Conocí Nueva York en 2017: viajé invitada por un festival de literatura, el PEN America. La ciudad me decepcionó. Era lo predecible porque Nueva York es un territorio de la imaginación y para mi ese territorio era The Bowery en los ‘70, Union Square según la canción de Tom Waits, los obreros comiendo su almuerzo en las alturas mientras construyen un rascacielos, el edificio Radiator de la pintura de Georgia O’Keefe, el Upper West Side de El bebé de Rosemary, el CBGB’s y la Factory de Warhol, el desayuno en Tiffany’s y los ojos de Diane Arbus. No había mucho que la ciudad actual pudiera hacer para competir con esta expectativa y estos mitos.

Hubo una sola noche que se acercó a mi fantasía. La tercera noche del festival me habían preparado una actividad curiosa. Debía leer un cuento en un departamento de la Comunidad de Artistas Westbeth. Yo nunca había escuchado sobre este lugar pero de algo me sonaba. Antes de salir para el evento averigüé por qué: ahí se había suicidado Diane Arbus en 1971, la gran fotógrafa de humanos extraños, con un ojo lleno de ternura que veía a los viejos, a los freaks, a los tristes e incluso a Borges como nadie, entre circos y callejones y la calle.

Westbeth es un complejo para artistas que ocupa una manzana en el West Village: se ve el río desde las ventanas. Se fundó como lo que es hoy en 1968 y abrió sus puertas en 1970: hasta 1966 funcionaron allí los laboratorios Bell, donde se desarrollaron los transistores y el láser y el circuito de carga acoplado entre otros trabajos de los ocho premios Nobel que fatigaron sus pasillos. El suicidio de Diane Arbus, un año después de su inauguración, sacudió a la joven comunidad. Hoy, de sus cientos de residentes, el 60 por ciento tiene más de 60 años, el 30 por ciento más de 70 y el porcentaje que queda es más joven pero, por lo general, se trata de los hijos de los artistas que tienen derecho a heredar el departamento de sus padres. Es una residencia de ancianos, de hecho. Por el alquiler de los departamentos, que son amplios y bonitos, se paga 800 dólares, un precio muy accesible para Manhattan.

Westbeth, sin embargo, es un lugar inquietante. Los pasillos, iluminados por tubos fluorescentes, subrayan una sensación hospitalaria. Los residentes se pasean en sillas de ruedas. Son muy amables. Muchos están un poco confundidos. En el edificio viven enfermeras y trabajadores sociales. No se aceptan nuevos inquilinos: la lista de espera se cerró en 2007 y no se ha vuelto a abrir.

El departamento que a mí me tocaba, ya no recuerdo en qué piso, era el de la fotógrafa argentina Patricia Dillon. En la sala de recepción y exposiciones de la planta baja se juntaban los escritores –más de una decena y de todo el mundo-- y cada artista venía a buscar al que le tocaba. Los escritores reconocíamos a los anfitriones porque llevaban globos, rojos la mayoría. No se a quién se le ocurrió lo de los globos o si es una tradición. El festival PEN America hace estas lecturas todos los años. Patricia Dillon ya fue anfitriona varias veces. Es una de las residentes jóvenes. Tiene poco más de 60 y es espléndida, una mujer alta de aspecto poderoso, con pollera de cuero, una exquisita camisa blanca, los ojos enormes, la caminada de una neoyorquina dura y el pelo lacio y abundante en una cola de caballo.

Cuando subíamos en el ascensor, Patricia me explicó la mecánica de la lectura, muy sencilla: el público entra a los departamentos, se sienta, escucha, se va. Quién va a venir a escucharme a mi, le dije. “Oh”, me dijo Patricia en su inglés roto, “siempre viene gente. Es un evento muy popular”.

En el departamento, abrió un vino y lo compartió con mi amiga Sandra, que me acompañaba. En seguida preguntó: “¿Conocen a Diane Arbus?”. Claro. “Ah, ella se suicidó acá al lado”, dijo en voz baja, como si se tratase de una indiscreción. Preguntó si queríamos ver la puerta del departamento. Eso era todo lo que podía mostrarnos porque el inquilino actual estaba de viaje (si no, nos dejaba pasar con seguridad, según ella). Salimos. Faltaban varios minutos hasta que empezara a llegar la gente que iba a guiarse por el globo rojo para saber en qué departamento de ese piso se realizaba la lectura. El globo ahora flotaba atado del picaporte.

La puerta del departamento donde se mató Diane Arbus es una puerta de madera. No hay mucho más. Adentro sé que hay una escalera porque ahí dejó su nota suicida, dos palabras: “ULTIMA CENA” y también sé que hay un baño porque ahí encontraron su cuerpo. Tenía 48 años. Patricia Dillon nos dejó mirar la puerta en incómodo silencio y después nos llevó de nuevo a su departamento, justo al lado. Terminó su copa de vino y nos contó que le habían hecho todo tipo de estudios psicológicos antes de dejarla ocupar este departamento. “Tenían miedo de que me identificara con ella. Yo también fotografío freaks”.

Llegó el público, algunos de ellos otros vecinos. Leí en un inglés con mucho acento. Cuando la gente se fue, Patricia Dillon se puso a llorar. Se le corrió el maquillaje. “Es por la Argentina”, dijo. Y después, en una mezcla de inglés y español, contó su historia. Que se había ido al exilio en 1976. Su padre fue asesinado. A ella la violó un grupo de tareas. O eso creí entender. No sé si ella sabe qué le paso. Mejor dicho: sí lo sabe, pero no puede contarlo bien. Solo puede decir que destrozaron a su familia y que odia su país pero lo extraña y quiere volver y cuando lo intentó la última vez llegó hasta San Pablo y ahí se bajó y se tomó el primer avión de vuelta a Nueva York. A veces en su explicación caótica parecía que a su padre lo había asesinado una organización armada –su padre era juez-- pero no pude lograr que fuese precisa. La familia, que la sacó del país, la mandó primero a Japón. No sabía el idioma. Se desesperó. “Por esto fue tan difícil vivir al lado de Arbus”, dijo y se levantó la manga de la camisa. Cortes, cicatrices finas de automutilación y quizá un intento de suicidio. Demasiadas cicatrices para distinguir lo superficial de lo profundo. De Japón a Nueva York y en Nueva York un restorán y Jean Michel Basquiat y la disco Danceteria donde bailaba Madonna. Se le notaba esa ciudad en la cara, en la pollera punk, en la pose magnífica de reina de la noche. “Nunca más la Argentina. Me sacaron todo. Esta es mi casa ahora”.

Se secó las lágrimas, hizo pasar al segundo grupo, leí mi segundo relato. Patricia me presentó emocionada e invitó vino. Todo estaba a punto de irse al diablo pero creo que Westbeth es un poco así, un desborde controlado, un lugar para refugiados de una ciudad que ya no existe. Patricia nos llevó de vuelta hasta la sala de exhibiciones, sacó fotos, prometió enviarlas.

No sé si es cierta la historia de Patricia. No sé si su padre fue asesinado. No quiero investigarla. Hice una búsqueda rápida de Google pero los resultados me dieron miedo. La primera Patricia Dillon de la búsqueda es una mujer secuestrada en 1976 cuyos restos fueron identificados en 2009. Esa Patricia Dillon fue enterrada en el cementerio de Berisso. En las fotos de juventud se parecen: los ojos grandes, el pelo lacio. No seguí adelante.

 

Hace poco Patricia me mandó las fotos que tomó durante las lecturas. Un e-mail seco: no dice ni hola qué tal, sólo un attach. Sé que hay otros escritores que leyeron en su casa y algún día voy a preguntarles si a ellos también les contó su historia. Y si alguno fue llevado por sus piernas largas y la copa de vino hasta el departamento donde murió su vecina célebre, su vecina melliza, su vecina fantasma. Si alguna vez les abrió esa puerta de madera que ahora es de alguien más pero siempre será de Diane Arbus.