Ya se demolió una porción de aquel muro de ladrillos rojos que Isabel Martínez mandó a construir en 1974 alrededor de la Quinta de Olivos. Pero es poco lo que aún se sabe: que una parte del parque –unos 14.500 metros cuadrados, quizás– se transformará en plaza, que la idea del presidente Mauricio Macri es “abrir la quinta presidencial al barrio”, aunque “los trabajos se desarrollan teniendo en cuenta cuestiones referidas a la seguridad” ya que “en el lugar vive el mandatario y su familia y lo harán en el futuro otros Presidentes de la Nación”, según un comunicado oficial.

Si la apertura de un espacio público justamente ahí resulta novedosa es porque Olivos sintetiza el poder en su expresión más íntima. O sea, la residencia presidencial es la contracara hermética de la transitada Casa de Gobierno.

Soledad Vallejos pensó antes en estas tensiones (incluso ha dicho que Olivos es “la política en pijamas”). Desde 2015 hasta ahora, ella se obsesionó con averiguar qué ocurre en esas 32 hectáreas que, aún desplegadas en un área tan urbana, entre las avenidas Maipú y Libertador, permanecen distantes. ¿Sería posible reconstruir la genealogía y el presente de esa ciudad amurallada dentro de la otra ciudad? Parece que sí. El resultado es el libro Olivos (historia secreta de la quinta presidencial).

“La Quinta representa un espacio histórico y una geografía política a la vez. De ahí que el aspecto de Olivos –que se convirtió en Residencia Presidencial recién en 1955– se fue transformando al calor de los gobiernos. No es un dato anecdótico. Esa transformación devuelve una foto posible de cada época en sus aspectos públicos pero sobre todo, privados. Y es esto último lo que más me interesa”, explica esta periodista nacida en 1974, que ya en libros anteriores indagó las intimidades privilegiadas. De hecho, es autora de Amalita, la biografía –una historia de Amalia Lacroze de Fortabat coescrita con Marina Abiuso– y Vida de ricos, costumbres y manías de los argentinos con dinero. Pero también conoce el costado ominoso del poder: escribió un libro sobre Susana Trimarco en su búsqueda incansable de Marita Verón, víctima de la trata de mujeres que aún continúa desaparecida. Además, antes de ser actual editora en la sección Sociedad de Página 12, fue subeditora del suplemento Las 12. Vallejos recupera aquella idea feminista de que lo personal es político para agregar, también, que la mirada de género no es para ella un asunto sesgado a ciertas temáticas sino que atraviesa toda su escritura. 

Desde esa perspectiva, Olivos es una investigación que si bien no abjura de La Historia (con mayúsculas) porque se trata de un marco imprescindible, se ocupa de poner la lupa sobre los detalles para reconstruir el perfil más íntimo de la Quinta, los pliegues de una piel curtida por vaivenes democráticos y de los otros, que aún se sigue conmoviendo cada vez que un mandatario (o mandataria) se va y otro llega. De todos modos, éste no es un manual de presidentes acomodado cronológicamente. Aquí, el tiempo no es marco sino sustancia. 

De modo sintético, la historia es así: Juan de Garay premió con territorio a quienes lo acompañaron en la conquista. Entre esos pioneros estaba Rodrigo de Ibarrola, a quien le correspondió la “suerte” –como se llamaban los lotes– número 39, ante la costa del Río de la Plata. El lugar fue pasando de manos hasta que Miguel José Basabilvaso, jefe de policía del gobierno de Urquiza, le encargó a su amigo Prilidiano Pueyrredón los planos de una casa finalizada sobre esos terrenos en 1854. Con el tiempo, la cabaña/chacra quedó en manos de un dandy soltero: Carlos Villate Olaguer Feliú. Él murió en 1918 y en su testamento legó el lugar “al gobierno nacional de mi patria”. Recién en 1933, el entonces presidente Agustín Justo mostró algún interés por la quinta porque había vivido allí los primeros meses de su presidencia. Así convocó al director de Plazas y Paseos de la municipalidad, Carlos Thays, para convertir en parque una tierra horadada por cultivos y cría de ganado. Ese trazado paisajístico sobrevive hasta hoy. 

“Más que un relato cronológico, me propuse contar desde distintas perspectivas el perfil de la Quinta, que sí, en sus inicios fue una chacra”, aclara Vallejos. Es que en el siglo XIX, la zona norte de Buenos Aires era elegida por las familias acomodadas para huir del verano porteño. Sembrar algunos granos y tener caballos, vacas o gallinas era más un pasatiempo y un símbolo de elegancia que una necesidad. 

No es extraño, entonces, que el libro se abra con el capítulo “Vidas animales”, tributario de su origen. Un empleado del lugar lo grafica mejor: “Cada vez que alguien quiere quedar bien con un presidente, chan, cae con un animal”. Y ahí es donde aparece el rugido del tigre que tenía Perón. Nadie recuerda, sin embargo, cómo llegó hasta la residencia presidencial ni dónde terminó sus días. 

Quizás resulte decepcionante para la leyenda urbana saber que Menem no tenía un zoológico en Olivos si bien los bichos le encantaban. Así es cómo el mandatario procuraba que los perros más pequeños llegados a modo de regalo diplomático –como un sharpei adorado por Junior, que desapareció tras su muerte– encontraran en el parque, su lugar. Y fue enorme el revuelo que se armó cuando El Negro –un mirlo que sabía cantar la marchita– casi se muere mientras su dueño estaba de viaje. 

Algunos no pudieron quedarse. Fue el caso del papagayo y la mandrila llegados de Paraguay. Debido a que la ley impedía su tenencia doméstica, la decisión fue trasladarlos al Zoológico de Buenos Aires. El papagayo pasó sin pena ni gloria pero la mandrila despertó el amor del mandril residente y concibieron un mandrilito. A ella, los empleados del zoológico la bautizaron Zulema “porque la echaron de la quinta”.

No siempre los datos concuerdan. ¿Tuvo Fernando De la Rúa un loro llamado Coco que cada tanto salía de su letargo y soltaba al aire un “¡viva Perón!”? Amigos del ex presidente y de su esposa, Inés Pertiné, lo niegan. Pero viejos empleados del lugar aseguran que fue así. 

Para buscar respuestas frente a tantos mitos (algunos simpáticos y otros, funestos) fue necesario indagar archivos institucionales, desempolvar diarios y revistas en hemerotecas e incluso prestar atención a la letra chica de ciertos libros. “Toda esa memorabilia tiene un costado lateral que permite atisbar lo cotidiano de cada momento y es ahí donde puse el foco. De algunas épocas hay abundante material, como el caso de Agustín Justo, interesado en dejar constancia de la construcción de un Estado fuerte en plena crisis del treinta. De otras gestiones, casi no hay rastros”, comenta Vallejos, hija de una historiadora especializada en economía.

Hay un chiste interno que dice que en Olivos, los presidentes pasan y los empleados quedan. “Por eso me interesó mucho hablar con quienes son la memoria viva del lugar”, explica la autora. Un dato curioso, agrega, es que los trabajadores de la quinta –unos cien en total– no firman ningún contrato de confidencialidad: “Sin embargo, hay un pacto tácito según el cual no es de buen gusto ventilar intimidades. A eso se le suma el prestigio de trabajar para los presidentes, que crea una pertenencia y una lealtad hacia sus jefes pero sobre todo, hacia el lugar al cual estos trabajadores pertenecen”.

El libro reconstruye la historia de la capilla ahora en desuso, de la sala de cine donde Alfonsín miró el Mundial en 1986 y aún, de las costumbres gastronómicas de cada jefe de estado. Además, incluye un dossier con imágenes. Illia acompaña a su hija Emma al altar en 1965, una de las pocas bodas celebradas en Olivos; Estela Lanusse abre las puertas de la quinta para la revista Gente al anunciar su compromiso con el folklorista Roberto Rimoldi Fraga en 1971. No falta la mítica foto del presidente radical y Menem caminando entre los tilos para la entrega del poder en 1989. Ni la imagen en la que Cristina Kirchner abraza a Amado Boudou tras el esperado anuncio de quién sería su candidato a vicepresidente en 2011. Entre las fotos más nuevas se encuentran la actual familia presidencial con la niña Antonia o el parque engalanado para recibir al primer ministro canadiense en noviembre de 2016. 

Pero también hay en ese dossier un par de objetos cargados de historia personal. Por ejemplo, la imagen de una medalla con el escudo justicialista que recibió uno de los 850 niños de ascendencia japonesa bautizados en la Quinta en 1949. Fue una iniciativa del Comité Japonés, que buscaba la repatriación de argentinos emigrados a tierras niponas. Dice Vallejos con una sonrisa: “Llegué a esa medallita muy de casualidad y a través de ella pude reconstruir lo que ocurrió ese día histórico, casi desconocido, gracias a una amiga de otra amiga y a un trabajo de archivo que requirió una paciencia casi oriental”. Otra imagen es la de la tarjeta para acceder a la cripta de Perón y Eva. Lleva el nombre de la abuela de la periodista.

El libro reconstruye de manera minuciosa la historia de esta cripta que el isabelismo había hecho levantar en Olivos durante el mandato de la viuda, donde los restos de Perón y los de su segunda esposa fueron exhibidos en aquel tumultuoso 1974. La restitución del cuerpo de Eva representaba una victoria de Isabel sobre la izquierda peronista. Así, quienes desearan visitar la cripta tenían que ser ciudadanos respetables, anotándose en una lista con día y horario especificados. Nada de manifestaciones colectivas ni banderas partidarias. “A la historia de la cripta de Olivos que yo quería contar le faltaba lógica. Es decir, tenía la investigación pero no sabía cómo hilarla. Hasta que entendí que era la pulseada entre la derecha peronista y Montoneros. Ahí todo encajó”, asegura Vallejos.

Olivos no elude la mención de los gobiernos dictatoriales y cuenta que Videla quedaba cada dos por tres encerrado en el ascensor de su propia (circunstancial) casa. Es que cada detalle es en cierto aspecto, el punctum que da cuenta de una totalidad. Vallejos también se ocupa de registrar los cambios a veces imperceptibles. Aún hoy, el ingeniero agrónomo Carlos Thays nieto –que trabajó para la Quinta en la época de De la Rúa– se lamenta de que no existan registros del diseño de los jardines que tan esmeradamente concibió su abuelo y de que cada mandatario corte árboles o reacomode plantas a su antojo. 

Ninguna comunicación oficial mencionó lo que en septiembre de 1955 se convirtió en una decisión tomada por el gobierno de facto de Pedro Aramburu: el Palacio Unzué dejaba de ser Residencia permanente de los presidentes para que Olivos ocupara ese lugar. De ahí hasta acá, la incipiente vida puertas abiertas de la Quinta fue quedando en el pasado. En esa zona opaca se acumulan las épocas donde Justo utilizó el parque como Colonia de Vacaciones para Niños Débiles (los mismos que pululaban por calles y conventillos y eran considerados una suerte de plaga social) o las tardes para el esparcimiento de las jovencitas de la Unión de Estudiantes Secundarios en 1953. 

Nadie desmiente la presencia de algún que otro fantasma. Tampoco, el vínculo complejo que cada mandatario tiene con el lugar, que puede devenir en atmósfera carcelaria. Hace poco, entrevistada por Chiche Gelblung, Cristina Kirchner aseguró que la quinta tenía “mala vibra”. Según Vallejos, tras aclarar que no lo dice por simpatía partidaria, los Macri fueron más amables al momento de dejarla entrar para su investigación. “Cada gobierno construye su propio discurso. Macri abrió las puertas de la Quinta en varias oportunidades y no es decisión azarosa, como tampoco lo es inaugurar ahí una plaza. Esto ocurrió cuando ya tenía cerrado el libro pero da cuenta de que la historia anda, está viva. Obvio que me da curiosidad saber cómo continuará eso”, afirma la periodista.

Cada palabra rescatada de un archivo permite la articulación de la memoria colectiva. Y de eso se nutre Olivos. No casualmente está dedicado “a los que comparten sus fragmentos de la historia”. Porque, al ser transformados en una trama más precisa, restituyen la imagen de la Quinta en sus contornos más luminosos y sombríos. Tan personales como políticos.