Ayer lo peor, la tragedia que nadie espera que suceda, el celular no prende. Intenté no desesperarme, pero el dolor punzante en el pecho me hizo notar que pasaba algo tanto en mi celular como en mi corazón. De repente temía no seguir con mi vida y con vida. El celular era mi rutina, no tenerlo desequilibraba todo el resto de mi existencia. Si me hubiera dejado mi amada, creo que sentiría algo semejante. Antes de que pudiera decirles esas palabras que nos volverían a acercar, el celular se había ido para nunca más volver. ¿Seré un poco melodramático, exagerando la necesidad frente a su súbita inexistencia? Puede ser, pero también no podía dudar de que algo de mi presencia y hasta de mi identidad estaban tocadas, hundidas, canceladas.

La noción de absoluto es de difícil comprensión en la filosofía, casi en el abismo del barranco de la dificultad de explicación estaba allí cuando mi celular no había prendido. ¿Por qué me hice caso a mí mismo y apagué el celular para descansar a la noche? La paz es de los muertos y la desesperación de quienes no les prenden el celular. O se los roban o se les rompen. Lo absoluto. La presencia infinita e inquietante de la falta de la no relatividad, lo real al desnudo sucediéndome. El celular era una parte mía, eso lo sabe un niño de primaria, pero lo que no comprende aún es que sólo es mío cuando deja de funcionar.

Prendido es una catarata de demandas siempre on line, pidiéndome que lo mantenga calentito a mi lado cada día y cada noche, demandas cada vez exigentes: cuanto más daba, más pedía y más me maltrataba, siempre haciéndome sentir que no sabía cómo tratarle, no había posteado ese cumpleaños de mi hijo ni logrado suficiente likes para dormir tranquilo. Pero no tenerlo, era aún peor, una sobredosis de angustia.

¿Cómo trabajaría? ¿Cómo sabría pagar mis impuestos y estar anoticiado de la última cotización del dólar? ¿Cómo saldría vestido esa mañana? ¿Cómo vivir sin celular? El enorme trabajador multifacético y maníaco, cuya planificación nunca alcanzaba mi embrutecedora ansia de hacer y caer extenuado para volver a comenzar el día siguiente, era alterado en forma absoluta por ese instante donde el celular no prendía. El oráculo me destinaba las premoniciones más oscuras, todo perdía sentido frente a ese apagón que lo dejaba inservible, vuelto esa nada con una porosidad de gadget inservible, ese cosa con la profundidad de una superficie negra y asquerosamente fría.

Tomé aliento, lo intentaría por última vez, el corazón latía fuerte, podía morir en ese mismo instante y no tendría cómo llamar a nadie, apreté el botón del on, con fuerza y decisión, como queriendo elevar una plegaria hacia lo que no creo pero que, a pesar de uno, la voz se eleva y le dedicamos nuestros salmos, ¡celular mío de cada día vuélvenos a la vida eterna de la vida cotidiana! No importaba que los músculos de la cara se me hubieran aterido a los huesos, cualquiera se hubiera dado cuenta si hubiera estado en ese momento que mi cara estaba ligeramente para arriba.

El instante del páramo, ni siquiera recuerdo el número de mi madre o de la emergencia médica para llamar, mis hijos no tendrían ese texto tipo epitafio que se me estaba ocurriendo, mi esposa no sabría que alguna vez antes de morir había pensado en ella, mi amante se enteraría muchos días después de mi muerte repentina.

Mi vida sin sentido, nada en su lugar, nadie me podría decir que estaba viviendo un ataque de pánico por esos minutos en los cuales mi celular de repente volvía al campo de los vivos, enterrándome por esos largos segundos en que parecía que no iría a prender.

* Martín Smud es psicoanalista y escritor.