No es nada fácil. En una familia unida, grande y bulliciosa. El abuelo, los tíos y los primos, todos tirando para el mismo lado. Todos en consonancia con una única pasión, con un fervor y una efervescencia que es parecida y a veces es más todavía que una religión. No es fácil en una familia de fanáticos de Racing tener un papá de Independiente, su eterno rival.

Cuando nací, me contaron, mi papá ya tenía preparadita la camiseta de los Diablos Rojos y me la puso junto con el babero. Mis años de infancia los viví en la incomodidad de asistir a una fiesta de la que quedaba excluido. Claro que no era así siempre, por supuesto que había juegos y aventuras en la que participaba con los primos, de igual a igual. Eran buenos pibes, cariñosos, compartían juguetes, pelotas y videojuegos, aunque yo no llevaba con ellos el mismo apellido.

Mi mamá era la única mujer entre sus hermanos varones, la mimada, la preferida del abuelo, la linda. Porque ella siempre fue la más bonita de todas las mamás que yo conocía. Y mi papá ahí estaba, amable, más bien callado. Él era un papá como todos, aunque de a poco dejó de serlo. Los tíos compraban autos cada vez más grandes y lustrosos. El de mi papá era siempre el mismo. Los primos se mudaban a casas con jardín, pileta. Nosotros en cambio, vivíamos siempre en el mismo departamentito con vista al balcón del vecino. Mi mamá era la más linda pero las tías se aparecían con esos vestidos nuevos, de moda. Y el abuelo, el abuelo querido, lo miraba a mi papá como enojado. Algo estaría haciendo mal.

Fue mi primo mayor, mi ídolo, el que siempre hacía los chistes y movía tan bien la pelota, el que un día me dijo: “¿Y por qué no te hacés de Racing? ¿No ves que tiene los colores de la bandera?” No lo sentí como una orden, más bien fue un permiso, algo que no me atrevía a decirme a mí mismo. Que estaba cansado de ser el que se quedaba a un costado cuando el abuelo nos llevaba a la cancha, y el que no podía gritar un gol y alegrarme con el triunfo; o llorar con ellos cuando perdían, porque eso también era emocionante. Sentirme parte, parte del grupo. Y al final dije que sí y él me pasó las remeras que ya le quedaban chicas. Y un mediodía en que estaba la familia en casa del abuelo, esperando el partido alrededor de la tele, me aparecí así, blanco y celeste. Y todos me miraron, se quedaron un instante callados hasta que se armó un griterío y me aplaudieron y abrazaron. Y yo estaba como si hubiera metido un gol. Todos se reían menos mi papá, que se quedó serio, pero no dijo nada. Y cuando volvimos a casa, estábamos los tres callados y pensé que me iba a decir algo, pero no, se hizo el distraído igual que yo.

No sé cuánto tiempo pasó, si mucho o poco, las fechas se entremezclan y complican, a veces me parece que mis recuerdos están como recortados, como un rompecabezas imposible de armar. Lo cierto es que mis padres se separaron, mi papá se fue de casa y tengo algunas imágenes, mi abuelo como tranquilizando, diciendo: “finalmente las cosas suceden para mejor” y mi mamá decía que sí, pero lagrimeaba. A mí me daba mucha vergüenza, pero con los días las cosas se fueron acomodando, la familia unía, pegaba y emparchaba todos los agujeros y me trataban hasta con más cariño que antes y era como el hijo y el hermano de todos. Y me ayudaron y estimularon en todos mis proyectos, los pasados y hasta los presentes. A mi papá lo veía poco y cuando le salió un trabajo en España, lo vi menos todavía.

Con el tiempo, me fui alejando del fútbol y ya no estaba más al tanto de la tabla de posiciones; mis intereses iban para otro lado: la política, las minas, el trabajo. Mis padres, que nunca se pusieron de acuerdo en nada, en algo concordaron, los dos murieron jóvenes. Primero fue mi papá, fuera del país. A los pocos años, mi mamá, y no fue oportuno, no conocería a su primer nieto que ya estaba en la panza de mi compañera. Como hijo único, me tocó vaciar su departamento, lo fui haciendo de a tramos; no fue una tarea muy complicada porque mamá siempre fue ordenada. En la última visita antes de ponerlo a la venta, quise revisar con cuidado todos los rincones para ver si había olvidado algo. Fue en un cajón del placad de su dormitorio que metí la mano hasta el fondo, cuando toqué algo así como un paquete ¡Se me había pasado por alto! Lo saco y en una bolsa transparente había algo rojo... la remera de Independiente de mi viejo.

Me senté en el piso porque ya no había muebles y con la remera delante de mis ojos comencé a llorar como no lo había hecho nunca. Lloré por todo lo que lo había extrañado sin darme cuenta, porque me había olvidado de cuánto me quería, porque recordé que lo quería tanto. Lloré por mi mamá que guardó toda su vida, escondida, la prenda más querida de su marido, lloré por ese chico que cambió los colores de su remera, lloré porque mi papá no me lo reprochó. Y le pedí perdón.

 

Y ahora estoy aquí, frente a la vidriera del negocio de ropa deportiva viendo que sí, que existe una remerita roja tamaño bebé. Porque da lo mismo que sea varón o nena, hoy las nenas patean como los chicos y, sea nena o varón, va a ir a la cancha de la mano del papá. Pero viejito, ya no soy el mismo, mi remera ahora es la del color de la bandera. Cambié, cambié de cuadro, pero el amor está ahí. Recibí tu mensaje y te soy fiel, conservo lo que me diste. Por eso estoy comprando la albiceleste para tu nieto. Para contar que su abuelo metió un último gol. Y que goles son amores.