La censura -esperemos que provisoria- de Roberto Navarro aparece indisolublemente vinculada a la existencia de un límite para el conocimiento de la verdad entre los argentinos. El propio periodista claramente admitió que en el mismo canal sigue trabajando mucha gente que comparte su línea editorial, nombre pudoroso de la opinión política. Si la causa está claramente fuera de la cuestión de la opinión, entonces habría que buscarla en otro lado y es ahí donde aparece el ya habitual ruido mediático que atribuye la situación a cuestiones de carácter, de estilo, de relaciones personales, todas las cuales podrían existir en este caso pero difícilmente alcanzarían el lugar de razón suficiente para el cierre de un ciclo televisivo y otro radial de una audiencia en probado crecimiento.  Las causas, dijo Navarro, no son las opiniones sino las investigaciones. Y en ese rubro, hay una entre tantas, que parece ocupar un lugar destacado: la del blanqueo de capitales del club de socios y amigos del Presidente, permitido por un insólito veto parcial de Macri que borró del mapa legal la prohibición del blanqueo para los funcionarios públicos y sus familiares, es decir el fundamento principal del acuerdo logrado por la bancada oficial para su aprobación mayoritaria. La manifiesta irregularidad y deslealtad fue abundantemente argumentada por distintos legisladores en los medios de comunicación, pero no hubo ninguna iniciativa legislativa para insistir en la redacción salida del Congreso, lo que está claramente habilitado por el texto constitucional. La investigación de Horacio Verbitsky en este diario abrió el episodio.

Frente a esa investigación, no hubo lo que propiamente podría llamarse una “desmentida oficial”. En cambio, hubo despidos en el sector desde donde podrían haberse informado los grandes montos del blanqueo de funcionarios públicos y/o familiares de los mismos. Y hubo un apriete desembozado -no al periodista que difundió la investigación, lo que hubiera sido otro atropello escandaloso, otra clara violación del mismo texto legal- sino hacia el propietario de la empresa que produce el diario PáginaI12. En el censurado programa televisivo, el mismo Verbitsky aparecía regularmente como columnista. No es entonces un perverso ataque de sospecha política sino el razonamiento más elemental el que lleva a atribuir a la persistencia en la información sobre el blanqueo el despido del periodista. Y la cuestión toca un nervio muy sensible para cualquier régimen político que se considera democrático, el problema de la verdad en los asuntos públicos. La verdad es un término ambiguo: hay una verdad que se coloca por encima de la simple opinión y hay una verdad cuyo contrario es la pura y simple mentira. La verdad de juicio sería, en este caso, la que estableciera si la conducta de los funcionarios involucrados debe o no ser rechazada o castigada, lo que involucraría dos procesos, uno político-moral y otro enteramente legal. En cambio, la verdad factual es que el hecho realmente se produjo, que es lo que fue informado por el periodista y nunca desmentido por ningún protagonista del hecho. Y que es una verdad que debería ser claramente reconocida como tal y sometida al debate público.

Del mismo orden es lo que bien podría reconocerse como el problema político más urgente en la Argentina, es decir la información sobre el paradero de Santiago Maldonado y las causas y responsables de su desaparición. La diferencia con el caso de la investigación sobre el blanqueo es que todavía no se ha establecido ninguna evidencia sobre lo ocurrido que pueda alcanzar la condición de verdad de hecho. Aunque falta esa evidencia, lo que sí existe es una sensación de sospecha muy extendida en la población y muy fundada en testimonios y en un análisis de los movimientos de los protagonistas más cercanos al hecho; la insólita sucesión de disparates mediáticos y gubernamentales desplegados alrededor del caso alcanzaría para justificar la desconfianza social. El juez Otranto, lejos de trabajar para esclarecer el caso y despejar las sospechas, ha pasado a ser él mismo objeto de esas sospechas sobre la base de una acción errática y visiblemente parcial en defensa de los responsables presuntos y de su cadena estatal de mandos. Su alejamiento de la causa es una importante conquista de quienes trabajan para esclarecer el hecho. El problema hoy no es que “todavía” no se conoce la verdad (aunque pasaron más de cincuenta días del hecho) sino que no hay indicios de la voluntad de los poderes Ejecutivo y Judicial para alcanzarla.   

El vínculo entre negación de las verdades factuales, censura y represión es muy evidente. Se persigue a periodistas y empresarios mediáticos para evitar la difusión de hechos reales (por lo menos no desmentidos). Se hacen razzias contra viviendas de mapuches, se montan provocaciones y se reprime ante la movilización multitudinaria que demanda la aparición con vida de Santiago y el esclarecimiento de las circunstancias y responsables de su desaparición forzada. El ocultamiento de la verdad, el silenciamiento de la disidencia y la violencia contra la protesta forman parte de la misma trama, constituyen a esta altura las claves de la actual dominación política. El truco argumentativo más utilizado para fundamentar esta trama es el carácter “relativo” de la verdad. No existe la verdad sobre lo que sucedió en Esquel, no existe la verdad sobre el veto presidencial a la ley de blanqueo y el intenso aprovechamiento que de esa decisión hicieron parientes, socios y amigos del Presidente. Para que semejante extremo no conduzca a un estado de locura colectiva, el círculo debe cerrarse con la existencia de una fuerza oscura y demoníaca que está interesada en destruir el tejido de la convivencia social para apoderarse de la plenitud del poder. De esa fuerza forman parte políticos, periodistas, empresarios, comunidades originarias, sindicalistas, feministas, narcotraficantes y terroristas internacionales. Ahí está Venezuela, Irán, Cuba, la guerrilla kurda... y podrían sumarse en cualquier momento Corea del Norte, China y Rusia. Y sobre todo está la aviesa coordinación que de ese aquelarre universal construye el kirchnerismo, con Cristina a la cabeza. Para reforzar la “demostración” de esa delirante hipótesis se agrega ahora la refutación del peritaje de la Corte sobre el suicidio de Nisman hecha  ¿por quién? ¡Por la Gendarmería!

En nuestra época el pluralismo y el relativismo han devenido paradójicamente en sustentos del autoritarismo, de lo que Sheldon Wolin -el estadounidense reconocido como uno de los grandes teóricos políticos con vida- ha llamado el “totalitarismo invertido”. Pluralismo es el nombre con el que se ha reivindicado en la modernidad el derecho de cada individuo a tener su propia concepción del mundo; el relativismo es su contracara: la creencia en verdades absolutas e indiscutibles sería incompatible con el pluralismo. Pero el neoliberalismo confunde deliberadamente los dos planos de la verdad, el plano de hecho y el plano de la opinión. Se sustrae la verdad del hecho: simplemente quien sostiene la verdad sobre lo que ocurrió con el blanqueo es un kirchnerista desestabilizador, lo mismo que quien cree que el responsable de la desaparición es la conducción que llevó a la Gendarmería a la represión contra los mapuches. La manipulación, la publicidad extendida e intensa, la maquinaria mediática puesta todo el tiempo al servicio de esa operación psicológica constituyen una amenaza gravísima sobre cualquier proyecto democrático; son la base del totalitarismo invertido cuyo vértice ya no está en la cúpula estatal sino que se orquesta desde el poder corporativo y se esparece a amplios sectores sociales que hacen suyo el relato dominante. Y todo parece indicar que los resultados de la primaria, satisfactorios para un gobierno que temía un resultado más adverso, marca el momento crítico de una ofensiva política que no se detiene ante miramientos legales ni morales. Curiosamente los republicanos y defensores de las formas democráticas -los que actuaron así en los tiempos del kirchnerismo- se han unificado en un grave silencio frente a estos acontecimientos. No es extraño, lo que marca el sentido, los tiempos y las formas de la lucha política es el antagonismo. En la Argentina el antagonismo no ha dejado de crecer y desarrollarse, lo cual lejos de ser una desgracia es un requisito para el avance de nuestra democracia. Y el antagonismo no es ocasional ni es fruto de una especulación perversa; está inscripto en nuestra historia y corresponde a intereses sociales y proyectos políticos muy definidos, sobre cuya descripción no hace falta profundizar acá. La primera actitud necesaria es reconocer la existencia de ese antagonismo, no confundir su naturaleza apelando a la construcción de un monstruo capaz de representar el mal absoluto. Y sobre esa base construir un modo pacífico y legal de resolverlo o de administrarlo. El camino adoptado es el opuesto. Está signado por un espíritu revanchista en lo social y en lo político. Parece como si un sector político estuviera intentando revisar ese capítulo central de nuestra historia que fue la crisis de diciembre de 2001. En esa ocasión un proyecto de país análogo al que hoy se ha vuelto a poner en marcha terminó con el dictado presidencial del estado de sitio, una desobediencia civil masiva, una dura represión y una etapa política crítica que derivó en el comienzo del ciclo kirchnerista en 2003. Parece que se quiere insistir en el rumbo neoliberal del menemismo y de la primera alianza y cambiar el final. La metáfora clave es el helicóptero. Un helicóptero que partió del helipuerto de la Casa de Gobierno y que ya no existe. Acaso su destrucción es un símbolo de la novedad que este proceso político quiere agregar: no habrá en el futuro tolerancia con ninguna desobediencia social masiva. Claro que la apuesta principal del poder es la de no llegar a esas instancias críticas, lo que será posible si se va diluyendo el antagonismo político y se alcanza la meta de una democracia estable y previsible. Estable y previsible para el gran capital nacional y global.

La cuestión democrática número uno es la de recuperar el valor de la verdad y construir a partir de ahí un modo de resolución de los conflictos y de abordaje del antagonismo que no pase por la construcción de chivos expiatorios ni por el abuso de la violencia y de la prepotencia de los grandes.