Más la vida tiene abismos insondables.

Hay caminos del destino intransitables...

Y hay vacíos imposibles de llenar.

 

Rose Mary había nacido en California, cerca de Hollywood. Joven y atractiva, había deseado obtener un lugar en los sets de filmación, y no había escatimado en procedimientos para lograrlo, aunque apenas había conseguido unos papeles mínimos... Se había resignado a tareas ordinarias y a confrontar las ironías socavadas de sus amigas, cuando conoció a Angel Francolini, un marinero rosarino que tenía el rostro que había imaginado para ser su novio. Habían frecuentado de buenas a primeras un restorán italiano y un módico motel, que en unos días compulsivos predispuso al casamiento. Rápidamente, quedó embarazada, primero de un varón y luego de una mujer. A instancia de Angel, decidieron establecerse en Rosario, donde él contaba con una familia numerosa y Rose Mary, cuya madre soltera había muerto, aceptó porque viajar hacia un lugar desconocido constituía una aventura que no le parecía desdeñable. Era una manera de alterar el circuito de la existencia rutinaria; además, pensó, dado que su marido era un perpetuo viajero, existía la posibilidad de establecerse en otros lugares, si las circunstancias así lo exigían y conocer algo del mundo. Llegaron en verano y Rose Mary, después de congraciarse con la familia y poder alternar la crianza de sus hijos con su cuñada, que era una mujer extremadamente hogareña, comenzó a frecuentar La Florida. Tomaba sol para intensificar el color de su piel y solía llevar un libro que jamás leía. Esa vida constituida por un dilatado descanso y cotidianas conversaciones entre mujeres que apenas se escuchaban, acarreaba un riesgo. Un riesgo acrecentado por las ausencias prolongadas de Angel, que pese a haber sobrevivido a dos naufragios, no era precisamente Odiseo y por el hecho, por supuesto contingente, de que Rose Mary no tenía la menor idea de quien era Penélope. Demás está mencionar que su presencia no pasaba desapercibida y, después de un tiempo, alguien comenzó a visitarla. Alguien que se constituyó en un aliciente para quien piensa que una mujer tiene los mismos derechos que un hombre. Sólo que estaban sus hijos y Rose sospechó, con bastante fastidio ante sus propias impaciencias, que tal vez se había apresurado a tenerlos. Al cabo de unos meses, cuando la presencia de Angel se hacía más y más esporádica por el tema de la guerra, Rose Mary, harta de lavar la ropa o la insípida tarea de fregar los pisos, sintió que la náusea invadía la casa y decidió cambiar su proyecto. La impulsaba el hecho de que su amiga Elsa había abandonado a su marido y a sus hijos por "el verdadero amor de su vida", y un sueño que tuvo unas noches antes de que su caída se concretara. Había soñado con Medea, a la cual conocía, por una película en que ella había aparecido como una de sus esclavas. En el sueño, Medea tenía su rostro, pero no sintió que era por el deseo de haberla interpretado; sintió un miedo ciego, aterrador, que la hizo levantarse como impulsada por un resorte para comprobar que sus hijos dormían. A la semana siguiente, de una manera un tanto oscura, Rose Mary abandonó la casa; en realidad huía y para sobreponerse al esfuerzo que esa huida acarreaba, dio en pensar que algo en el nombre de la ciudad, tironeaba de su nombre, algo que la arrastraba, se le imponía. Muy rara vez se realiza el acto de evitar la confrontación con el horror de un temor fantasmático, y para colmo, un acto desmesurado, impulsivo, como ese de Rose Mary, no suele terminar bien. Sus hijos quedaron al cuidado de su cuñada y Rose Mary, privada por los juicios de la época, sólo volvió a verlos, agazapada en las esquinas, disimulándose entre los transeúntes que cruzaban las plazas donde sus hijos habitualmente jugaban. Sus impulsos la habían arrastrado a un límite y debió pagar las consecuencias... puesto que ahora, repitiéndose a sí misma que otra cosa no había podido hacer, se encontraba en otra posición, en otro barrio, en otra casa, con otro hombre que como el anterior, acaso como todos, comenzaba a ser desconocido. Apenas comenzada, la pasión que parecía haber retomado sus mejores estados anteriores, se había diluido inmediata en la costumbre y dejaba paso a una extraña añoranza que le recriminaba no haber exprimido las vivencias hasta extraer un plus, hasta agotar la sensación de lo intenso hasta la médula, para irrumpir en el hartazgo y verificar que al fin de cuentas, nada tiene sentido. Comenzó a beber y en el reflejo cristalino del vaso que vaciaba, advertía la tremulación inquietante de la muerte que progresaba hacia la mano temblorosa, más allá de la pupila detenida en el vacío. El calendario, como siempre impiadoso, no sólo deshojaba las hojas de los días, también inscribía en los surcos incipientes de su rostro un sesgo indescifrable que acrecentaba el desconcierto. Una mañana o una tarde, se alejó para siempre de la casa y comenzó a deslizar su desarraigo por las calles de la ciudad desconocida; se detenía a dormir en los bancos de las plazas, en uno que otro refugio de los barrios descentrado, se acomodaba en una esquina para obtener el óbolo miserable de unas monedas y mendigaba en la mesa de los bares los restos de comida y la esperanza de una última copa. Por supuesto, siempre en las cercanías del barrio donde crecían sus hijos. Así pasaron unos cuantos años.

Una noche, rondando en los alrededores de un bailongo de la Tablada, El Arco Iris, frecuentado por la gente del bajo pueblo y algunos jóvenes que concurrían con la esperanza de conquistar a alguna alternadora al compás de un tango, vio a su hijo que concurría al lugar y comprobó, al cabo de unos días, que esa concurrencia era frecuente. Decidió, a pesar de la turbia proyección del alcohol, pernoctar en los alrededores, con la tímida esperanza de poder decirle algo, esperanza que se afirmó con el correr de los días y la sensación premonitoria de que su vida terminaba, sólo que en la noche en que había decidido arriesgarse al encuentro, fue sorprendida por un tango que surgía del bailongo y que parecía interrogarla: "Hace tiempo que te noto que estás triste, mujercita juguetona, pizpireta...".

Rose Mary sintió sublevarse algo que no esperaba, sintió que esa música para ella foránea, que no era de su origen, ni de sus preferencias,  surgida en arrabales últimos, se tornaba ancestral cerrando su destino y su secreto. Vio salir a su hijo y tuvo un impulso casi irrefrenable de decirle: "Hijo, soy tu madre", pero se alejó optando por un eterno silencio.