“En el 2001 una parte de la clase media descubrió La Salada y nunca dejó de venir”, cuenta Jorge Castillo, principal accionista y factótum de Punta Mogote, la mayor de las tres ferias internadas que componen el complejo, junto con Ocean y Urkupiña. “La otra parte la está empezando a descubrir ahora, gracias a Milei”, ríe el empresario.

Se refiere al fenómeno que ocurrió a principios de siglo, antes y después del estallido de la convertibilidad, cuando la brusca devaluación obligó a replantear los hábitos de consumo y la economía familiar de buena parte de los argentinos.

La enorme feria fue objeto de dos libros de periodismo de investigación, "La Salada" de Nacho Girón, y "Sangre salada" de Sebastián Hacher. Uno fija la lente en la dinámica comercial del fenómeno  otro en las disputas de poder, muchas veces violentas, que lo hicieron posible. La realidad es una combinación de ambos. 

Pero hay un tercer aspecto, exógeno, igual de importante, cíclico. Cada vez que la clase media se empobrece, se despoja de sus prejuicios y vuelve a posar su mirada y su magra capacidad de consumo, en la famosa y demonizada feria.

“Ahora pasa algo muy parecido, ¿quién puede pagar 60 u 80 mil pesos un jean? Y, una vez que se enteran lo que vale de costo, y que la confección es prácticamente la misma, ¿quién quiere pagar cinco o seis veces más?”. Aclara que “acá vendemos siempre, cuando cae el consumo popular, sube el de la clase media”.

La Salada nació como la salida o resolución de dos problemas en una misma jugada. En los noventa, con la ruta 2 finalmente convertida en autopista, las famosas piletas a la vera del Riachuelo, en el partido de Lomas de Zamora, quedaron vacías: la gente prefería manejar un par de horas más e ir al mar, que conformarse con su bien sustituto.

A la vez, los talleres textiles que poblaban la zona, especialmente en Villa Celina, pertenecientes a la comunidad boliviana, necesitaban un circuito de comercialización alternativo, frente a las abusivas condiciones que les imponían las marcas. Castillo tuvo la virtud de hacer una solución a partir de dos problemas o necesidades.

La feria nació como un gran mercado mayorista, al que acudían desde todas las provincias del país y hasta de países limítrofes. Pero poco después, ante la presión de la demanda, que se presentaba espontáneamente y entorpecía el funcionamiento, comenzó a atender al público minorista, de día, a contraturno.

Ese es el funcionamiento que se hizo masivo a partir de 2001 y 2002, cuando la clase media, primero un tanto avergonzada, luego ya sin prejuicios, empezó a comprar sus prendas directamente al fabricante. La condición de showman de Castillo y una buena estrategia de comunicación, en los años siguientes, hicieron el resto. Se volvió habitual ver móviles de los canales de televisión y, las celebrities empezaron a promocionar la feria.

Ese fue también el fin de la informalidad. Detrás de las cámaras vinieron los inspectores de AFIP, las multas y clausuras. La feria se llenó de postnets (casi todos los feriantes son hoy monotributistas) y no perdió competitividad por eso. La diferencia en el precio de la misma prenda no está ahí sino en los gastos de comercialización:  las campañas publicitarias, los alquileres y expensas de los shoppings y las ganancias de los intermediarios.

“Lo opuesto a la guerra no es la paz sino el comercio”. Algunos vecinos de Budge atribuyen la frase a Castillo. Ocurre que el barrio tenía un largo historial de violencia, que se terminó a medida que los vecinos se fueron integrando al emprendimiento: algunos cuidando coches, otros vendiendo bebidas en las inmediaciones y otros directamente como empleados. No se convirtió en Disneylandia pero dejó de ser el far west.

Durante el kirchnerismo, Castillo fue agregando otros rubros, como alimentos frescos, en el marco de alianzas como la que realizó con el “rey de la carne”, Alberto Samid. Se convirtió en hombre de consulta para  periodistas económicos y funcionarios nacionales.

Castillo promueve un modelo basado en grandes volúmenes de venta con márgenes mínimos, lo que obliga a los feriantes a trabajar permanentemente para mantener sus costos y controlar su avaricia. Moreno sostiene, una y otra vez, que no se puede entender la economía sin analizar costos. Sin esa información, no se puede saber si un bien es caro o no, si su margen de ganancia es razonable o desorbitado. De esa época es su slogan, “precio justo, trabajo digno”.

Hasta que llegó el macrismo y su declarada “lucha contra las mafias”, basada en la capacidad de construir villanos de Disney, con independencia de la evidencia judicial real. Lo acusaron de montar una asociación ilícita, de vender protección a los puesteros de la vía pública, denominada "La ribera".

Lo fueron a buscar de madrugada, sin identificarse y se defendió a tiros, temiendo un intento de secuestro. Cuenta que primero le “pidieron guita” y después la mesa judicial del procurador Julio Conte Grand y la entonces gobernadora María Eugenia Vidal le ofrecieron más de un acuerdo, pero él no los aceptó, porque quería ir a juicio. 

Se dice inocente aunque reconoce que “no mea agua bendita”. Su reputación quedó, desde entonces, severamente golpeada, como la del Pata Medina o el Caballo Suárez. No es fácil volver de la estigmatización.

Ahora que la crisis golpea nuevamente las puertas de los argentinos, algunos intentan copiar su modelo de negocios, para captar una parte de ese consumo, castigado pero todavía enorme. Es el caso de “La Dulce”, dentro del Mercado Central, del otro lado del Riachuelo, el matancero. Cuenta que le ofrecieron participación en ese negocio, pero eligió quedarse con lo que ya tiene. 

La Salada es grasa, no es un lugar donde hacer sociales, donde ver y ser visto, está en las antípodas del código de glamour aspiracional de las clases medias y de los shoppings de IRSA. Pero la necesidad tiene cara de hereje. Y la feria vende, sin preguntar procedencia geográfica ni social.