El sábado de la marcha me desperté con el ruido de la lluvia, abrí la ventana del cuarto y vi  el cielo color púrpura y rosado, una combinación de chicle Bubbaloo uva y fresa. Me levanté y empecé a rastrear al grupo por wassap. La parte más grande salía de Marechal, de la casa de Tota y de Luz. El resto nos íbamos a ir acoplando. La frase más repetida la noche anterior fue: en caso de no haber señal el mensaje de texto llega siempre. Contra todo pronóstico el wassap andaba.

Cuando paró de llover salí para la Plaza. Caminé con soltura y seguridad. El primer lugar en donde siento el orgullo de marchar es en el cuerpo. Me gusta esa sensación de firmeza y elasticidad, porque la primera censura que recibe una sexualidad que emerge como disidente impacta en el cuerpo, en sus gestos y en sus modulaciones. Y el cuerpo acusa ese recibo, se convierte en campo de batalla, en territorio que pretende invadir el decir de otros.

Entonces, marcho para revalidar cada vez el cuidado del territorio de mi cuerpo, de mi comodidad íntima con él, con la modulación y cadencia que le doy, con los gestos que hago con las manos sobre el pelo, por ejemplo, el de llevarme el jopo para atrás, o masajearme la nuca con las dos manos. Y con la ropa que uso, mis botas, mis remeras, mis shores, mis camisas, mis camperas de colores, que también es mi ropa de ir a trabajar. Lo hago para celebrar lo más primitivo que tengo: que yo soy mía.

Cuando estaba llegando a la Plaza la llamé a Florencia y me dijo: estamos en Avenida de Mayo 660, delante de la Lohana y al lado de la Carroza Loca. Yo estaba en Avenida de Mayo 649, nos estábamos hablando a metros. Achiqué el edificio de distancia que nos separaba y ahí estaba desplegado el otro territorio que me justifica. El cuerpo colectivo. La tropa. Las amigas. Todas juntas adelante, atrás y alrededor del chango del supermercado: Tota, Flor, Mona, Luz, Eme, Mazzone, Mery, Motto, Fer, Marina, Tina, Caro, Julia, Lisa, Agus, Chelo, Maga. Mi cuerpo se agranda y se hace fuerte al lado de los de ellas.

Desde hace unos años marchamos con un chango de supermercado lleno de latas de cerveza, botellas de alcohol, gaseosas para hacer tragos, agua para no deshidratarnos, hielo, heladera de telgopor para conservarlo, vasos descartables, pistolas de agua, bigotes con adhesivos comprados en Once y espuma de carnaval. Nuestro propio boliche móvil que en cada marcha perfeccionamos un poco. Antes los vasos eran botellas de plástico cortadas, y la bebida se terminaba en la calle San José. Este año llegamos con alcohol casi hasta el final.

Cada año se abre un grupo de wassap para pensar en cómo conseguir el chango, se localizan playas de estacionamientos de supermercados, se averiguan los horarios, su accesibilidad, se consigue un vehículo para cargarlo, y siempre se lo devuelve al lugar del que fue tomado. Se arma una logística completa. Este año, un amigo de una amiga que trabaja en un supermercado Día, nos prestó uno hasta las dos de la madrugada, después de esa hora teníamos que poner dos mil pesos si no lo devolvíamos. Lo devolvimos antes, a las 8 de la noche Marina lo subió en el auto para llevarlo. Con una carga etílica contundente en sangre, a doscientos metros del escenario, en la esquina donde paramos siempre, le dedicamos canciones de despedida con ritmo de cancha como: “ole oleoleole, changoooo, changooo”, y “el chango no se va, el chango no se va”. Cada año que pasa el chango va formando su leyenda. También están los que nos paran para comprar porque se creen que vendemos el alcohol que hay adentro. 

La marcha, además de celebratoria, también es un territorio nostálgico. Están los viejos amores dando vueltas, de forma real o fantasmal. El cantero desde donde me vio pasar y me fue a buscar para darme un beso y seguir caminando conmigo. Las dos chicas que nos miraron y se dieron vuelta para decirnos: “qué linda pareja que hacen”, con una intención adorable pero sin capacidad profética.  El kiosko donde pedí una birome y anoté su teléfono en un papel para volverla a ver más tarde porque mi celular se había quedado sin batería. El bar adonde fuimos a hacer pis juntas y apretamos los muslos para no apoyarlos en la tabla mojada. El beso que nos dimos ebrias contra la puerta de madera del baño.

Y la marcha también es un territorio político. Fluido y lleno de estímulos. Marchamos entre la Lohana y la Carroza Loca, esa contradicción que parece pero no es, entre la celebración con purpurina y música electrónica, y la participación crítica de una colectiva que representa y encarna a las y los trans, a quienes, como escribió en un tuit el día del Gritazo Lisa Kerner, les debemos todo: inclusión laboral, educación, salud y justicia. 

El final fue abrupto y apocalíptico: volaron algunos botellazos y se cancelaron los shows que iba a haber en el escenario. Creo que ese final dice muchas cosas, híbridas y mezcladas. Por un lado, tenemos una crisis de agenda, no una carencia. No alcanza con la modalidad marcha para reparar lo que debemos a las y los compañer*s trans. Y tampoco es justo demonizar la marcha, las carrozas, el punchi punchi de los camiones por no ser suficiente para la reparación. Hay conflictos hacia dentro de la comunidad, que está bien que existan y que también demandan reacomodamientos de consignas y de demandas. Es un momento bisagra hacia adentro del colectivo lgbtiq. Hay un tipo de militancia que en parte ya no alcanza y en parte ya no sirve. Siguiendo con la metáfora del territorio, esta marcha mostró que estamos saliendo de uno sin saber del todo como es el otro.

Y también venimos de tres meses donde 120.000  mujeres nos juntamos en Rosario. De empezar a condensar la tribu con el Ni Una Menos del 3 de junio de 2015 y de 2016 y el Vivas Nos Queremos de octubre pasado. Dudo que haya habido un movimiento popular en años como el que logró el Ni Una Menos en estos últimos dos. Reinventar la fiesta, reinventar el placer, marchar críticamente. Creo que sabemos cómo hacerlo. Y que, a 25 años de la primera Marcha del Orgullo, vale totalmente la pena reinventarnos.