10 de la mañana del último domingo de mayo de 2022, en un par de horas llegan las hijas para la reunión familiar del mediodía, con mí mujer las estamos esperando, llevamos muchos años viviendo en Glückstadt, ciudad alemana sobre la margen derecha del río Elba, localidad que forma parte del área metropolitana de la conocida Hamburgo. Alemania es el país donde nació mí padre, donde vivo con mí familia argentina desde 2002, donde mantenemos vivas las costumbres y recuerdos de la tierra de dónde venimos, de Santiago del Estero y de Rosario, dos lugares que llevó en el corazón, La Banda donde nací y me crié con mí madre santiagueña Quillca y mí padre alemán Antón, y barrio Echesortu donde crecí, conocí a mí mujer y formamos familia.
El domingo se presentaba agradable en Glückstadt, tenía el mate, la pava y el termo acompañando como siempre mis lecturas matinales, a mí lado el celular, acaso porque se sabía, Amalio, mí querido Amalio, en Roldán, Argentina, estaba mal y los médicos decían que ya no había posibilidad, quedaba esa esperanza ciega a la que en casos así se aferra uno.
Hacía unos días que Amalio había tenido una recaída grande y su médico advirtió a la familia que no saldría esta vez, que el desenlace era cuestión de días. Me llegaban mensajes de sus hijos a diario, varios mensajes, por eso tenía el teléfono siempre al lado mío, fotos, audios, los recuerdos de toda la vida, mis propios escritos.
La mañana en Glückstadt era tranquila, un sol de primavera llenaba de luz las copas verdes de los árboles, las calles se veían luminosas, por el ventanal contemplaba el paisaje mientras leía y tomaba mate, mí mujer cantaba algo, todo estaba bien pero por dentro la angustia no aflojaba. Minutos después de las diez sonó el teléfono, llamada de Argentina, se me heló la sangre, me costó agarrar el teléfono, no podía atender, falleció Amalio, alcancé a escuchar la voz quebrada que en llanto me lo repetía, Astu, Astu, falleció Amalio.
No pude contenerme, estremecido entré en un estado de desesperación que nunca había tenido, llanto y grito, temblores, de repente empecé a sentir frío, se me nubló la vista, se me secó la garganta y se me cerró por completo, no podía moverme, no podía hablar, estaba solo, mí mujer había salido, me llevó tiempo reaccionar, no encontraba la manera de incorporarme, no tenía fuerzas, quedé inmóvil, paralizado, desgarrado.
Hacía unos días que sus hijos me habían enviado mensajes donde me decían que Amalio estaba mal, que el pronóstico del médico era malo, no saldría está vez. Sin embargo, en nuevos mensajes me decían que estaba mejor, evolucionando, que volvían a alimentarlo, por eso la ilusión, la esperanza ciega a la que uno se aferra como un sin sentido vacío ante el sentido pleno de la muerte.
Amalio tenía 86 años, no conocí en mi vida una persona más fuerte y vital que él, era un verdadero atleta, un deportista, un tipo sano al que no le gustaba el alcohol, el cigarrillo, las comidas fuertes, las salidas nocturnas, nada de eso le interesaba ni le atraía. Amaba a su familia y sus amigos, su casa, su barrio, las mañanas de sol, el club Unión Argentina, las sierras de Córdoba, su taller mecánico, los autos, trabajar, correr, hacer deportes. Era un trabajador como no he visto, sacaba y ponía motores y cajas de velocidades de automóviles él sólo, sin ayuda, hacía reglajes de precisión, trabajos finos y complejos, manejaba el oficio y el arte de la reparación de autos como pocos. De niño/adolescente se metió en el mundo de los autos, ya en su infancia se fabricaba todo tipo de vehículos de juguete que hacía andar y causaban asombro en la familia y los vecinos de calle San Juan al 4300 en Rosario. Tenía facilidad y además le gustaba reparar todo tipo de mecanismos.
Amalio, Amalito, era bueno de un modo en que no se podía creer, siempre estaba dispuesto a ayudar a quien fuera y en lo que fuera, nada lo detenía, siempre alegre, sonriente, cantando o tarareando alguna canción. Imposible no quererlo, yo lo quería mucho. A los 15 años mis padres me mandaron a Rosario, a vivir en la casa de unos tíos de barrio Echesortu para terminar el secundario y estudiar medicina en la UNR, ahí conocí a Amalio, a su taller mecánico.
Mi tío era amigo de él y me llevaba a visitarlo, a mí me gustaban mucho los autos y los kartings a pedal, soñaba con tener uno. A los pocos días de mi llegada al mágico Echesortu de los años sesenta, barrio tranquilo de casas bajas, de gente conversando en las calles, fuimos al taller de Amalio de calle San Juan esquina Lima, llegamos y mí tío me presentó, éste es el sobrino del que tanto te hablé, éste es Astu Arnold, el pájaro alemán de los Andes. Mí madre santiagueña me puso Astu, que en voz quechua significa pájaro de los andes y en Santiago me decían pájaro alemán por mi apellido paterno Arnold.
Mi padre era de la familia de los creadores del bandoneón “doble A”, de los Arnold de Alemania, era un migrante europeo que eligió Santiago del Estero para radicarse y vivir. Nunca olvidaré la sonrisa de Amalio cuando mí tío, hermano de mi madre, le dijo, te presento al pájaro alemán de los Andes, que bueno dijo mirándonos, no conozco Santiago del Estero pero me gusta su música y su cultura. Enseguida el tema de conversación fueron los autos, el taller estaba lleno y Amalio se tomó todo el tiempo para conversar con nosotros, como si su trabajo pudiera esperar a que un niño santiagueño que no conocía conversará con él. Mí tío le dijo: Astu es fanático de los Kartings y nunca todavía pudo teneruno.
Recuerdo la mirada iluminada de Amalio, me miró con una sonrisa y con un gesto de alegría que en ese momento yo no entendí. Me preguntó ¿te gustan de verdad los kartings? Sí, le respondí con total vergüenza, rápido me hizo otra pregunta, te gustaría manejar uno, ya casi sin poder sacar la voz le dije que sí y entonces me miró, hizo silencio, subió a un altillo del taller y bajó con un karting. Seguro que con mí tío habían tramado todo, no me di cuenta en el momento, no podía haber sido una coincidencia, tampoco me dí cuenta de la generosidad de Amalio, él estaba más alegre que yo y me comentó que lo había hecho conpartes de autos y motos.
Subite, me dijo, subite. Y agregó, oye pájaro alemán de los Andes, usalo tranquilo pero siempre por la vereda, no lo hagas volar. Ese recuerdo quedó imborrable en mí, más aún cuando nos dijo que me lo llevara, que lo usara tranquilo que no se iba a romper ni fallar, llevalo me dijo así andas por el barrio y no extrañas tanto a tu Santiago, a tu casa y tu familia.
Recuerdo ese karting, era increíble, todos lo miraban, estaba hecho con bielas de motor, con cadena y engranajes de distribución de Peugeot 404. Todo el carting tenía partes ensambladas de autos de calle, partes mecánicas, relojes en el tablero, chaperia, faros, manijas de cupé Dodge gtx. Estaba pintado a soplete.
Cuando crecí me enseñó a manejar y a probar fallas de autos, el taller de Amalio era mi segunda casa en Rosario, sin ella no hubiera resistido estar fuera de mi amado Santiago del Estero, no me hubiera podido adaptar nunca, no sería médico, no sería nada de lo que soy, ni tendría nada de lo que tengo, siendo un pájaro alemán de los Andes no podría haber hecho el vuelo que hice en mi vida.
El taller de Amalio, sus autos y sus historias eran mi vida, allí con los años arreglábamos el VW escarabajo que él me ayudó a comprar, allí aprendí todo lo que sé de mecánica. Los mediodías que me invitaba a almorzar en su casa eran una fiesta. Gloria, su esposa, hacía unas comidas increíbles y allí iba yo de invitado junto a su familia.
Amalio fue como un padre para mí y su familia, mi familia, por eso cuando sonó el teléfono ese fatídico domingo se me cayó el mundo encima, me desmoroné, sentí que mi vida misma se caía. Nunca me llamaban de Argentina para contarme cosas de la salud de Amalio, preferían, y yo también, mensajes de texto o audios, así que la llamada no podía ser por otra cosa, había muerto Amalio y no me lo iban a decir por mensaje.
Voy para allá, pude decir, no hace falta Astu me respondieron, nos despedimos y me quedé aturdido, conmocionado. Llegó mí esposa de caminar por el río y se dio cuenta, nos abrazamos y le dije que me iba a Argentina, te acompaño dijo ella. No, quedate amor, esto es algo que tengo que hacer solo, quiero ir a lo de Amalio como cuando era chico. Reservé el pasaje y en unos días estaba volando a Argentina. Embarqué en Berlín con destino a Buenos Aires, allí me esperaba un traslado por tierra a Funes, provincia de Santa Fe.
No podía i no ir, necesitaba hacer ese viaje, estar en el lugar, despedir con todo mi sentimiento, con honor a Amalio, abrazarme a su familia y llorar, necesitaba llorar, escuchar lo que me dijeran en esa circunstancia de la vida.
El viaje en el avión fue durísimo, a ratos temblaba, a ratos lloraba, a ratos me invadían recuerdos hermosos de aquel hombre, de barrio Echesortu, de sus personajes, de la Rosario de ayer. Ocho meses antes de su partida, Amalio había tenido un edema pulmonar agudo, estuvo diez días en terapia intensiva en el hospital PAMI 2 de Arroyito, viajé para verlo, estuve con él y con la familia, nos abrazamos, hablamos de la vida, logró salir, estaba golpeado pero era fuerte, muy fuerte y salió adelante aunque ya no volvió a caminar y tuvo episodios de recaídas que lo quebraron.
Yo quería a Amalio y unos años antes de su partida, en tiempos del COVID, comencé a escribir o más bien a retomar unas escrituras sobre él y sobre otros personajes rosarinos. Mi madre santiagueña, Quillca, voz quechua que significa escritora, dedicaba tiempo a escribir, le gustaba mucho y yo salí a ella en eso, empecé a escribir sobre mis largos años de vivir en Rosario, en Echesortu, escribí sobre Amalio y su taller que me marcó tanto. Escribir sobre él y su vida fue natural para mí, fue también una necesidad. Empecé entonces a escribir “Amalio y don Ángel”. Fui publicando en ciertos círculos de Glückstadt, Alemania, inicialmente entre amigos, quería que supieran de Rosario, de sus barrios, su gente, de cosas de Argentina que no conocían. Les gustó mucho, me pidieron más y más historias, pasé a publicar por toda Alemania con un éxito que me sorprendió, mis amigos alemanes me decían que siguiera escribiendo y publicando, me ayudaron a decidirme y aempezar a publicar en otros países, en otras lenguas y a publicar en la propia Rosario.
Seguí visitando la ciudad y vi los grandes cambios que tuvo en los últimos cincuenta años, tantos cambios que tampoco los rosarinos conocen los personajes que habitaron su ciudad, no conocen sus historias, de dónde vienen ellos.
Desde Glückstadt, Alemania, me decidí a publicar en Rosario, a hacer entregas periódicasde la obra “Amalio y don Ángel”, a contar historias sobre la Rosario de ayer, de inmigrantes, de personajes y cosas que no existen más, que están perdidas camino del olvido.