Una amistad entrañable me une a Raúl Santana, amistad que lleva una doble marca:  la primera tiene su origen en el territorio en que nacimos, el querido e impreciso barrio de Constitución, la segunda está en un territorio aún más impreciso, es el peronismo y su promesa de felicidad insensata.

Raúl Santana puede expresarse en un amplio abanico de registros que abarca la poesía, la erudita charla filosófica, y sus recientes incursiones en dibujos expresionistas de vehemente factura oriental. En su vida también practicó una gran variedad de oficios, que incluyen la carpintería, el periodismo, la actuación y la dirección de prestigiosas instituciones del arte.  

En cualquier bar del centro de Buenos Aires la llegada de Santana activa con facilidad las tertulias, enciende el debate y, según como caigan los dados ese día, puede llegar a provocar severos e inesperados enconos, o, con la misma facilidad, es capaz de sumergirnos en una epifanía poética que podría consumir la noche entera. Llevado por la gracia dionisíaca que lo habita recitará sin interrupción un extenso poemario que abarca poesías propias, las de Borges, las de Osip Mandelshtám, o las de sus entrañables amigos Horacio Pilar y Federico Gorbea, entre otros.

Las cosas prosperan en la forja de su cabeza; en una reciente performance de poesía nocturna nuestro común amigo Jorge Alemán advirtió que los poemas de Borges Los gauchos y Conjetural habían sido intervenidos en la versión que nos estaba recitando; Santana, sin quererlo, introdujo algunas “mejoras” agregando versos completos que no existen en el original; nos quedamos perplejos (...)

Se dice que escribir sobre arte es, sobre todo, escribir. Su condición de poeta es la que le permite expresar un juicio tan certero sobre la pintura. Siempre a prudente distancia de los parámetros académicos y de la evaluación experta, la suya es una verdadera experiencia directa con la materia plástica, experiencia que incluye en forma inevitable una intimidad celebratoria y cercana a la amistad con los artistas.

La práctica de su vida, como sucede con la buena pintura expresionista, es siempre de espaldas al resultado, hecha de un constante derroche de generosidad simbólica, caso extraño en el ambiente del arte, conformado, en general, por una fina trama de circunspección, especulaciones y cálculos.

Santana es capaz de llevar las palabras con maestría hasta la orilla más íntima de la pintura. El suyo es un saber decir guiado por el ojo. Sólo en muy pocas ocasiones sucede que las imágenes adquieren su máxima eficacia y se vuelven excepcionales: es el esperado instante que celebra el placer escópico, queda instaurado el evento y algo nuevo se adhiere al mundo; es entonces cuando sus elogios fluyen sin contención. Santana semblantea los cambios más sutiles, su mirada funciona como un radar alerta, así es como pudo advertir la presencia de algunos grandes pintores, que solo mucho tiempo después alcanzaron el justo reconocimiento de la crítica, pienso en el maestro Carlos Gorriarena, de quién, incansablemente y con devoción profética, pregonó la buena nueva de su pintura. Como no podría ser de otra manera, Gorri fue también su amigo del alma.

Pertenezco con alivio al grupo de pintores protegidos bajo el domo de su prodigiosa memoria, al igual que todos los que están incluidos en este libro, el segundo de sus textos sobre arte.

Todos nos sentimos halagados cuando Santana trae ese montón de palabras cortadas como un traje a medida con el cual abrigamos nuestras muestras, que se encuentran siempre un poco desamparadas de semántica.  

* El autor es pintor y dibujante. Prólogo de Escritos sobre arte argentino, de Raúl Santana, recientemente publicado por editorial Caterva.