Un importante filólogo mexicano, llamado Antonio Alatorre, publicó hace unos años, en 1979, un libro titulado Los 2001 años del español. Libro erudito y al mismo tiempo ameno recogía y modernizaba la tradición de las “historias de la lengua” que habían ocupado un espacio interesante en mi carrera de Letras de la Facultad respectiva, cuando, en mano el libro de Lapesa, yo transitaba por sus aulas. Yo, mucho después, había conocido a Alatorre y por un breve período disfruté de su ingenio y su amistad pero lo que importa más es la fascinante historia que trazó, un verdadero mundo de cruces culturales y humanos que culminaron en este instrumento, la lengua, si es lícito llamarla “instrumento”, que ocupa un lugar importante en el mundo: la cantidad de hispano parlantes que hay por todos los continentes lo prueban pero, más que eso, la enorme literatura que se pudo crear con ese idioma y se sigue creando.

La historia, como todas, tiene su prehistoria. Para el español –yo lo llamaría “castellano” pero he perdido las esperanzas de luchar contra aquella designación– cuando los romanos sienten ese irresistible deseo de salir de la península, y ocupar territorios con sus bien formados ejércitos, impusieron su lengua en un acto típicamente imperialista –los españoles hicieron lo mismo quince o veinte siglos después cuando intentaron borrar los lenguajes con los que se toparon en lo que sería América sin entenderlos– con tal fortuna que los que se convirtieron por ese acto en prehistoria, celtas, iberos, cántabros y otros, empezaron por recluirse, algunos desaparecieron, otros resistieron, otros migraron y, por fin, otros aceptaron, se latinizaron, renunciaron a sus pertenencias e incorporaron ese idioma a sus modos de vida. De estos sale el castellano que está en cuestión.

Pero no es el latín de Julio César ni el de Cicerón el que hizo nacer el castellano que tomaría forma en el futuro sino los soldados cuyo latín era oral y bastante menos sutil que el de esos escritores que todavía se recuerdan. De ahí la historia que abate las prehistorias y que comienza con las adaptaciones, lentas ciertamente y rudimentarias y nutridas tanto por lo que estaba antes de que esos ejércitos llegaran como por las sucesivas invasiones que se sucedieron y que se instalaron durante siglos en el suelo que sería español tanto como en la lengua: árabes, judíos, visigodos, franceses, todos los cuales algo le fueron dando a la nueva y prometedora lengua.

Que fue el instrumento de un comienzo de unidad, necesario para crear un Estado fuerte que tuvo en 1492 su declaración de futuro: tres barcos llegaron a tierras desconocidas y prometedoras, se expulsó a judíos y árabes y se redactó la primera gramática: los Reyes Católicos protagonizaron esas tres líneas y se proyectaron, o creían que lo hacían, como presintiendo una modernidad que se anunciaban en otros lugares de Europa; la lengua, así fijada, fue considerada asunto de estado durante la administración de Fernando el Católico, inspirador de las teorías de Maquiavelo que todavía se aplican.

Pero esa parte de la historia de la lengua, que no acaba en 1492 porque siempre han existido usos políticos –basta con considerar los discursos del poder a través de los tiempos–, no agota el caudal de significaciones que brotan apenas se pone alguna atención en ella. En particular, cómo ha llegado a constituirse y con la cual ha sido posible una literatura de excepción y una expresividad de primer orden en la comunicación humana. Lo menos que puede decirse es que poco a poco, en el curso de los siglos, se le ha ido dando la forma que conocemos, como si cada palabra hubiera sido trabajada y perfeccionada, en su forma y en su sonido, limando asperezas, estableciendo regularidades, creando reglas, eliminando innecesariedades.

Ese proceso no es virtual sino muy material: quedan documentos y monumentos que van registrando transformaciones sucesivas que el minucioso filólogo muestra en un paso a paso, minucioso y a veces complejo, en suma el objeto de cierta filología, en una tradición que comenzó en España con sabios como Ramón Menéndez Pidal y continuó en la Argentina con Amado Alonso y en México con Raimundo y María Rosa Lida. No voy a reproducir los razonamientos de todos esos historiadores; así, las palabras que prestó el latín vulgar se fueron modificando y su origen olvidando. Y eso ocurrió por diversos y precisos factores que Alatorre recoge y que explica muchas si no todas las situaciones lingüísticas actuales que manejamos con toda naturalidad. 

Puede ser que los factores que confluyeron hayan sido variados; tuvieron que ver en muchos casos por dificultades de pronunciación, en otros de comprensión, en otros por la sobrevivencia y presión de las lenguas vencidas, en otros por la influencia irresistible de las lenguas visitantes; en todo caso, las modificaciones se producían sin seguir criterios determinados, al comienzo del proceso no formulados pero con el paso del tiempo buscando una armonía, un acuerdo entre lo sonoro y lo conceptual. En función de esa relación se admite lo que aconseja el uso, que rechaza ciertas reglas, o se imponen criterios diferenciadores que determinados hablantes comprenden mal o no comprenden y en esa posición de rechazo se rigen por analogías.

Veamos el caso del verbo “haber”. Es un ejemplo muy socorrido: muchos dicen “haiga”, semejante a “traiga”, en lugar de “haya”, que se sale de una conjugación regular, por un mecanismo muy espontáneo de asimilación. La primera persona del singular del presente de indicativo de “hacer” es “hago”, que se sale del sonido “ce” del verbo “hacer”, que habría debido generar “hazo”, pero en este caso actuó el principio contrario, de disimilación. Lo mismo ocurre con los compuestos de hacer: deshacer, rehacer, satisfacer pero hay otros ejemplos, numerosos por cierto: ¿Por qué se dice “yazgo” y no “yazo”? ¿Y por qué “cupo” y no “cabió”? 

No voy a internarme en ese campo, voy, como se verá, a otra cosa. Lo que puede decirse es que se establece una diferencia entre quienes aceptan las irregularidades y las incorporan a su saber de la lengua y los que rechazan deliberadamente la norma, como la gauchesca o la parodia humorística, por intención poética o bien espontáneamente, por diferencia cultural, rebeldía a la norma, en un ámbito alejado del uso de la lengua establecida y sus exigencias, indiferencia a los matices y seguramente muchas otras razones. Inolvidables las ocurrencias de Cantinflas: “puertero” en lugar de “portero”, ejemplo clarísimo de asimilación. 

Esas irregularidades también dan lugar a reglas, tanto orales como de escritura; en este caso se trata de la ortografía, cuyas ordenanzas mucha gente no comprende porque no comprende el sentido que tuvo la conformación de tales y muchas otras irregularidades ni la armonía que crean porque suavizan la pronunciación y facilitan, por ese lado, la fluencia verbal así como tampoco “ven” cómo opera en escritos que estén al alcance de la mirada. La “H”, muda, que por eso parece una no vocal y una no consonante, o sea nada, provoca perplejidades, por qué está ahí, no quita ni añade y, sin embargo, tiene una presencia irrefutable, su forma misma encierra una historia y una significación.

Los mecanismos de asimilación, disimilación, síncopa, distorsión y otros explican muchas irregularidades no sólo históricas sino de uso y dan lugar a numerosas situaciones: los resultados de las históricas y aceptadas por el sistema funcionan sin dificultad y no tienen otro efecto que el de contribuir a discursos eficaces, pero las que se producen por un déficit en la relación con el sistema –por falta de educación, encierro social, incapacidad de imitar lo correcto– ponen al sujeto en una situación de inferioridad social y en ocasiones de distancia, que se traduce en burla, aprovechable positivamente en el teatro popular, y en pedagogía –para eso está la escuela– y en desprecio, propio de quienes se sienten superiores.

Estas situaciones dan numerosas figuras y sus correlativas reacciones pero pareciera que un uso correcto y preciso de la lengua es exigible para toda persona que está en situación pública y que, por el uso de la lengua con todas sus posibilidades y recursos, tiene que justificar su posición: el manejo de la palabra informa acerca de una personalidad y de sus capacidades para ejercer una función, no puede ser que alguien que no posee el secreto de la palabra sea, por ejemplo, maestro, profesor, alto funcionario, periodista, académico o escritor. De ahí la sorpresa que produce que eso no sea así y que los disparates verbales más elementales aparezcan sorpresivamente en boca o pluma de personas que toman decisiones sobre la vida de los demás. 

¿Cómo entender que un alto universitario diga, con toda prestancia, que el recurso obtenido “satisfació” una necesidad formulada durante mucho tiempo? O que nada menos que la Vicepresidenta de la Nación sostenga en un escrito que tal o cual demanda fueron un “festibal”. Ambos ejemplos son menores comparados con expresiones del propio Presidente de la República, que empleó términos que no podrían ser integrados a los anales presidenciales si se considera no sólo que alguien llamado Sarmiento ocupó ese lugar sino también muchos otros de quienes no se recuerdan dislates semejantes. No es un infundio: dijo, con toda serenidad, sin ningún arrebato nervioso, “he resolvido” para explicar una decisión que había tomado; para, no sé si antes o después, sostener que se había “cubrido” vaya uno a saber qué falencia y culminar la serie con una entusiasta invocación pronunciada en ocasión de un presunto triunfo: “ojalá que puédamos encarar entre todos la Argentina del futuro”.

Comprendo cómo ocurrió esto último; fue asimilación: tanto proclamar “se puede” como latiguillo de campaña que él supuso, sin pensarlo, que esa forma verbal de indicativo presente, en singular, tercera persona impersonal, daba un plural en primera de un plural en subjuntivo presente. Desde luego que sin duda ese uso de la lengua que estaba cometiendo es un elemento más del encanto que despliega, y porque pone el idioma al alcance de todo el mundo, intelectuales, financistas, dirigentes obreros, políticos, ganaderos y, naturalmente, parientes cercanos, parece que seduce a esas multitudes por su sencillez y enamora por su comunicatividad: qué le importa a ese conjunto el funesto destino del idioma. Y del país.