En ocasiones el mundo del espíritu se hace notar. El crepúsculo cuando desciende a la calle, el roce del aire cuando trae una remota fragancia, un rostro que se parece a alguien que hemos conocido. En el ritual que celebramos con constancia, rondar las librerías con poca plata a la caza de un libro, la ciudad pierde sus contornos. Se incorpora y se hunde en el interior del mundo que viene del espíritu, aboliendo el tiempo y el espacio. La novedad es esta vez una reedición de la llamada Trilogía Involuntaria de Mario Levrero, en formato de bolsillo. Tres novelas cortas escritas entre 1970 y 1980 por Jorge Mario Varlotta Levrero, un uruguayo casi desconocido por aquellos tiempos, un hombre de los medios, de la gráfica y la historieta.

"Son tres novelas al precio de una", dice el librero, ofreciendo la dudosa relación precio‑cantidad, medida en términos de extensión para aumentar así el atractivo. Elijo un café que no por casualidad está dentro de una galería y me dispongo a leer. Los abundantes prólogos se cuidan mucho de hacer lo que de algún modo hacen: alertar sobre la legibilidad de los textos. Y entonces uno entra en ellos sabiendo que tendrá que levantar la guardia o prescindir de las tranquilidades lineales, que el verosímil hará equilibrio sobre las cornisas de eso que llamamos "lo real". Pero nada mejor para conjurar las señales que vimos en el aire.

"La ciudad" (así, sin nombre) es el título de la primera novela. Parece una broma porque se trata apenas de un caserío, un paraje en medio del campo y la ruta, con una estación de servicios, una zapatería y un almacén de ramos generales. Recuerda un poco a la "Colonia Vela" de Osvaldo Soriano. El narrador ha llegado hasta allí buscando una lata de querosene. Se ha extraviado bajo la lluvia y en ese rapto inicial, anómalo, se dispone la excusa para el viaje y la aventura. "El lugar" -la segunda- es un encierro. Nuevamente el narrador se arrastra explorando a tientas las razones de la pesadilla en la que ha caído, adaptándose como en una metamorfosis al medio que le propone la suerte. "París", la tercera, es una idea hecha de cartón y páginas de libros y viejas películas que han dejado prendida en la mente una atmósfera, una imagen gris, que no ha cambiado a pesar de los siglos que dice haber recorrido el narrador en la piel de un viajero. Sobreviven la gran estación de trenes, las terrazas de los Cafés y una época descompensada donde la Resistencia francesa tiene entradas para un recital de Gardel.

A esta altura, el lector se acomoda perfectamente en la sintonía de los universos de Levrero, dejándose llevar por imágenes caóticas a través de un derrotero kafkiano pero ligado más a una especie de "existencialismo surrealista". Poco le importa que el narrador de París se descubra un par de alas en el instante mismo de caer desde una azotea. Más aún, va a lamentar que no pueda sumarse a esa bandada de seres alados que a una hora incierta cruza el cielo color pizarra sobre los tejados "parisinos". Ya no es tan difícil aceptar el pretendido absurdo del mundo espiritual que tomamos por causal y de alguna manera también, ordenado. Nos sentimos seguros allí, y cuando la narración termine, vamos a querer regresar a esa húmeda placenta que nos arropó durante la lectura.

Pero la cuestión no se detiene únicamente en el valor de la lectura. Con las series heterogéneas de aquellos universos podemos armar un "sistema". Nos entusiasmamos tanto con la idea que pensamos en lograr prescindir del último lastre que nos ata al mundo real: el cuerpo hecho de necesidades y dolores, de una soberbia armonía que solamente detiene la muerte. Es una ilusión inconmensurable, menos elaborada que la magia y las religiones, virgen de toda huella artificial que cicatrizan las teorías del subconsciente y otras creaciones por el estilo que, al llamarse irracionales, no descartan por entero a la razón.

Creemos haber conseguido un arma poderosa para resistir al sentido común, a la disciplinada palabra verdaderamente vacía de sentido y repleta de lugares comunes que encontramos en la vida cotidiana.

El viejo Nabokov, que desdeñaba las grandes novelas "de ideas" y se afiliaba al escándalo, solía enseñar a sus alumnos que el sentido común pisoteaba a los genios bondadosos que se demoran contemplando el rayo de la luna. Decía que ese sentido pateaba como un burro los cuadros más encantadores porque consideraba una locura a un árbol azul. Y lo más importante, que en su nombre se impulsaba a feas pero poderosas naciones a aplastar a frágiles pero hermosas naciones vecinas. Decía, en suma, que el sentido común era profundamente inmoral. 

En un tramo de París flotando ya bastante lejos de la orilla de la realidad se lee esta pregunta: "Cómo puede vivir un hombre en perpetua incomodidad en un mundo que tiene tan pocos atractivos y donde las cosas parecen por completo irrealizables". Y la respuesta viene de otra voz que enseña a "cambiar la naciente desesperación por una calmada desesperanza".

Por eso, más allá del aspecto referencial que las ciudades tienen en la literatura, se me ocurre designar con el nombre de París a este lugar donde bebo mi café y fumo mi tabaco placentero. Y no parece tan descabellado tampoco que al caer la noche sobre las terrazas me descubra alas.