Hace unos días el presidente Javier Milei compartió en su cuenta de X la siguiente frase, publicada originalmente por la cuenta Coherencia Por Favor: "Si la cultura necesita ser subsidiada, no es cultura, es propaganda". Una frase que bien podría ser una más de las tantas que inundan el lenguaje espumoso de las redes sociales, y que hoy se entrecruza con una retórica que, a través de las anteojeras más contemplativas, se constituye en la ignorancia profunda de la historia y también del presente (sus lógicas, sus tradiciones, sus estructuras, sus formas organizativas, sus horizontes), pero que en la peor de las interpretaciones hace base en la crueldad y la desmemoria. O tal vez, temiblemente, sea un cóctel explosivo entre ambas.

Quizás para el propio presidente aquella frase no sea más que eso: un meme, una mofa, una chicana. Sin embargo, las palabras resuenan con fuerza en la coyuntura que hoy nos toca afrontar, en donde un maratónico proyecto de ley ―que se anexa al calamitoso DNU 70/23― pretende ser saldado en apenas días para conseguir dar por tierra con la división de poderes y tantísimos derechos conquistados durante años. Entre todo ello, el desmantelamiento de instituciones fundamentales para el desarrollo de nuestra cultura como son el Fondo Nacional de las Artes o los institutos del cine, la música y el teatro; entidades que, como muchos y muchas se han encargado de clarificar (ver la maravillosa exposición de Feda Baeza en el plenario de comisiones de la Cámara de Diputados), son autárquicas, es decir, dependen de fondos propios. Así, el "no hay plata" que pretende justificar el ajuste sanguinario que ha comenzado a implementar este gobierno no debería permear. Pero lo hace.

Es al menos llamativo, desde el punto de vista discursivo, que la fuerza política más declaradamente ideológica (si nos permitimos entender la ideología aquí en términos de dogma) de los últimos tiempos, aferrada a su narrativa liberal-libertaria, no pueda sostener ni por un mes esas aparentes convicciones que, nos decían, venían a traer un cambio. Si el desfinanciamiento de la cultura no es ideológico (en términos de dogma), pareciera entonces aflorar como fundamento la crueldad. Pero no nos confundamos, porque es bien ideológico: desde el momento en que el presidente piensa que aquello a lo que se le da plata ―aquello que se subsidia― debe responder a sus intereses, actuar a su favor, trabajar a sus órdenes ―se convierte en propaganda―, se comprende una particular concepción del rol del Estado así como del lugar que ocupan las expresiones culturales en la sociedad.

Que el Estado debe impulsar activamente políticas culturales se vuelve una verdad de Perogrullo sólo cuando nos paramos en una perspectiva que se funda en los derechos culturales como derechos humanos, derechos que, a la vez ―explica Rubens Bayardo―, “no pueden ser alcanzados y garantidos sino mediante políticas y prácticas activas que aseguren su implementación”.

Posturas contrarias existen desde hace tiempo, ya la misma UNESCO lo reconocía en 1982, cuando definía el modelo en que el Estado limita su intervención para dar lugar a la iniciativa privada. Esta no-intervención por parte del Estado, que suele llamarse desregulación, es en verdad una re-regulación, en el sentido que proponen Mastrini y Mestman: cuando el Estado se corre, no desaparece.

Las políticas culturales deben atender a la heterogeneidad y las diferencias existentes en lo social, con el fin de visibilizar lo que se encuentra subalternizado, tal y como postula el escritor peruano Víctor Vich. Porque, hay que recordarlo, la cultura (ay, de esta palabrita) no existe más que como mosaico de múltiples culturas en diálogo y tensión. En el decir de Alejandro Grimson, la cultura como una "trama donde se producen disputas cruciales sobre las desigualdades, sus legitimidades y las posibilidades de transformación".

No se ataca, entonces, desde el gobierno a la cultura, si no a expresiones culturales bien específicas, que en parte se sintetizan en aquellas que no buscan el lucro como único fin; que para desarrollarse necesitan del apoyo de políticas que garanticen la igualdad de oportunidades; que representan la diversidad de identidades que conforman nuestro territorio; que ponen el foco en la experimentación de nuevos lenguajes; o que no necesariamente se emparentan con los intereses vigentes del gran mercado. Desde la óptica mileísta, hoy la cultura se reduce a su mera expresión de cartera pública a la que se quiere desfinanciar. La cultura como expediente en su sentido más brutal. No se trata de una cuestión de austeridad en el gasto, sino de un desprecio a las culturas vivas que hacen a nuestro país.

Es así que, librados a su propia suerte y en una competencia completamente desigual con el sector mainstream, muchos actores culturales verían reducidos los recursos que necesitan, ya no para crecer y desarrollarse, sino para sobrevivir. De ahí la importancia del rol del Estado para dar lugar a esas voces más pequeñas, disruptivas, diversas, que al mercado no le interesa visibilizar. Algo de todo esto nos decía de manera muy lúcida Beatriz Sarlo en Escenas de la vida posmoderna, tres décadas atrás: si el Estado se corre, la creación y la producción cultural “tendrán en el mercado su verdadero ministerio de planificación”, y lo verdaderamente problemático en ello radica en que “todas las desigualdades son subrayadas en este mercado simbólico”.

* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, músico