Tendría 11 o a lo sumo 12 años cuando tuve que correr cuadras y cuadras, una tarde, con el corazón en la mano y las palpitaciones en fría aceleración. Esteban, el rubio y súper atlético, hijo varón del pediatra más blanco y “papanoelesco” del barrio, se enfureció del todo conmigo cuando comprobó que yo, que era un desastre encumbrado en materia futbolística, ocupara la posición que ocupara en los partidos que él lideraba. Paró el juego y desde el centro mismo de uno de los terrenos del Ferrocarril, a la luz del sol y con el pasto en fétido diálogo con las zanjas, amenazó con descuartizarme adelante del varonerismo cómplice. Pienso muy a menudo en mi corrida, esa corrida, y me veo gacela, ñandú, hélice. Solo. Me veo solo. Me veo intrépido, incluso, porque en el trayecto -por desesperación- se me ocurrió tocarle el timbre a mi tío Rafael y simular estar yendo a visitarlo sin previo aviso, agitado porque, le dije, de puro ímpetu aeróbico había trotado hasta su casa. En su refugio, tomé uno de sus cafés en vasito de vidrio y le pedí cerezas en almíbar de unos de los frascos remanentes de su vieja repostería. Esperé una hora mientras él fumaba, investigando el relieve de su cenicero, un Coliseo Romano a escala puchos. Nadie supo nunca. Eran años de riesgo sostenido para mí: la violencia de Esteban fue coetánea a las de los abusos sexuales que padecí en serie. Alto, delgado, espigado y encorvado; narigón, huesudo y con la cara como una gota de punta remarcada y base gorda. Base densa. Mi cuerpo era ya de otros. Mi madre me mandaba a vivir a una isla porque, decía, yo “no quería a nadie” y mi padre había sido como Esteban unos cuantos años antes, cuando aún montándome de delantero de Estudiantes de La Plata, supo que no conseguiría jamás tener un hijo crack. Veinte años después, en Buenos Aires, en la cola de una espectáculo del Rojas, transpiré en demasía y me desarmé: nunca sabré en cuánto se relacionó esto con aquello, pero sé que en algo sí. Corrí a mi departamento de Once y me tapé de los sobresaltos, horas y horas cubierto sin protección, con una frazada que helaba y un sudor de estalactita. Bienvenido pánico: el miedo programado. Morí 150 veces ya. Miedo, sistema político de instrucción emocional: una herramienta. La primera. La primera que sentí el sábado pasado también, resurrecta e insurrecta, en el escenario del acto de cierre de la Marcha del Orgullo LGTTBIQ, cuando volaron hacia allí, hacia todos nosotros y hacia mí, huevos, latas y (por lo menos) una botella de vidrio. Fui, por decisión unánime de la Comisión Organizadora (a la que no acudo, como tampoco pertenezco a ninguna ONG, Federación o grupo) uno de los cuatro presentadores por segundo. año consecutivo, junto a las activistas trans Daniela Ruiz y Vida Morant, y a la locutora Andrea Majul. Acepté esa invitación feliz: entiendo que No se puede vivir del amor, el programa de radio que conduzco a diario desde 2013, es un espacio significativo y reconocible. De espaldas al Congreso, entonces, cuando me tocó prologar la aparición del espectáculo Me llamaron Fifí, vi venir a los que, en secreto, yo llamo “los amigos de Esteban”. Apariciones, fantasmas del terror que vuelven y mi tío Rafael que ya murió. ¿Hacia dónde corro ahora? El pánico alojado en mi pecho, como un marcapasos mal cableado. ¿Miedo, tengo miedo en este escenario? Sé quiénes son los que, desde abajo, lanzan lo que lanzan. Los reconozco. Los conozco. Los veo. Son “los nuestros”. Esto es “entre nosotros”, aún cuando ese “nosotros” presenta fracturas, disensos o disconformidad. De vuelta, me dije: ¿salgo igual, con miedo, y pido estar bien al costado del escenario y no el centro, por las dudas? Eso hice, presenté de costado a los invertidos del nuevo tango queer. Pero, de vuelta, ¿quién está ahí abajo, Aldo Rico, Negre de Alonso, Héctor Aguer? No. Somos nosotros. Son cuerpos enfurecidos, en furia notable e hiperexpuesta. Están arriados, es evidente. Esos cuerpos contra estos. Ellos contra el resto, que somos el todo. Ellos somos todos, pero ellos son otros. En suma: siento un continuum de miedos. Me dicen, luego, que soy un privilegiado sin derecho al temor. Que no puedo desentenderme de reclamos contrahegemónicos y contramarchísticos, y que arriba no es igual que abajo del escenario porque no soy trans, ni migrante, ni pobre, ni negra, ni desempleada, ni víctima de explotación sexual, ni excluida del mainstream de “la derecha” de las organizaciones de la diversidad sexual (¿?). Todo eso me dicen, horas después, en las redes. Vivo repleto de beneficios, es cierto. Pero, ¿cuál es la tabla de los privilegios? ¿Quién puso por encima los privilegios de unos frente a otros cuando, en este baile, el único privilegiado es el macho, blanco, heterosexual, cis, profesional y exitoso? Propongo rejerarquizar crímenes, justificar violencias y producir el reality que determine quién sufre más y quién se victimiza menos. ¿Les parece? Al programa lo puede conducir Esteban, el varón valiente de mi infancia, que se hizo surfer y ahora vive con lo justo.