Cuando en un primer libro un autor define claramente su universo poético, alienta las mejores expectativas sobre su obra por venir: tal es el caso de Nicolás Todo, poeta invitado al reciente 25º Festival Internacional de Poesía de Rosario, y cuya Arma blanca de levitación (Ediciones Danke, 2017) se lee como un manual de sabiduría instantánea para el éxtasis urbano. Como si hiciera equilibrio entre el koan zen y las letras de Spinetta, asombra con ideas profundas que se expresan en concentrados aforismos altamente grafiteables. Su mirada crítica sobre la cultura que nos apresa, tan lejos de la mufa existencial como resulte concebible, abre tajos de luz y de experiencia certera.

Nicolás Todo anota en su bio que nació en 1985, que se crió en la estepa patagónica, que lee en ferias y editó fanzines con amigos.

Formado en el realismo coloquial y medio rap de estos años, Todo sigue fiel a las manías de aquel estilo (imitar dialectos foráneos, impostar una primera persona algo naïf y otros tics predecibles) pero crea una vía superadora a lo nuevo que se viene cuando dice cosas como "el verdadero zombi/ no sabe que murió" o "no se tiene nada y por eso/ siempre hay". Hay una verdad en el fondo de esas formas al borde del desgaste, y el alimento que la nutre proviene de una "ensalada" (como el mismo poeta admite en uno de los textos) donde el lector avisado es capaz de detectar ingredientes como Castaneda y otros autores de un esoterismo neochamánico más revolucionario de lo que podría parecer.

Es posible avizorar en esta obra inicial el comienzo del fin de la tiranía de la primera persona autobiográfica civil del joven poeta neurótico. Ante el riesgo de quedar neutralizado su discurso por la banalidad de la onda New Age mediática, Todo advierte contra el gustito a mate lavado de ciertas falsas espiritualidades egocéntricas y se define en caída libre, en relación con el vacío de la creación y no con el del tedio: "Soy más el borde en el que me apoyo para saltar/ soy más el vacío que recibe a lo que cae/ soy más la caída/ soy el impacto que nunca llega". El vértigo suena genuino y parece captar un fresco espíritu de época, dando voz a las nuevas subjetividades que se están construyendo en la interfaz entre lo tecnológico y lo ancestral.

Algo en sus versos más torrentosos armoniza con ecos del sentido revulsivo y extático de lo bello que defendían las revistas Poesía Buenos Aires o Ultimo Reino: "... y hay que guardar estallido y llevar máscara, dejar alaridos entre copas y principalmente noches mojadas no por una lluvia sino por la ebriedad de la amistad/ que no sólo sino que también es con el mundo como jungla líquida", escribe Todo como recobrando la vigencia de "una belleza salvaje" a la que rendía culto Enrique Molina. Relumbra aquí una memoria anterior a "la gris pensión realista" (Emiliano Bustos dixit) de la poesía argentina de las tres últimas décadas, unida a un sentido performativo (y no necesariamente performático) del poema como acto, como gesto. Porque ya no parecía posible que alguien pudiera empezar un poema así: "No escribí un poema fue un bloque de luz pesada que cayó/ sobre la dócil máquina de mí" y terminarlo así: "algo basal/ vislumbrar que hay algo indiferenciado en todos y en todo". O formular una máxima, tan vital como artística, que parezca una cita tomada de algún manifiesto vanguardista: "Utilizar todo lo que exista/ usar la cultura en vez de ser usados por ella".