Fue un año de paradojas. O por lo menos de lógicas en colisión. Al punto que un balance, incluso el más despreocupado, deja más interrogantes sobre el futuro que conclusiones sobre lo apenas pasado. En épocas de naturalezas sin hábitat e identidades a la deriva, un recuento en la actividad de la música clásica del último año en Buenos Aires refleja mucho de notable y hasta de heroico en lo artístico, y también bastante de incomprensible en los cenagosos territorios de “la gestión”, en particular en el ámbito público. De ese choque de universos, el artístico y el administrativo, saltan como esquirlas las preguntas de siempre, que en su cíclica falta de respuesta se van agudizando. En lo inmediato, cabe preguntarse: ¿cómo será en el corto plazo producir eventos pensando en un público que en la fragmentación general ha perdido peso, en un clima de intimidación económica y en un contexto político que derrama tosquedad e ignorancia como forma de redención y legitimación?

En Buenos Aires, la idea tradicional de cultura contenida en la música clásica tiene en el Teatro Colón, además de un baluarte simbólico, el principal centro de producción y es ahí donde estas preguntas no terminan de redondear respuestas. Confirmada la continuidad de Jorge Telerman en la dirección, el gran coliseo anunció para febrero su campaña de abono para la temporada 2024, pero sin haber presentado su programación, como tradicionalmente hace a principios de diciembre. Un hecho por lo menos curioso, que más allá de disparar el chiste de pensar el Colón como una especie de Lollapalooza de terciopelo, da cuenta de lo incierto del futuro, tras una temporada económicamente empeñada.

En este 2023, el gran Coliseo cumplió buena parte de lo planeado en una programación cuyo criterio sustancial fue la abundancia. Sobre esa idea, el año que comenzó en la Sociedad Rural con la fastuosa puesta en escena de Resurrección – la alegoría europea sobre la muerte y sus elipsis que el italiano Romeo Castellucci escenificó sobre la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler–, terminó boqueando con una puesta low cost que encontró espacio para apenas dos funciones de La ciudad ausente, una ópera argentina en razón y lenguaje, que fue la puntada final del ciclo que recordó la obra de Gandini a diez años de su muerte. Entre estas dos producciones en muchos sentidos contrastantes, se desplegó una programación extensa y variada, en la que no faltaron puntas atractivas ni momentos memorables.

La ciudad ausente tuvo apenas dos funciones.  

 

Martha y los otros

Una vez más, el Festival Martha Argerich constituyó el más grato y aplaudido legado de esta temporada. El recital de un pianista como Tiempo, que releyó Chopin por sobre los manuales corrientes de apreciación musical, y el descomunal dúo entre Martha y Nelson Goerner haciendo Mozart, Debussy y Rachmaninov, quedan seguramente entre los momentos inolvidables. Goerner, junto a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires dirigida en la ocasión por Srba Dinić, brilló también en el Festival Rachmaninov, en el Teatro Coliseo.

 

Andras Schiff fue otra gran presencia de la temporada. Como parte del ciclo “Grandes Intérpretes”, el pianista húngaro ofreció un recital que por calidez y calidad resultó extraordinario, con obras de Bach, Mozart, Haydn y Beethoven. El violonchelista inglés Steve Isserlis, que interpretó el Concierto de Schumann con la Sinfónica de Lucerna en el indispensable ciclo del Mozarteum Argentino, y el celebrado violinista ruso Maxim Vengerov, que en el ciclo de la Filarmónica ofreció el de Sibelius, se podrían sumar a la galería de presencias significativas.

El violinista Maxim Vengerov, otra de las visitas interesantes. 

La Filarmónica, que entre los directores invitados de su ciclo albergó a Charles Dutoit (dirigió Juana de Arco en la hoguera, de Arthur Honneger, además de La carrera del libertino y Les Noces de Stravinsky en el Festival Argerich y Mahler en Resurrección) y a Baldur Brönnimann (hizo Il canto sospeso, de Luigi Nono), recibió este año también a su nuevo director musical: Jan Latham-Koenig. El maestro inglés dirigió muy poco y naturalmente no le dio casi nada a una orquesta que esperaba (y necesitaba) mucho más, mientras persiste en los reclamos por concursos para cubrir los cargos desiertos, que llegarían al 35 % del total.

Hablando de figuras estelares, la temporada de ópera tuvo la suya: Anna Netrebko. Secundada por la sorprendente Olesya Petrova como Azucena, un excelente Fabián Veloz como el Conde Luna y su marido Yusif Eyvazof como Manrico, la soprano rusa fue una Leonora descollante en una versión semi-montada de Il Trovatore de Verdi, que por eso, operísticamente hablando, fue un semi-éxito. La reposición de la celebrada puesta de La flauta mágica de Mozart que Barrie Kosky hiciera en 2012 para la Komische Oper Berlin, fue otro atractivo de la temporada; aunque desde el punto de vista escénico resultó tan exigente para los intérpretes que en general terminó comprometiendo sus performances. La colorida y dinámica puesta en escena que Pablo Maritano hizo de Il turco in Italia, llevándola a un hotel en los años ’50 del siglo XX, fue un equilibrado homenaje al espíritu de Rossini. Con un sentido distinto, la inmóvil puesta de Alfredo Arias sobre La carrera del libertino, con un eficiente elenco de cantantes encabezado por el tenor Ben Bliss, la soprano Andrea Carroll y barítono Christopher Purves, dejó viajar a la máquina de poesía urdida por la dupla Stravisnky-Auden.

Il Trovatore, de Verdi, con la gran Anna Netrebko. 

 

La actualidad adelante

También en esta temporada el Centro de Experimentación recuperó algo de lo que se cifra en su nombre. El espacio dirigido por Diana Theocaridis funcionó en general a favor de esas formas de riesgo que por sobre las categorías de “bueno” o “malo” –reservadas a lo finito– encuentran en lo “interesante” su punto culminante. Tras la apertura con un homenaje a Gerardo Gandini, su fundador, el estreno de Scarecrow, la música compuesta por Martín Matalón para la proyección de tres filmes de Buster Keaton; el encuentro entre la iconografía de Nicola Costantino y la música de Esteban Insinger en Artista ex machina, y un panorama de las vanguardias italianas a cargo del Divertimento Ensamble dirigido por Sandro Gorli, se destacaron en un programación que justificó su sentido con el encargo (¡finalmente!) de una ópera: Felicidad, sobre un cuento de Samantha Schweblin en el que la dirección de escena de Julián Ignacio Garcés no terminó de escuchar el caudal operístico de la excelente música de Marcos Franciosi.

El ciclo “Colón Contemporáneo” fue el buen museo de las vanguardias, que entre otras cosas, en el cruce con la temporada lírica produjo su propia versión de Einstein on the Beach. Liberada desde hace algunos años de la puesta en escena original de Bob Wilson, la música de Philip Glass encontró algunos incentivos escénicos interesantes en una puesta de Martín Bauer, que con mucho de heroico sostuvo el continuo de más de tres horas del espectáculo, esfuerzo que sin embargo encontró lugar para solo dos funciones. El mismo Bauer fue además el artífice de otra edición del festival No Convencional, que puso expresiones sonoras de la actualidad en distintos espacios de la ciudad y, entre otras cosas, convocó para una serie de actividades a Christian Marclay, artista visual y compositor de las transitadas vanguardias neoyorkinas. 

En el Centro Cultural Borges se presentó la segunda temporada del ciclo Industria nacional, dirigido por Marcelo Delgado, que prestó particular atención a los diez años de la muerte de Gandini. Tras la apertura con un fin de semana de conciertos monográficos, se incluyó una obra del gran compositor en cada encuentro del ciclo. También importante fue lo que sucedió en ArtHaus, el centro cultural que con ensamble propio articuló una nutrida temporada de conciertos, con estrenos y propuestas de gran envergadura. Uno de ellos propuso Solstices, la obra de Georg Friedrich Haas para ser tocada, y escuchada, en completa oscuridad.

Hablando de espacios para la música actual, ¿qué habrá sido del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín, en silencio más que cageano desde hace un par de temporadas?

Más polos clásicos

Con el Centro Cultural Kirchner como escenario principal, la Orquesta Sinfónica Nacional y la Orquesta de Música Argentina Juan de Dios Filiberto, ordenadas en sus filas, afirmaron sus identidades y su inquebrantable relación con el público. La Filiberto, según su naturaleza, trabajó en torno a la elaboración orquestal de la tradición popular; la Nacional, según la cotización del dólar, sustituyó importaciones y convocó directores jóvenes, argentinos y en general de muy buen nivel, como Javier Más, Ezequiel Silverstein y Gustavo Fontana, además de estrenar obras de compositores de acá. Entre los estreños se destacó Malvinas un estremecedor poema sinfónico-coral de Pedro Chemes.

Como no sucedía desde hacía tiempo, el Teatro Argentino de la Plata reabrió su puerta grande y articuló una programación de ópera, ballet, conciertos sinfónicos y sinfónico-corales en la reinaugurada Sala Alberto Ginastera. Aída, con la puesta en escena de María Concepción y María de la Paz Perre, y Falstaff, con dirección escénica de Rubén Szuchmacher, quedan entre lo más perdurable. 

El festival de Música Clásica del Konex, este año articulado en torno a “Brahms y la música gitana”, y dos notables recitales de Horacio Lavandera, uno en el CCK y el otro en el Teatro Coliseo, contribuyeron a la variedad de un panorama que tuvo además ópera independiente en el Teatro Avenida, con Juventus Lyrica y Ópera Festival Buenos Aires. También el Teatro Nacional Cervantes había programado ópera, pero no estuvo a la altura. Patagonia, una coproducción entre el Teatro Biobío de Concepción y Teatro del Lago de Frutillar (Chile), en lengua aonikkenk, con música de Sebastián Errázurizy y puesta en escena de Marcelo Lombardero, terminó semi-montada en el Centro cultural de la Ciencia.

Registros

 

Hablando de paradojas, una de las más gratas afirmaciones de la temporada que se va se dio en un campo que para la música clásica fue siempre complicado: la edición discográfica

El sello Virtuoso, editó este año discos por intérpretes y con compositores argentinos y latinoamericanos. Una versión para noneto de cuerdas de Ernesto Acher sobre Metamorphosen de Richard Strauss y el sexteto de cuerdas del mismo compositor, que es además el director, con el Ensamble Sur; Edith Fischer que interpreta Schubert y Ravel; la orquesta de cámara Artis, dirigida por Marta Luna, haciendo música de Ezequiel Diz y Guillo Espel; el trío Orion 415 combinando Vivaldi con Alex Nante y Corelli con Jerez Le Cam; la obra para canto piano de Virtu Maragno, por Eduviges Picone y Andrea Maragno. Estas son algunas de las perlas de un catálogo extenso y poco común. Un espacio digno de ser descubierto y que, por cómo pinta la cosa para el 2024 con la música en vivo, habrá que tener a mano.