El título es conflictivo pero potente. Mizu no es un samurái –no puede serlo, para ello debería ostentar títulos nobiliarios que no posee ni le interesa obtener–, pero su manejo de la katana es magnífico, al nivel de los mejores espadachines con papeles sellados que certifican alcurnia y dominio. Lo de los ojos azules es absolutamente cierto, literal: su condición de persona de raza mixta lo transforma en el Japón del siglo XVII en una criatura extraña, maldita, mucho más luego de la expulsión de los hombres blancos, los comerciantes y los religiosos, y el comienzo de la etapa de mayor insularidad en toda la historia nipona. El artículo que define a Mizu también falsea la realidad, ya que debajo de los ropajes masculinos, de esos anteojos y amplio sombrero que ocultan los detalles más salientes de la fisonomía, se esconde el cuerpo de una mujer. Mizu vaga por los campos, bosques y ciudades con una misión concreta y nada secreta que absorbe al punto de la obsesión sus días y noches: vengarse, eliminar a ese hombre blanco que, dicen, sigue dictando designios en el shogunato con el apoyo de funcionarios poderosos y corruptos. El camino no es sencillo y, en la faena, la heroína deberá enfrentarse a enemigos implacables, con la ayuda muchas veces no deseada de aliados circunstanciales y un inesperado discípulo. Así, Mizu se suma a una larga lista de espadachines vagabundos que forman parte esencial de la literatura, el cine y la historieta japonesa, plagada de ronins (ex samuráis descastados, habitantes de los márgenes de la sociedad) y expertos en las artes de la guerra cobijados bajo una apariencia muchas veces inofensiva. La serie de animación Samurái de ojos azules, coproducción francoestadounidense que Netflix acaba de incluir en su plataforma –la creación de un matrimonio en la vida real, los guionistas Michael Green y Amber Noizumi–, es deudora de los sanjuros y zatoichis de este mundo, personajes legendarios del imaginario popular nipón, pero también de varios artistas marciales de excepción de raíces chinas, cuya indexación en textos y películas incluye no pocos personajes femeninos empujados al travestismo en un mundo de hombres crueles y peligrosos.

Kuwabatake Sanjuro, el personaje inmortalizado en Yojimbo y su secuela, ambas de Akira Kurosawa, recorría los últimos tiempos del período Edo, a mediados del siglo XIX, en busca de aventuras y algo de dinero con el cual mantenerse. Zatoichi, el masajista ciego creado por el novelista Kan Shimozawa y trasladado al cine en una extensa serie de 26 largometrajes en los años 60 y 70, habitaba ese mismo universo histórico y su condición de paria como un ex yakuza no impedía –más bien todo lo contrario– que su sentido del honor lo enfrentara a villanos de diversa calaña y poderío. El wuxia hongkonés Come Drink With Me, dirigido por King Hu, el maestro del cine de artes marciales más clásico, encontraba en Golden Swallow a una heroína inopinada: la hija de un gobernador cuyo hermano es secuestrado, una experta en el uso de la espada que adquiría un disfraz masculino para encontrar a los responsables y salvar al familiar en peligro. Hay algo de todos ellos, y de muchos personajes más, en Mizu, cuya condición de mujer mitad japonesa, mitad blanca, la ubica en el pedestal más bajo de los estratos sociales del shogunato Tokugawa. Máxime cuando su existencia es la consecuencia directa de un acto de violencia sexual. Lo primero que llama la atención en la serie de Green y Noizumi, dividida en ocho capítulos de duraciones variadas, es el enorme conocimiento del chambara, el cine de samuráis, y la capacidad de amoldarse a sus requisitos y tópicos sin caer en la mirada exótica que tantos films occidentales han pergeñado a lo largo de las décadas. “Lo interesante de esa era es que en 1633 Japón cerró completamente las fronteras, evitando así la influencia extranjera”, declaró Amber Noizumi, ella misma hija de madre japonesa y padre norteamericano, en una entrevista reciente con The Hollywood Reporter. “Hasta el día de hoy esa es para algunos ‘la era dorada de Japón’. Me resulta interesante que se describa de esa manera al período más homogéneo en la historia del territorio. Hay muchos elementos históricos que me resultaban apasionantes para contar una historia que transcurra en aquellos tiempos, pero sobre todo la idea de que esa ‘era dorada’ definitivamente no era tal para alguien cuyo aspecto era diferente al del resto. Ese era el elemento central que queríamos explorar”.

Pero el tema se posa, suave o violentamente, sobre el fondo, y si algo se destaca en Samurái de ojos azules es la belleza visual del diseño, cruza de realismo con salvaje estilización. Green y Noizumi no imitan el estilo del animé ni pretenden que su creación –definitivamente destinada a espectadores adultos; la violencia y el sexo forman parte esencial del relato– se entronque en una tradición estilística oriental. A cambio, ofrecen un híbrido de técnicas de animación más clásicas con las facilidades de la era digital, echando mano a recursos diversos que siempre están puestos al servicio de la narración. Tal vez el único y breve desliz en el terreno de la demagogia sea la inclusión de un fragmento de los acordes de Battle Without Honor or Humanity, del músico Tomoyasu Hotei, que el espectador occidental ligará de inmediato a la ecléctica banda de sonido de Kill Bill. En uno de los mejores episodios, la batalla campal entre Mizu y un ingente ejército de soldados empleados de un mafioso local es entrelazada con un extenso flashback a su juventud, al tiempo que ambas líneas de la historia central aparecen sublimadas en una puesta de teatro bunraku, las marionetas y sus acciones como reflejo de aquello que ocurre en la realidad. El derrotero de Mizu –cuya construcción como personaje evita los excesos de la agenda contemporánea: no se trata de una persona no binaria, sino simplemente de una mujer que debe verse como hombre para llevar a cabo su misión, en un universo dominado por hombres– la lleva a enfrentarse con un samurái de bajo nivel social, a conocer a un aprendiz de cocinero sin manos que se convierte en su ladero y eventual protector, y a una joven princesa que no duda en huir de los designios patriarcales e ingresar en un burdel con intenciones de recuperar su amor perdido. En el clasicismo reinventado para las nuevas generaciones de Samurái de ojos azules se encuentran sus mayores y evidentes virtudes.