El conflicto escaló hasta el cielo por los insultos de Donald Trump a varios deportistas de su país. “Hijo de puta” lo llamó a Colin Kaepernick, ex jugador afroamericano de los 49ers, el equipo de fútbol americano de San Francisco en la NFL. A Stephen Curry, base de los Golden State Warriors y bicampeón de la NBA, le retiró una invitación a la Casa Blanca. Los presidentes de EE.UU. cumplen cada temporada con esa tradición de recibir a los campeones que el magnate empañó. LeBron James le escribió en Twitter un mensaje al mandatario de la verba incendiaria: “Ir a la Casa Blanca era un honor hasta que tú llegaste”. Incluso el béisbol, donde las protestas contra el racismo de la policía no se hacían notar, arrojó la aparición del primer manifestante: Bruce Maxwell, de Oakland Athletics, se transformó en el primer deportista de la MLB en arrodillarse mientras se ejecuta el himno. Esa era la forma que había encontrado para expresarse el pionero Kaepernick. Se lo consideró una afrenta al patrioterismo de la NFL, la liga de fútbol americano que financia el ejército (el US Army), igual que a otras disciplinas con gran poder de convocatoria en Estados Unidos. Son unos cuantos millones en publicidad destinados a fomentar el nacionalismo que desafían aquellos actos de rebeldía.

La política y el deporte son brazos de un mismo río en un país donde se glorifica el American way of life (el estilo de vida americano). Una especie de sacramento que señala cómo debe transitar la existencia de todos sus habitantes. En disciplinas como la que regula la poderosa NFL, está a la vista. Se canta el himno antes de los partidos. Los jugadores se persignan, colocan una mano sobre el corazón y cantan las estrofas. “Nuestra causa es el bien, y por eso triunfamos/ Siempre fue nuestro lema ¡En Dios confiamos!”. Cuando la violencia arreció sobre los negros en estos últimos años –un problema no resuelto en EE.UU. desde su propia fundación como Estado en 1776– comenzaron a aflorar señales de desobediencia civil entre los sectores más postergados. 

El primero y más célebre de esos actos de rebeldía fue el de Kaepernick. Se le ocurrió inaugurar su protesta en el tercer partido de la pretemporada de 2016. Decidió quedarse sentado mientras los demás a su alrededor cantaban la letra del himno. Cuando se lo consultó sobre su decisión, el jugador afroamericano respondió: “No me voy a levantar para mostrar orgullo por la bandera de un país que oprime a la gente negra y a la gente de color”. A partir de aquel desafío, siguió hincándose en cada encuentro de la NFL. Como su ejemplo cundió entre decenas de atletas como él, era de esperar que un presidente irascible como Trump le saliera al cruce. 

“¿No les gustaría que alguno de estos dueños de los equipos de la NFL, cuando ven que uno de estos jugadores le falta al respeto a nuestra bandera, dijera?: ‘Saquen a ese hijo de puta del terreno de juego ahora. Está despedido’”, se enfervorizó el magnate. Su bravata se produjo cuando el gesto desafiante de Kaepernick se extendió por la Liga de fútbol americano de costa a costa. Era demasiado tarde. El presidente lengua larga redobló la apuesta: pidió que la gente dejara de seguir los partidos de la NFL. Había un antecedente que anticipaba esa respuesta. En plena campaña electoral, ya había invitado al jugador de San Francisco a mudarse de país. La xenofobia no es un hecho novedoso en su discurso. 

Lo que también da sentido a la ira de Trump contra Kaepernick y sus colegas de la NFL es que esta liga es financiada por el ejército. Ya en 2015 los senadores de Arizona, Jeff Flake y John McCain, habían difundido un informe donde contaban cómo el US Army gastaba millones de dólares en ella y en otros deportes. El desembolso se justificaba en lo que podría llamarse eventos y ceremonias de “patriotismo pago”. Puro chauvinismo verde olivo y exaltación del nacionalismo. McCain, quien fue precandidato a presidente por el Partido Republicano igual que Trump, documentó que 6.800.000 dólares habían ido a parar a distintas ligas en cuatro años. Una ínfima suma comparada con lo que habría trascendido del monto total invertido. Algo así como 53 millones de dólares en contratos de publicidad. 

A Stephen Curry, acaso la máxima estrella de los Golden State Warriors y actual bicampeón de la NBA, el presidente le retiró el convite para asistir a un acto en Washington. Se lo avisó por su red social favorita, donde suele repartir diatribas hacia todo aquel que lo fastidia: “Acudir a la Casa Blanca se considera un gran honor para un equipo campeón. Stephen Curry está dudando, así que le retiro la invitación”, escribió en Twitter. 

Los deportistas de elite no han sido las únicas víctimas de los ataques presidenciales. Se dieron una semana después de que el gobierno del magnate pidiera la destitución de la periodista negra Jemele Hill del programa Sports Center, de la cadena deportiva ESPN. Había escrito en Twitter que Trump es un “supremacista blanco”. Sarah Huckabee Sanders, portavoz de la presidencia, le respondió: “Es uno de los comentarios más escandalosos que se pueden hacer y pienso que para ESPN seguramente sea un motivo de despido”.

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