A lo largo de los 14 kilómetros que separan Santiago de Cuba de la campestre Granjita Siboney se erigen 26 obeliscos indicadores de la ruta que el 26 de julio de 1953 siguieron los automóviles llevando a 129 jóvenes audaces que atacaron el Cuartel Moncada con Fidel Castro a la cabeza: tienen escrito el nombre y la profesión de los mártires.

En la entrada de este bungalow estilo americano flamean hoy las banderas de Cuba y la rojinegra del Movimiento 26 de Julio. Lo primero que llama la atención son los 33 balazos en la fachada, resultado de un combate simulado por los militares al momento de arrojar allí el cadáver de un civil muerto en los tiroteos. El día del ataque al cuartel habían traído también a la granja los cuerpos de cinco rebeldes masacrados en la tortura. 

En abril de 1953 Fidel Castro Ruz identificó esta casa –llamada en su tiempo Villa Clara– como el lugar ideal que serviría de base para su primera gran operación militar. Se la alquilaron a un comerciante santiaguero por estar semioculta entre la vegetación, alejada de la carretera y en el centro de un campo: el pretexto fue la instalación de un criadero de pollos. 

A un antiguo pozo de agua le instalaron una cruceta de madera para atar en su interior los paquetes con armas: arriba colocaron una tina de metal reconvertida en cantero de plantas. Para ocultar los autos de la operación construyeron tres gallineros y el “capataz” al frente  del “negocio” fue Abel Santamaría.

A LA ACCIÓN A las 2.40 del 25 de julio de 1953, el incansable Fidel partió en auto desde La Habana rumbo a Santiago de Cuba –casi 1000 kilómetros– y en su paso por Santa Clara compró unos anteojos para su miopía. Llegó a la granjita Siboney ese mismo día por la noche. Allí lo esperaban sus hombres, quienes el día anterior habían salido también desde La Habana en quince autos de alquiler. Las armas de caza deportiva y los fusiles calibre 22 terminaron de comprarse un día antes del ataque en una tienda.

En la Granjita Siboney los atacantes se enteraron cuál sería el objetivo militar de la operación –solo conocido por tres miembros de la dirección- hacia el que partirían vistiendo uniformes del ejército de Batista, divididos en tres grupos: uno liderado por Fidel tomaría el cuartel, otro por Abel Santamaría ocuparía el hospital civil lindante, y el tercero comandado por Raúl Castro se apoderaría del Palacio de Justicia. Un cuarto grupo fracasó en su ataque a un cuartel en la ciudad de Bayamo.

Al alba, antes de partir, Fidel habló a sus soldados: “Compañeros: podrán vencer dentro de unas horas o ser vencidos; pero de todas maneras, ¡óiganlo bien, compañeros!, el movimiento triunfará. Si vencemos mañana, se hará más pronto lo que aspiró Martí. Si ocurriera lo contrario, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, a tomar la bandera y seguir adelante. El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la isla. ¡Jóvenes del Centenario del Apóstol! Como en el 68 y en el 95, aquí en Oriente damos el primer grito de ¡libertad o muerte! Ya conocen ustedes los objetivos del plan. Sin duda alguna es peligroso y todo el que salga conmigo de aquí esta noche debe hacerlo por su absoluta voluntad. Aún están a tiempo para decidirse. De todos modos, algunos tendrán que quedarse por falta de armas. Los que estén determinados a ir, den un paso al frente. La consigna es no matar sino por última necesidad”.

De los 135 revolucionarios, 131 dieron el paso al frente y los otros cuatro regresaron a La Habana al día siguiente. 

En un panel del museo está la arenga de Abel Santamaría: “Es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo nuestro mañana, pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque lo que pase allí se sabrá algún día, la historia lo registrará y nuestra disposición de morir por la patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba, nuestro ejemplo merece el sacrificio y mitiga el dolor que podemos causarle a nuestros padres y demás seres queridos, ¡morir por la Patria es vivir!”.

A las 4.45 de la mañana salieron en tres caravanas. El grupo de Fidel se dirigió hacia el cuartel en plenos festejos de carnaval, para encontrarlos con la guardia baja. Pero no fue así y al pretender reducir a los guardianes de una garita sucedió un inesperado tiroteo que le quitó el factor sorpresa al plan: el combate se inició fuera de la fortaleza. Además el grupo que traía las mejores armas se extravió por las calles de una ciudad que no conocían. Luego de intensos tiroteos Fidel doy orden de retirada.

En medio del caos los hombres se dispersaron y Fidel quedó solo en medio de la calle, tiroteándose con un hombre que lo atacaba desde un techo del cuartel, hasta que apareció un auto con uno de los suyos y lo rescató. Los rebeldes tuvieron seis bajas en combate y 55 en las salas de tortura, entre ellos Abel Santamaría a quien sometieron a los peores tormentos, a pesar de lo cual no dijo el nombre de su jefe. 

En las siete salas de exposición de la Granjita Siboney, paneles con fotografías y vitrinas muestran los preparativos y el ataque mismo al Moncada, incluyendo un fusil M-1 semiautomático de culata plegable original, una de las pocas armas potentes con las que disponían, rifles y uniformes manchados de sangre pero sin impactos de bala, la prueba de las torturas a las que se sometió a los atacantes. También se muestran objetos personales, documentos y llaves de automóviles. La casa mantiene parte del mobiliario original.

LA RETIRADA Un total de 19 soldados de Fidel, entre los que estaba el comandante de la operación, regresaron a Siboney y se plantearon la resistencia desde las montañas,. Allí recibieron el apoyo de los campesinos de la zona, aunque el cansancio y las patrullas militares los fueron diezmando uno tras otro. 

Fidel con ocho compañeros resistieron unos días más. Cinco de ellos, ya sin aliento, decidieron entregarse mientras Fidel y dos más siguieron la marcha. Extenuados y al límite de la resistencia, el trío se refugió en un bohío campesino para dormir unas horas, hasta que un culatazo tiró la puerta abajo. Al abrir los ojos Fidel vio un fusil apuntándole al pecho. Lo hubieran matado de inmediato, si no fuese porque los convenció de que se llamaba Francisco González Calderín.

Los soldados los querían fusilar de todas formas, pero los cautivos se salvaron por la llegada de un teniente mulato llamado Pedro Sarría, quien gritó: “¡No disparen! ¡Las ideas no se matan!”. Cuando descubrieron las armas ocultas de los rebeldes, los captores se cebaron otra vez y apuntaron a los maniatados. Otra vez intervino Sarría con la frase que lo hizo famoso y que selló, en alguna medida, el futuro de la historia del siglo XX: “¡Quietos! ¡No disparen! ¡Las ideas no se matan!”.

Cuando los militares trasladaban a los prisioneros ocurrió en las cercanías un tiroteo entre otra patrulla y el resto de los fugitivos. Sarría dio la orden de “cuerpo a tierra” para todos pero Fidel pensó que era un ardid para justificar su fusilamiento y no le hizo caso, exigiéndole que le permitiera morir de pie. Pero el teniente lo convenció de la realidad de la situación.

Al observar la integridad moral de Sarría, se identificó.

–He visto el comportamiento suyo y no lo quiero engañar, yo soy Fidel Castro.

–No se lo digas a nadie.

Al llevárselos cautivos en un camión, el teniente tomó la precaución de sentar al líder rebelde adelante, entre él mismo y el conductor, para evitar que lo fusilaran. Luego se cruzaron con el comandante Pérez Chaumont –asesino de los demás prisioneros– quien exigió que le entregasen a Fidel Castro.

–El prisionero es mío y es mi responsabilidad –le retrucó el teniente y ordenó arrancar para ponerlos a disposición de los tribunales civiles en lugar de llevarlos al Moncada, donde los hubieran matado. Así Pedro Sarría le salvó la vida a Fidel, un acto que le costó la destitución y la cárcel hasta el triunfo de la revolución, cuando fue ascendido a capitán.

Todo esto fue apenas el comienzo de una vida llena de aventuras muy reales que casi termina en guerra nuclear, siempre al filo de la muerte, de las que Fidel Castro salió indemne sin siquiera un raspón, estando en el centro de la política mundial hasta su retiro, en 2008. Ya en el juicio por el asalto al Moncada había arrojado su célebre profecía: “¡Condenadme! ¡No importa! ¡La historia me absolverá!”