces la CIA protectora/ y viendo que el fascismo se moría/ le puso un corazón de oligarquía/ y Pinochet contento gobernó". Cuarenta años después de aquel llanto premonitorio, mi amigo volvió a llorar abrazado a quien escribe. Pero con una diferencia, esta vez no lo hizo solo.

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