Es la Conquista de lo Real, que es el desierto, Vicente. Y si esto es una guerra, tenemos que descubrir su código, le digo. Vicente desliza la cabeza de un lado al otro, muy leve, apenas tironeado desde el mentón. Ese es el tema con los algoritmos, dice. Lo miro, no entiendo. El de las fronteras, aclara. Si es una guerra, hay fronteras. Por eso hay gendarmes: marcan a los que están adentro y a los que están afuera. Bajo la égida financiera, explica y apunta al televisor inclinando la cabeza y eleva las cejas. La pantalla repite imágenes de gendarmes y policías y operativos y represiones. Es un resumen de noticias, es la información. Sí, la información; no, la imagen, dudo. No hay cultura, solo tenemos entretenimiento. Así que sentate, querés, a dónde vas a ir, me interroga. Me siento. Ese es el tema, me dice. Hacen los boxes cada vez más chicos, fíjate. El espacio, ahora, es más chico. Esta casa, es más chica. Tus brazos, tus manos, tus pulmones, son más chicos. Es la dislocación del episodio real, se nubla Vicente. Una relocación, para mejor decir: volver a conocer el mundo conocido. Si de lo que hablamos, al fin, es de cuerpos que no dejaron nunca este lado de la pantalla.

Con un bigotito fino, de pelusas, suena ridículo cuando se queja con ese énfasis un poco sobreactuado que pone al desplegar sus teorías, sus nuevas adivinanzas, sus eternos descubrimientos. En cierto sentido, lo entiendo: no hay nada mucho mejor para hacer. El río está ahí, estúpido, mugriento, impotente, como una hidrovía, un horizonte de escape. Pero nos encierra a todos en esta mezcla de vaciadero, gran feria de escaladores, financistas, inmobiliarios, rastrilleros, hermoseadores, mequetrefes, suegras y sobrinas emperifolladas, matarifes en comunión de santos, regadores disponibles las 24 horas y servicios tercerizados por la OTAN. ¿Mencionar democracia, esa palabra, la exacta, no es aludir a quienes habitan en ella? Vicente, no salgas con esa pregunta de para quién el arte, la prensa, la historia de la ciudad. Me refiero al mal olor, el hedor del basurero. No es el criadero de cerdos. Cerró. La fábrica de jabón, tampoco. Cerró, también. El dueño se declaró prudente empresario y concesionó el predio para poner a trabajar a niños y mujeres en la recolección de piezas útiles entre la basura vieja. En esa zona estaba el basural en 1916, el de la concesión a Jesús Páez. Qué asunto el de los homenajes, Vicente. La basurita, de sur en sur. 

Primero de septiembre. Vivir en la frontera: la policía arrasa las calles. Un mes antes, Gendarmería a una comunidad. Pegan, tiran y secuestran. Se habla de lo que da rating, esa es la agenda que ve y no ve. Lo que está y no está dentro de un territorio. O que está sin pertenecer. Su teoría poscolonial, Vicente. Gendarmes. Fronteras. Malones. Montoneros. Células anarquistas. Bombas molotov. Es un compendio. Es la suya, Vicente.

Y entonces, ¿por qué iba a encontrarte en la otra vereda y acordar que todo, por fortuito que sea, es culpa nuestra? Marcaron la madera, Vicente. Como un juego con los siglos: hicieron dibujos de casas con las puertas tumbadas y madres que lloran por quedarse solas. Estoy viviendo bien, al menos, como todos los días y tengo dónde dormir. Estoy viviendo, al menos. Con voltios, las marcaron. Los gajos de la historia, de sus cuerpos. Hay que ser como la imagen. Y Vicente me dice:

--Fijate qué absurdo el viento, fíjate: golpea desde arriba y su felicidad no cabe en una mano, en ésta mano.

Vicente, miro tu bigotito y no entiendo en qué momento fue. ¿Esa es una señal patricia, en este rato de la historia? No, Vicente, no hacés esas cosas.

-‑ Ni siquiera puede llevarse lo que decimos y lo deja pendular en el fiel de la balanza.

Después, con más tragos encima, se pone denso, pesado, deletrea lento y trabajoso. Necesitás un realismo entendido desde la cuestión posnacional: 2017, no te olvides. Vicente, pásame los maníes, le pido. Los alcanza con un empujoncito al plato que lo hace resbalar hasta mi mano sin que ninguno se desborde y caiga. 

‑-De ahí, también, su recreación genealógica de un tipo de conflicto consustancial que se sintetiza al abrirse.

‑-No te entiendo ‑le digo, casi para sacarlo del tema, volver a instalar ese silencio con el que mirábamos las imágenes en el televisor.

Zapping de canales, pedrería noticiosa. Dejá acá, me frena. Dejo. El sonido bajísimo, casi en mute. Y Vicente discurre sobre un texto poblado de íconos de época, figuras del pasado, el presente y el futuro, intercambiables, fusionados; que son, al mismo tiempo, síntesis totalizadoras. El paso del confort, la comodidad del orden familiar y la repetición del trabajo catedrático, hacia lo desigual; el interés por lo degradado es, para el protagonista, una suerte de retorno al seno original. Lo que fue hecho mil veces y, con esta, una más. 

Acá me encuentro diciendo: las fronteras definen nuestra forma de vida. Después pienso: para qué. Para que Vicente prosiga. Son esas marcas que ahí ves, ¿no ves?, señalo el televisor. Todo el tiempo se mueven y, por ahí, es por eso que no las reconoces. No se notan, casi. Pero están, son esas. Ahora está formado el cordón policial. Por un rato, nomás. Después se van, termina el operativo o la guardia o lo que fuera que se les ocurrió hacer ahora, ahí, con esas armas.

Pero hasta dónde va a llegar, me dice. Qué cosa, le digo. De algún modo, Vicente cree que tensa la complejidad fofa de la cultura argentina, la nuestra, la que vivimos por estar en ese lugar, acá mismo. Poné más fuerte, dejame escuchar. Pide Vicente y yo no hablo. Escucho, también quería escuchar. Si algo bueno hay en lo que decís, le digo, tiene que ver con cómo lo decís, lo malversas, diría Arlt. No era Arlt precisamente. Pero no nos metamos con el tema de las citas. Siempre con lo mismo, Vicente. Por caso: los desfondamientos del género, la "malversación". 

‑-El escribir mal le dio a la literatura argentina esa vitalidad que la hace una especie de sobreviviente. Lo mismo que, de modo forzado y extendido, pasa con la cultura argentina. Su desprolijidad, vamos. Por eso vivimos y nos decimos argentinos, tanto ahora como antes.

‑-Justo se te ocurre mirando esto.

Pero no es de una gestualidad antiacadémica de lo que hablamos. Ni del bailecito presidencial. Ni la política del trending topic, el seguimiento de tendencias, los grupos focales. Vicente no está para esos temas. Se molesta enseguida si uno le sale con verba de dobladillo, apuntes y resaltadores. Lo aprogramático lo entiende como una realización cotidiana. Dice algo sobre una alquimia dramática de elementos sensible‑caóticos. Esto es obvio: que no es del todo inteligible. Por eso habla como si se corrigiera, pero con un desinterés angustiante. 

‑-¿Y hasta dónde llega esta ciudad?

‑-¿Hasta las torres?

‑-¿Cuáles torres?

‑-Las nuevas.

--Las que aún no se construyeron. Esas son las peores.

Sortilegio, sortilegio, sortilegio. Vicente, el conspicuo, entona. Acaban de iniciarse las tareas. Al pabellón de los hombres serán llevados. De los justos y los sensatos. Acaban de ingresar, lo vieron. Serán quienes le den, más tarde, forma a las palabras. Dirán con ella lo que deba ser dicho. Y harán, con ellas, unos cuantos biotipos. Serán quienes retengan la disciplina y la materia prima. Los que introduzcan voluntad. La suya y de nadie. Así se hace la realidad, o se la orienta. Lo único cierto es el photoshop, me dice. Es como si el mundo fuera de los editores. La diferencia es mínima: si la violencia es a favor, serán emprendedores; si es en contra, serán criminales. No hay nada más fácil.

¿Vas a ser promotor de cualquier pájaro hambreado que anda suelto?, me pregunta. Y puntea: el marketing, con él se come, se educa y se transa. El patio húmedo, miro el gladiolo. El viento lo golpea desde arriba. Vicente señala el garaje: vendí el auto, me dice, voy a hacer mi Silicon Valley en La Florida. Tecnología y windsurf los fines de semana. Mi biopic será producida desde Hollywood, acordate, el galancito de turno hará mi papel y voy a pasar una noche con una actriz famosa. Y sí, por supuesto, voy a pagarme la mejor y más cara de las putas deshonestas. Y pasar quince días all inclusive en la Polinesia, caranchear un lugar en la lista de diputados y quizás escriba el Elogio del Agrobusiness. Si el viento es estúpido, míralo, de qué nos sirve tenerlo en la mano.

‑-Bañate, está bien, vos lavate la cara, pero todos tenemos tierra en la piel -le digo, embotado, mientras Vicente se olvida.

Y Vicente otra vez empieza: de acá para allá, de allá para acá. Recita con indistinguible galanura: "bla, bla, bla, bla, bla". Otra vez vuelve a empezar: esto es para acá, aquello para allá. Uno es uno, y uno será. Y otra vez vuelve a empezar: esto es así. Hasta que el eco vence a la voz y de una soga cuelgan guardapolvos blancos y llaveros y serruchos y cucharas con filo. Abajo hay llamas, Vicente. Pero ondulan sin poder quemarlos. Se escuchan chillidos, gruñidos, bramidos en alta definición. Son niños, no trolls. Sangre, sangre, pero no es de buena calidad. Tienen ahora: tibieza, trabajo y resignación. Saben, ahora, mantener el orden y sentirse libres de morir anónimos.   

‑-Vicente, ya lo vimos: con que pueda ser peor, no alcanza.