Ana se vale de la palabra que enuncia y escribe en la intimidad de su cocina, mientras procura hacer la tortilla española con la eficacia de su madre y se deja acompañar por un vino que disfruta en una escena que no es calma, porque Ana aprovecha esa soledad del final del día para dejar registro de sus ideas. Esas que la apabullan mientras vive.

La madre de Ana está muerta pero ese dato va a ser motivo de una suerte de disparate escénico que le va a dar al drama de Ana, a todos aquellos padecimientos y también delicias de una mujer entrada en la treintena que se derrama entre experiencias, amores nuevos y una hija pequeña, en una suerte de comedia que hace tolerable algunos dolores de esta época.  

La mamá de Ana será enmarcada en un cuadro gigante, suerte de anomalía en su casa moderna. Allí estará sentada Cristina Dramisino, la actriz que asume su rol como destinataria de los escritos de Ana en una respuesta plagada de comicidad. La escena se divide y acopla entre esas dos mujeres que están en una instancia de detención. 

Mientras la protagonista se debate en un monólogo donde su vida aparece desmontada en una temporalidad donde el embarazo se cruza con su hija que ya va al colegio y el hombre del que se separó se engarza con la mujer de la que ahora está enamorada, la madre interviene sorprendida en una réplica que es puro efecto y construye una escena de oposiciones donde el reto hilarante interrumpe esa bronca fresca de Ana ante las relaciones un tanto esquivas que atraviesa.

Su novia le regala “una libreta de coger” porque Ana no puede pasar más de una semana sin tener sexo con ella y su amada le pide que registre allí “cuando adelantamos trabajo”. Hay algo de esa cotidianidad  planificada y sin tiempo que a Ana la lastima y necesita darle una forma escrita en una carta para su madre que, aunque no estaba de acuerdo con su estilo de vida, siempre se sumó a todas sus aventuras. 

Los males de Ana adquieren una dimensión viajera en la excursión por Marruecos que realizó con su madre. En el recuerdo de ese episodio que se convierte en una pequeña crónica por el nivel de detalle en el que la dramaturgia de Adriana Gómez Piperno se juega por la digresión, como en un fluir de la conciencia, esas especias que compran, ese hachís que funciona como el opio de la clase media, se revelan como el remedio para enfrentar la intriga de los vínculos amorosos donde las personas parece que jamás llegarán a entenderse. 

Si en Cecilia Pertusi hay una inteligencia clara para hacer de la cabeza de su personaje una suerte de territorio dramático que ella contiene y suelta en una abundancia de frases a las que sabe darle la entidad de una acción, Dramisino interviene con una comicidad certera y menos reflexiva. El impulso por actuar la ausencia es una suerte de destello que funciona en complicidad con el público. 

Después te cuento hace de las canciones que Sonia Kovalivker suelta a un costado de la escena, un modo tanguero de decirle cosas al mundo. En esa soledad tan necesaria para desentrañar lo que se quiere y también para defender esa posibilidad de ampararse en un lenguaje propio contra la saga de frases hechas que intentan simplificar el dialogo, la cantante opera como doble de Ana o como una ambición privada de seguir ensayando con la voz y la escritura. Si el texto de Ana se separa del stand up y hace de la primera persona una zona conflictiva y emancipada de las convenciones de un género, la figura de la madre, al salirse del cuadro y compartir el espacio escénico con su hija sin ser vista, propone una alternativa delirante para el realismo. Propia de una película hollywoodense donde la chica es salvada por su ser de otro mundo.

Después te cuento se presenta los viernes a las 23 en el Camarín de las Musas. Mario Bravo 960. CABA.