La política suele albergar, en determinados períodos, frágiles fidelidades. Abundan los estudios sobre el quiebre de identidades, fragilización extrema de fuerzas partidarias, la creencia nunca declarada de que la “clase política” es una apetencia y una especialidad ya vencida, que solo perdura si puede servir a varios amos. Para subsistir, alcanza con tolerar una flexibilidad en el pasaje de un poder a otro, cuando el primero declina y el otro tuvo la suerte de revelar su predominio. Nunca se podrá definir con todas las exigencias a cubierto, qué es el poder. Materia tan quebrantable, asume momentos enérgicos que atraen a convencidos, vacilantes y trashumantes. Lejano implícito que asusta y encanta, por lo que algunos antiguos misteriosamente lo llamaron “derpo”, como el nombre de un elixir o un talismán. Dijimos “clase política”. Esta noción es equívoca, como si perteneciera a una homogénea función en la sociedad que cumplen personas que se pelean entre sí, obligadas rutinariamente a hacerlo. Por profesionalidad, luego del show-match, se saludan amistosos. Quién sabe si el otro era él.

No es habitual que en el transcurso de una biografía, acuda la conciencia de que ha protagonizado cambios tan radicales en sus apreciaciones éticas o políticas, que se habrían convertido en lo que algunos, sin detenerse demasiado en este grave fenómeno, llaman “panqueques”. ¿Algo a decir? ¿No habrían construido acaso una identidad que seguía armoniosamente los cambios de época? No eran ellos, sino que ellos eran su obediencia. ¿Pero qué son las épocas, si no son definibles por la obediencia que les debemos? Ya Maquiavelo había tratado el tema del Príncipe que, inconvenientemente, se torna duro en épocas tenues, y tolerante en tiempos de guerra. Pero ni Maquiavelo ni nosotros tenemos ninguna escritura santificada que nos diga cuándo conviene adecuar la perilla interna de nuestra “personalidad” hacia la complacencia o la fiereza. La verdad, cambian las épocas pero no sabemos qué es un cambio de época.

Tenemos nociones elementales sobre los signos que escurren de una época a otra: revoluciones políticas, guerras, hambrunas, mutaciones tecnológicas, grandes terremotos. Cada conciencia es la pobre determinista de sí misma, al preferir una u otra de estas opciones. Cambié junto al cambio tecnológico, a causa del redescubrimiento de la ciudadanía, dice uno; luego del sismo que arrasó mi casa, dice otro. Si las épocas son revolucionarias, un sujeto podrá serlo, pero ese mismo sujeto, intuición y astucia mediante, podrá hacer tornadizo el embanderamiento del que antes había aprendido palabras, gritos y órdenes. Se cambia con razón, sin ella, con lógicas existenciales varias, con legitimidad o con fullería. Y está la mesa. ¿Alguien sabría decir de antemano cuántos grados de intensidad de la mesa, con sus maquinarias de tortura, se puede soportar? Y al revés: ¿Alguien puede sospechar que algo tan plástico y corredizo como una conciencia, que en su inicio quiere solo servir a la humanidad, puede admitir que se le haga tropezar con una red de mediaciones técnicas, burocráticas, que diluya en estertores conservatistas, picchetianos, un lejano despertar revolucionario de iniciación? Catón solo podía ser romano y senador, proclamó Hegel. No es el caso.

Se ha dicho, en terminología enteramente discutible, que tal o cual era un “quebrado”, si había sido sometido a fuerzas de aterrorizamiento insospechadas. No podía pensarse seriamente en políticas de cambio colectivo si se empleaba esa terminología sobre los sujetos revolucionarios, compartida por todas las fuerzas que colisionaban entre sí. Aquella época pasó como un fantasma, como el buitre que toca el manto de la Virgen en un cuadro de Leonardo, y ese vocabulario vecino a lo siniestro, pareció haber desaparecido. Los actos conmemorativos ante los que sufrieron el máximo vejamen sin nombre, no tenían porqué centrarse en esa discusión. De alguna manera, las muchedumbres políticas posteriores, introducían con sus cánticos y lápidas callejeras un pensamiento etéreo sobre el destino de los muertos. El acto de un sector de la Madres de omitir los nombres en el pañuelo invitaba a un trágico esfuerzo nominalista. La abstracción que así se creaba era la máxima exigencia para toda la liturgia de los derechos humanos. Pero no resultaba convincente poner el recuerdo en su forma más activa, en un acto de reposición de los hechos revolucionarios, en el mismo punto en que ellos habían cesado. Se comenzó a vivir en la fisura entre aquel grandioso deseo y la necesidad de sostener una democracia esencial, que sí lo era, no consistía en otra cosa que dejar  libre y en licuación lenta aquel deseo, y fomentarlo hasta que éste se convirtiera progresivamente en recuerdo y en recuerdo del recuerdo, y así. Entre otras cosas, el tosco macrismo es la astucia de la espera.

Podría haberse imaginado destinos mejores para el gran ramillete de los derechos que presidió el período kirchnerista, pero ese enorme capítulo nacional de ampliación de los pulmones de la justicia, no tenía por qué sospechar que estaba tan acechado y cuestionado por una larga mancha aceitosa soterrada, que ningún fracking de Chevron podría descubrir. Como dice Mario Tronti, mientras la izquierda hablaba de derechos, la derecha hablaba de necesidades. Por mi parte, agrego: de pulsiones. Porque la idea clásica de que se homologan los intereses colectivos con las opciones explícitas que alegan su representación puntual, esa combinación pedagógica se ha roto. Hay no tanto se manifiestan intereses de clase, sino ramilletes de pulsiones distribuidas como aneurismas incógnitos, que permitirían explicar grandes porciones populares interesadas por las promesas que surgen de un poder coactivo. Mientras el interés (de clase, populares, etc.) es más lineal, la pulsión es barroca, circular, arrevesada, secreta. Puede ir detrás de los que han sabido quebrar el soneto de las correspondencias entre pueblo y representación popular. Y esto  se ha naturalizado; o mejor dicho, la palabra naturalizado es la que se ha naturalizado. En cambio la naturaleza sigue viva a la espera de una nueva interpretación.

El ángel caído de la revolución podría haber pasado a llamarse alfonsinismo o kirchnerismo, en tanto estos, más parecidos entre sí que los  respectivos núcleos generales de los que provenían, hacían una transfusión entre las energías dispersadas de antaño. Mostraban, además, un cuidadoso alambique de negociaciones con los poderes permanentes del país, donde se avanzaba y retrocedía –uno más que el otro– conforme se  movían las sombras chinas proyectadas por nuevos engarces tecnológicos, con otras velocidades financieras y en el reverso, lidiando con un gabinete general de fastidios sabiamente promovidos por lo que se insinuaba como una truculenta sustitución de las formas políticas anteriores. Hemos comprobado que en el último tiempo los pasajes de uno a otro lado fueron numerosos y ya desde el mismo día que se supo la victoria de Macri sobre Scioli. Algo estaba mal planteado allí, pues lo anterior no se dio cuenta de que lo que venía, en parte le subyacía. Latente, en numerosos contingentes que vegetaban  en su propio seno. Así, de inmediato se declararon terceras vías, se autodenominaron hombres de palabra, se formaron bancas propias en el congreso. No tropezaban con el delicado terreno de las autocríticas sino que tenían guardado en sus bolsillas cuartillas y estampitas a raudales. Pedían perdón. 

Se había acabado la era de la fidelidad a un acontecimiento –tomo aquí prestado un concepto–, lo que en su momento tuvo el nombre de lealtad, en los conocidos papiros de la historia nacional. La presencia de esta palabra fue escurridiza siempre, pues no resistía las relaciones de fuerza. La fidelidad, por su lado, la definimos como una zona propia,  inherente al sujeto dramático de la política, de sustancia frágil pero verdadera, que no hace el cálculo de posibilidades, de subsistencia y reconversión, justificada “porque cambió la mano”. En cambio, ahora prolifera la desmesura de hacer excepciones a favor de sí mismos. Esto condena moralmente al macrismo, incluyendo las ventosas con que chuparon y desvalijaron porciones amplias del radicalismo y del peronismo. Con el saqueo del espacio público comunicacional de manera totalitaria, marchan hacia una asfixia de la voz disidente. Nunca como en este momento, muchos viejos argentinos, menos ancestrales que memoriosos, sentimos que todos los días inventan una tecnología de acorralamiento y mendacidad. Pero aún restan resquicios, ocasiones e intersticios. Son nuestras instancias de apego, son los alcances a un destello que aún pervive.