Espera con ansiedad que le amputen la pierna que amenaza con salírsele todo el tiempo y así poder andar en silla de ruedas como sus admirados Sara Bernhardt o Cole Porter. El último derrame cerebral la dejó postrada. Eso no sería nada. Su mano derecha es un garrote y no ve de un ojo. Así que no puede escribir ni leer. Tampoco usar ese magnetófono último modelo que le regalaron sus amigos y que ahora quedó sobre el mueble del dormitorio como un objeto decorativo. Así es que se decide: llama a Ida, su ama de llaves y le pide que traiga papel y lápiz. Va a escribir sus memorias. Desde la cama en su casa en Nyack, con vista al río Hudson, y haciendo un esfuerzo sobrehumano para sacar la voz, Carson McCullers dicta la primera oración: “El trabajo y el amor han llenado por completo mi vida”. 

Iluminación y fulgor nocturno es la autobiografía inacabada que Carson McCullers, con 50 años recién cumplidos, escribe entre abril y agosto de 1967, cuando sufre su último colapso cerebral que la deja en coma hasta su muerte  el 29 de septiembre de ese mismo año. Estas memorias –donde McCullers dice dialogar con las futuras generaciones aunque termina haciéndolo con ella misma en una especie de confesión pública– las irá dictando a quienes la visitan en esos meses: su primo Jordan, su ex analista Mary Mercer, secretarias voluntarias y a sueldo, amigos y hasta estudiantes de un colegio cercano. Carson avanzaba sin seguir un orden lógico, como en una asociación libre por los recovecos de su alma. Había días en que solo conseguía articular unas pocas frases tras varias horas de esfuerzo. “Cuan penosamente hablaba, juntando fragmentos  de palabras en su garganta, elevando esos sonidos chirriantes a canto de soprano, esforzándose por pulir los sonidos de su boca”, relató su amigo Earl Shorris en Harper´s Bazaar. 

ILUMINACION

Así bautiza Carson a esos fogonazos de inspiración que la sacaban de los atolladeros de la escritura. “¿Cuál es el origen de una iluminación? En mi caso, llegan después de horas de búsqueda y de preparación anímica. Llegan como un relámpago, como un fenómeno religioso”. Como el día en que por fin ve claro a Singer, el protagonista de El corazón es un cazador solitario. “Entonces mientras caminaba de un extremo al otro de la alfombra de mi sala de estar, saltándome los cuadrados del dibujo, me di cuenta  de que era sordomudo, y que por eso los demás siempre hablaban de él, y él claro, nunca les contestaba”. También durante aquel almuerzo de Acción de Gracias en que había comprado un pavo demasiado pequeño para la cantidad de visitas que recibiría en la casa (“nunca fui dotada para las medidas de peso y la aritmética”) y de repente se escucharon los bomberos así que salieron a la calle a buscar el incendio. “No lo encontramos; pero el aire fresco tras la elaborada comida, me despejó la cabeza y súbitamente, con la voz entrecortada le dije a Gipsy ‘Frankie está enamorada de la novia de su hermano y quiere ser parte de la boda’”. ¿Qué? Gritó Gypsy, pues hasta ese momento yo nunca había mencionado mi pugna por resolver Frankie y la boda. Hasta entonces Frankie no era  más que una muchacha enamorada de su profesora de piano, un tema de lo más común; pero súbitamente, un resplandor alumbró mi alma y ahora el libro era de una claridad radiante”.  

Aunque quizás la primera iluminación fue la que tuvo la pequeña Carson de 5 años aquella tarde en que su padre le regala un piano, se sienta y toca –sin haberlo hecho nunca antes– una versión creativa y con toques propios de ¨Yes, We Have No Bananas¨, (una canción popular de los años 20). Es así que los padres deciden enviarla a clases de piano. “Las clases no me gustaban, prefería componer mis propias melodías”, dice McCullers que nunca creyó en ninguna educación formal de ningún tipo. Solía faltar al colegio (“el aburrimiento de la escuela fue de las experiencias más horribles”), no asistió al acto de colación del secundario y avisó al director que al día siguiente su hermano pasaría a buscar el diploma. Las descripciones que McCullers hace de ella misma por esa época bien podrían atribuirse a su Frankie o a su Mick de El corazón es un cazador solitario: se encerraba por horas a leer a los rusos, deambulaba por el pueblo y se juntaba con amigos con quienes discutía sobre Marx y Engels. “Esas lecturas forjaron mi pensamiento sobre la justicia. A menudo durante la Depresión, viendo a los negros revolver los cubos de basura de casa y acercarse a pedir limosna, me había dado cuenta de que algo terrible y equivocado pasaba en el mundo”. 

La familia Smith (verdadero apellido que Carson cambiará por el de su marido Reeves McCullers) estimuló el talento de su hija y nunca se desorientaron ante ese ser libre y dotado. McCullers cita a su padre (“Es la criatura más sincera que conozco”) luego de que a los dieciocho años ella anunciara que antes de casarse con Reeves tendría sexo con él para saber si funcionaba. “Cuando pienso en la paciencia y comprensión de mis padres no puedo dejar de maravillarme”. 

Carson va a regresar a Columbus cada vez que necesite inspiración, o recuperar la salud, siempre tan lábil desde que a los 15 años se contraiga una fiebre reumática que resulta mal diagnosticada. “Añoré mi casa incluso siendo ya adulta. Mi familia siempre fue lo primero para mí, excepto mi trabajo. Añoraba especialmente a mis padres y vivía pegada como una lapa a mi familia. En la casa de Brooklyn Heights había una atmósfera familiar, era muy importante para mí”. 

Quizás el pasaje de mayor ternura que hay en la autobiografía es aquel donde Carson habla de su abuela materna, dueña de esa pequeña casa en la que vivía toda la familia. “Mi primer gran amor fue mi abuela, a quien yo llamaba Mommy. Ella solía decirme: ‘Acerca la silla, tesoro, y sube al cajón arriba del escritorio’. Y allí encontraba yo algo rico”. Cuenta Carson el día que fueron a visitarla las damas de la Unión de Mujeres Cristianas Contra el Alcoholismo queriendo sumarla a la legión. Ante el espanto de esas mujeres, su abuela en un guiño de complicidad con su yerno (padre de Carson), dijo: “¿Es la hora de mi ponche, Lamar? Sería delicioso tomarlo ahora mismo. ¿Desea alguna de las señoras acompañarnos?”

Con la venta del anillo de brillantes y esmeraldas que deja en herencia Lula Caroline Carson Waters (“para mi nieta de ojos grises”) McCullers viaja en barco de Savannah a Nueva York. A los 18 años ve el mar por primera vez y cumple su sueño: “Yo anhelaba una sola cosa: irme de Columbus y dejar huella en el mundo”. 

FULGOR

“Cuando el alma está decaída, uno no se atreve siquiera a esperar nada”. McCullers define los fulgores como el reverso de la iluminación. Y los que relata se arremolinan en torno a lo que fueron sus dos  espadas de Damocles: la degradación paulatina de su matrimonio y los episodios de enfermedad cada vez más frecuentes, cruentos y limitantes. “Cuando me hallaba en la cama completamente paralizada, empecé a pensar y pensar, y a verlo todo negro, y hubo muchos momentos en que tuve destellos propios de una pesadilla”. A menudo ambas pesadillas –enfermedad y matrimonio– se intrincan. Cuando McCullers cede a la insistencia de Reeves de volverse a casar (estaban divorciados desde 1941) y empezar de nuevo en Europa, sufre una recaída de la que nunca se recupera y que va terminar comprometiendo seriamente su proceso creativo en adelante. Para explicarlo, Carson cita a su madre: “Es todo tan raro. Antes de irse a París, Carson subía corriendo las escaleras, trabajaba en el ático y yo ya podía oír sus pasos arriba y bajar corriendo para almorzar. París quizás haya contribuido: supe que tomaban [con Reeves] vino tres veces al día”.

McCullers no hace mención explícita al rol que jugaba el alcohol en la pareja pero sí se explaya en el vínculo enfermizo que asegura, ocupó gran parte de su análisis con Mary Mercer. Es que a McCullers la cegaba lo bello. “La primera vez que vi a Reeves sufrí una conmoción, la conmoción de la belleza pura. Era el hombre más apuesto que había visto en mi vida. También hablaba de Marx y Engels, y supe que era un liberal, lo cual, a mi juicio, tenía importancia en aquella retrógrada comunidad sureña”. Lo mismo le ocurre con su otro gran amor, Annemarie Schwarzenbach, fotógrafa, periodista y adicta a la morfina. “Era físicamente espléndida”, dice McCullers y cita el encuentro de Mishkin con Natasia Filípovna en El idiota, cuando él experimenta “terror, piedad y amor”. 

El fulgor está además, asociado a no poder escribir nunca más. “Ese miedo es uno de los horrores de la vida de un escritor”. Era cuando, a pesar de no creer en nada, McCullers se ponía a rezar presa del miedo y la desesperación. Asegura que algo de esa experiencia inspiró ese descomunal relato que es “¿Quién ha visto el viento?”, en el cual un escritor reconocido no logra escribir. Cuenta que Tennesse Williams le dijo: “¿Cómo te atreviste a escribir algo así? Es lo más aterrador que leí en mi vida”.

Con las palabras “Insertar las cartas de la guerra”, McCullers indicó que debían figurar en Iluminación y fulgor nocturno las sesenta cartas y algunos telegramas que intercambió con Reeves durante la guerra, entre 1943 y 1945. Estas cartas que forman parte de las memorias, además de constituir un intenso testimonio, funcionan como una reproducción en vivo de pequeños momentos atesorables, plenos de sentido en la vida de la escritora y bañados de la prosa sublime que la caracteriza: “Querido: Cae la tarde, es un ocaso muy bello y calmo. En el cielo hay un resplandor lechoso y el hielo del río está cubierto de nieve. Esta tarde he leído más Henry James; si no lo hubiera hecho, el día hubiera resultado muy insatisfactorio. Ayer permanecí despierta casi toda la noche y hoy he estado mortalmente cansada y no he podido trabajar”.

En la iluminación o en el fulgor, leer a McCullers se parece a llevar el corazón en una mano. Vienen deseos de amar, el mundo se vuelve brillante y lo que resultaba indiferente hasta hace un momento, cobra cuerpo y se impone. De pronto, el impulso es salir a gritar eso mismo que ella escribe sobre el final: “Hay que creer en la vida”.